24 de junio de 2011

39ª noche - Viernes

—Estás tomando ojeriza a los jóvenes, ¿verdad? Siempre acabas metiéndote con ellos. Se nota que te haces viejo... —me ha reprochado Elisa, tras uno de mis habituales comentarios mientras veíamos televisión.
—En absoluto —repliqué—. No tienen ellos culpa. Es la educación y el ejemplo que se les da. Si me quejo es porque me parece increíble que no se dé cuenta todo el mundo. Aunque creo que ya no tiene arreglo...
—Los jóvenes son jóvenes —resolvió con desparpajo—. Siempre ha sido igual, ¿no recuerdas lo que decían los mayores de nosotros? ¿Y les hacíamos caso?




Raúl siempre fue un niño difícil. En el colegio, con los amigos, en el gimnasio, en todas partes tuvo problemas. María, su madre, pensaba que no eran ni más ni menos que los problemas que tenían todas las madres del mundo con sus hijos, criados en un entorno cada vez menos propicio para una buena educación, de la de antes. Una pelea en la que alguien resultó con un ojo amoratado, insultos a algún profesor, las tareas siempre pendientes de presentar, las malas calificaciones por norma... Travesuras corrientes, decía ella. La muerte del padre cuando Raúl contaba nueve años obligó a María a dedicar más horas a su trabajo; el niño pasaba mucho tiempo solo y la relación entre ambos se distanció.
 
Vicente, el hijo mayor, era fruto de su primer matrimonio. Medio hermano de Raúl y separados por catorce años de diferencia, nunca sintieron apego el uno por el otro. El mayor había sido un muchacho aplicado que parecía tener muy claros sus objetivos en la vida. Aunque apoyó a María en el divorcio y condenaba el maltrato continuo del que su madre había sido objeto, no le agradó que contrajera nuevo matrimonio; algo visceral, pues comprendía que ella intentase rehacer su vida. Pronto le pareció que él estaba allí de más, ya era demasiado mayor para aceptar a un desconocido como padre; se sintió extraño, ajeno, y decidió marcharse. Al cumplir los dieciocho años se alistó en el ejército profesional. María lloró y le suplicó que se quedara, pero los argumentos del joven prevalecieron, pues eran poderosos y bien meditados. El pequeño Raúl estuvo eufórico porque su habitación y la casa en general quedaran sólo para él.
 
Tras la muerte de su segundo marido, María se sintió completamente sola. Los diez años de su segunda relación habían pasado como un soplo. Ella seguía siendo relativamente joven pero ni por un momento pasó por su cabeza que  podría tener otra oportunidad. Vicente aún le dolía y no quería que Raúl siguiera sus pasos. Su segundo marido no había sido un mal hombre, pero cuando pensaba en él sólo venían a su cabeza calcetines, lavadoras, pucheros y el sobre a fin de mes con el salario. A sus cuarenta y siete años y con un hijo que entraba en la adolescencia no debía hacerse ilusiones. Y no las hizo.
 
María recordaba perfectamente el día en que todo cambió. Faltaban pocos meses para que Raúl cumpliese catorce años. Ella volvió del trabajo, tarde, como siempre, pero esta vez el niño no estaba en casa. Esperó hasta la madrugada, sin saber qué hacer. Se decidió por fin a llamar a la policía. Tomaron nota, intentaron tranquilizarla: «Ya verá como sólo es una travesura, no se preocupe... Pero cuando vuelva ponga remedio, eso sí. Y avísenos».

Raúl volvió cuando el día empezaba a clarear. Él no estaba normal, María no sabía qué era pero había algo muy raro en su actitud y en su mirada. Debatiéndose entre el alivio y la indignación, lo recibió con dureza:

—¡¿De dónde vienes a estas horas?! ¿Qué has estado haciendo? —exclamó a gritos, perdidos los nervios.

—Vete a la mierda, vieja. —Fue todo lo que contestó su hijo, camino del dormitorio, sin apenas mirarla. Algo se rompió ese día para siempre.
 
Desde aquel viernes María tenía la sensación de vivir con un extraño. Un extraño peligroso, un enemigo cruel bajo su mismo techo, al que alimentaba y cuidaba, pues era su hijo. No hablaban más que lo imprescindible, normalmente insultos y exigencias del joven cuando algo no estaba a su gusto o necesitaba dinero. Se hicieron corrientes las ausencias en la escuela, las llamadas del director, las citas con el psicólogo a las que Raúl nunca acudía... Hasta la primera vez que la llamó la policía: tenían a su hijo retenido en el cuartelillo.
 
