A las dos de la madrugada, hace ya horas que da vueltas en la cama, incapaz de dormir. Una tras otra, cuenta ovejas blancas que saltan una valla, aunque no ha visto nunca que alguna oveja salte vallas. Generalmente esta rutina consigue que el sueño llegue, pero hoy, de golpe, ve que una de las ovejas que saltan es negra y eso lo desconcentra. Prueba a contar ovejas negras. Muchas ovejas negras que saltan una valla. Pero, cuando casi está a punto de dormirse, aparece una oveja blanca en medio de las negras. De forma que decide pasar de ovejas. ¿Qué podría contar? ¿Cerdos que saltan una valla? ¿Señores que entran y salen por una puerta giratoria? ¿No hay otra solución que no sea contar algo? Cada vez está más desvelado. Harto, decide levantarse. Va al lavabo, orina, se lava las manos y la cara, bebe un trago de agua, coge el paquete de cigarrillos y sale al balcón a fumar uno.
En un balcón de la casa de delante, apoyada en la barandilla, hay una mujer que también fuma un pitillo. No la había visto nunca. Cuando los ojos se adaptan a la penumbra, distingue que es muy joven. Viste una corta capa roja que la cubre desde la cabeza y mira a uno y otro lado de la calle, a esas horas desierta. El hombre lanza al aire la colilla que, mientras cae, deja una estela de pequeñas chispas. Eso llama la atención de la mujer, que hasta ese momento no sabía que estaba siendo observada.
Abajo, un taxi gira la esquina y se detiene. Un hombre de pelo gris se apea, camina los pocos metros que lo separan del portal y entra al edificio de delante. En seguida la mujer de la capa roja sale del balcón y al momento regresa con el recién llegado. Al verlos juntos, un «déjà vu» de su infancia asalta al hombre del insomnio. La joven apaga el cigarrillo en una maceta; entonces se abrazan tiernamente y vuelven al interior, dejando el balcón abierto. Aunque la luz en el dormitorio es tenue, se puede atisbar lo que sucede. El hombre de pelo gris se quita la chaqueta y entrega algo que Caperucita guarda en la mesilla. Después, ella se acerca al balcón, mira de soslayo al vecino indiscreto, corre el visillo y regresa junto al lobo.
El hombre del insomnio sonríe y, de camino a la cama, echa un vistazo al reloj. En pocos minutos quedará dormido. Y es que no vale contar ovejas o cerdos. Para dormir bien, no hay nada como un buen cuento.
©Fernando Hidalgo Cutillas 2017