Pasado el disgusto inicial, María creyó que la intervención de la policía y los jueces podría enderezar la situación. Pero pronto se dio cuenta de que tampoco ellos arreglarían nada. Cada vez que su hijo ingresaba en algún centro salía más pervertido y aumentaban sus deseos de venganza. Los psicólogos y psiquiatras coincidían en que no era un enfermo, no era una persona incapaz de distinguir el bien del mal; su problema era un trastorno de la personalidad con rasgos psicopáticos. En otras palabras, un antisocial, un egoísta acérrimo, una mala persona como muchas de las que ocupan las cárceles de todas partes, pero perfectamente responsable de sus actos.
 
Pasaron los años y ya perdió la cuenta de las veces que Raúl había entrado y salido de la cárcel, por drogas, por robos, por violencia… La mala vida que llevaban pasó factura pronto. A sus treinta y nueve años, su hijo parecía un viejo prematuro. Y ella se sentía como una muerta en vida.

Raúl ya no servía para nada, ni siquiera para robar o trapichear con cualquier cosa. Había conseguido una invalidez, pasaba la mitad del tiempo en el Centro de Salud y la otra mitad dormido, o fumando frente al televisor, con alguna botella siempre cerca. Cobraba una pequeña pensión, que le duraba tres días. Fundía sus cuatrocientos euros recién cobrados en un par de juergas, de las que regresaba destruido, física y psíquicamente. Después echaba mano a la paga de María, que debía hacer milagros para cubrir las facturas y alcanzar a poner un plato en la mesa a finales de mes. ¡Pobre de ella si no le llevaba los dos paquetes de tabaco que Raúl exigía diariamente! La insultaba, la golpeaba, destrozaba el dormitorio hasta encontrar el dinero. Y lo mismo los viernes, casi todos los viernes, si no le daba los cincuenta euros que él exigía para «dar una vuelta». Pero a veces la buena mujer no tenía nada que dar. Entonces Raúl enloquecía, la sacaba de la casa a golpes y empujones, ¡No vuelvas sin el dinero o te mato!, amenazaba. María era consciente de que sólo el Tranxilium 50 había evitado hasta ese momento una desgracia mayor. «Dele tanto como necesite para estar tranquilo», había aconsejado el médico. Y Raúl lo tomaba de buen grado, pues tampoco él se aguantaba a sí mismo. Pero los viernes no, ese día de la semana él tenía otros planes…
 
Hoy es viernes; María puso sobre la mesa el bote de Tranxilium con la esperanza de que Raúl lo tomase. Pero él, como todos los viernes, no lo tocó. Después de comer se echó en el sofá, con su tabaco, su botella de vino y Tele5 a mano. Estuvo hablando solo un buen rato. Más tarde lo oyó roncar. María lo mira, dormido, y lo ve aún como al niño que una vez amamantó entre sonrisas. Cuando despierta, ya ha anochecido. La mujer sabe lo que va a pasar, y no hay dinero. Un agotamiento insuperable se apodera de ella. Elige anticiparse a los hechos. Cuando él está distraído, coge el abrigo y sale a la calle. Pasará la noche en un banco, como tantas otras. Raúl tendrá que conformarse hoy con la botella de vino que dejó en la mesa, el tabaco, Tele5 y algún video porno de los que pone ante ella, sin reparo. Hace tiempo que María ya no llora; se agotaron sus lágrimas. Pero esta noche un dolor intenso le fluye por todas sus venas y escapa como un torrente por sus ojos, en silencio. En el bolsillo de su abrigo lleva dos frascos de Tranxilium 50: uno, vacío; en el otro aún quedan algunas cápsulas. Suficientes.

 ©Fernando Hidalgo Cutillas - 2011


 



 
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5 comentarios:

Arora dijo...

Está muy bien escrito, como siempre, pero es tan real que entristece.... después del
asueto, cambiamos de tema, valens???

Felicidades y buen viaje....cuida mi Extremadura!!!!

Bisous

Blanca Miosi dijo...

Terrible historia, Fernando, y si no fuese porque es una situación por la muchas mujeres, madres, están pasando, uno pensaría que solo es un cuento.

Matar al hijo y matarse ella. La única solución. Así es la vida. O la muerte.

Besos y que tengas un magnífico viaje!!

Blanca

Panchito dijo...

No siempre vamos a reírnos tanto como el jueves, Arora, ja ja ja.

La historia es muy real, sólo cogí trozos de la realidad y pinté el final que corresponde, aunque casi nadie se atreve...

Besos y hasta la vuelta.

Panchito dijo...

Hola Blanca, es un cuento pero no sólo un cuento. Hay bastantes mujeres mayores en esa situación, y también hombres, que con la edad todos somos débiles ante los energúmenos.

Elisa da el contrapunto, porque no siempre es así. Pero cuando es, es, como decía no recuerdo quién en televisión.

Gracias a las dos por vuestro comentario. Besos y hasta pronto.

Antony Sampayo dijo...

Es un buen relato, Panchi, pero como tu mismo dices, con mucha realidad, Raúl obligando a su madre a traerle dinero para drogarse so pena de golpearla. Muy triste amigo.

Abrazos.