Están por todas partes, sobre postes larguísimos para no llamar la atención.
Nos vigilan, nos controlan, nos persiguen. Día y noche. Lo saben todo.
Vuelvo a casa, como todas las noches, al terminar mi turno en la
gasolinera. Es muy tarde; las avenidas, normalmente abarrotadas, están vacías.
Sólo circulan unos pocos taxis y algún particular, quién sabe adónde puedan ir
a estas horas. Avanzo por la autopista que entra a la ciudad desde el sur.
Siete carriles, que no dan abasto en las horas punta, sólo para mí en la
madrugada, como siempre. Cada pocos metros, un panel suspendido sobre la vía
repite el mismo mensaje: «Velocidad controlada por radar. Recuerde, límite su
velocidad a 50 kilómetros/hora. Por su seguridad». Esa es la cara amable, la de
delante. En la de atrás, siete buitres al acecho. En los fines de semana los
forasteros caen como moscas, igual que caíamos todos al iniciarse el sistema.
¡A cincuenta, en una autopista de siete carriles, casi vacía, ¿por mi
seguridad?! ¡¡Anda ya!! Pero flash, flash, flash...
Hasta que no acumulan cinco fotos no te las envían. Quinientos euros de un plumazo, ¡casi nada! Y sin rechistar o te aplican recargo y te embargan la cuenta. Y todo por mi seguridad. Por ir a sesenta en lugar de cincuenta a las tres de la madrugada en una autopista vacía; ¡hay que joderse! Creo que nos están domando, como a los caballos en el circo, eso es lo que hacen. Hoy tengo un mal día.
Aparco en la calle, después de dar unas cuantas vueltas buscando
un sitio vacío. En la calle, pero no gratis. La calle ya no es de todos como
antes, ahora por aparcar en la calle hay que pagarles. Como en un garaje. Ahora
la calle es suya; de todos, o sea, suya. Cierro el coche y miro la hora en el
reloj de la iglesia. Entonces la veo: en el cruce, sobre un poste fino y
altísimo, dominándolo todo. Un irrefrenable impulso me asalta, una rabia que no
puedo contener y le dedico el más sentido corte de mangas que he hecho en mi vida.
Lo repito. ¡¡Jódete!!, ¡¡¡jó-dé-té!!!, desde el alma. Se ha movido, creo que me
ha visto. Me mira directamente. Camino hacia el portal sintiéndome observado y
entro en la casa. Me acuesto, pero no puedo dormir. A través de la ventana, la
veo. Aún sigue mirando hacia aquí.
.
. .
Otra vez de regreso, siempre por el mismo camino. En la última
semana me están sucediendo cosas extrañas. Ayer saltó un flash detrás de mí, en
la autopista, pero yo no iba a más de cincuenta, estoy seguro. Y hace tres
días, ya cerca de casa, un semáforo me tuvo quince minutos en rojo. No pasó un
alma y yo allí parado un cuarto de hora. Ni el perro mejor amaestrado lo haría.
Eso no es normal. Pero pasar en rojo cuesta dinero y no me lo puedo permitir.
¡¡Hey!!, ¿qué ha sido eso? Ha saltado otro flash… ¡Pero si voy a cuarenta!
¡Dios mío!, ¿a qué velocidad tendré que ir para que no me desplumen? Yo vivo de
mi sueldo, y al día, ¡qué remedio! No lo puedo regalar. Sigo mi camino,
intentando no pasar de treinta; tan despacio que me da la sensación de estar
parado. Tardo hora y cuarto en llegar a casa, pero al menos no han saltado más
flashes. Pronto amanecerá. La miro y allí sigue, en lo alto, siempre vigilando
hacia mi casa.
.
. .
Hoy he dormido fatal, toda la noche con pesadillas. Soñé que
venía a casa un hombre grueso con un traje negro, un montón de fotos y un saco
de arpillera, de los que usaban los cacos en el siglo pasado. Me iba dando
fotos y por cada una de ellas metía algo de la casa en el saco: un jarrón, una
cazuela, el teléfono móvil, una cuchara... El saco no debía de tener fondo
porque igual cabía el televisor que un sillón o la nevera. Cuando sólo quedaban
las paredes, el hombre me tiró a la cara las fotos que sobraban y soltó una
carcajada. Entonces vi que estaban todas en blanco.
Más tarde, esa misma noche, soñé que estaba esperando al
tranvía, junto a un grupo de gente muy variado. Llegó el convoy y subimos. Iba
yo a registrar mi billete en la máquina automática cuando vi que todos se
sentaban tranquilamente, sin pagar. Me frené y me dije: entre más de quince
personas, ¿sólo pagas tú? ¿Es que eres el tonto del pueblo? Y me senté sin
sellar mi tarjeta de transporte; por dignidad, no por ahorrarme unos céntimos.
Y ahí vino lo peor. En la siguiente parada un montón de agentes vestidos de un
modo que me recordó a la Guerra de las Galaxias,
acompañados por varios perros, estaba esperándonos. Pensé: nos van a trincar a
todos. Habrá que pagar la multa y pasar un mal rato, ¡mala suerte! Pero cuando el
tranvía paró, todo el mundo se escabulló sin que nadie se lo impidiese, como las
cucarachas cuando enciendes la luz. Sólo yo quedaba en el vagón cuando ellos
entraron, me esposaron y me condujeron a un edificio con rejas en las ventanas.
Aquello parecía un interrogatorio, pero no había preguntas. El
hombre gordo del saco, el mismo del anterior sueño, hablaba y hablaba,
riñéndome...
—No le estoy riñendo; lo amonesto, que es distinto —dijo con su
voz aflautada, casi femenina.
—Como usted diga, señor alcalde.
—A ver si lo entiende: tenemos zorros, serpientes, gallinas,
conejos, cucos, buitres... Usted es gallina, no por cobarde —eso ya se presupone— sino porque pone huevos. ¿Lo pilla?
—Allí había mucha gente y sólo me detuvieron a mí —me quejé. Yo
no entendía nada.
—Porque eran zorros, serpientes, cucos... Esos no ponen huevos
de gallina. No valen. Recuerde el viejo dicho: «Tanto tienes, tanto vales».
—Mejor diga: «Tanto tienes, tanto te puedo quitar».
El hombre siguió hablando de las ventajas del trabajo, que me
permitía vivir un poco mejor que los que no trabajaban, y de la obligación de
tirar del carro sin importar cuánta gente se suba en él. Por solidaridad, una
de las bases de la civilización desde antes de los griegos. Me habló de la
Solidaridad de Milo y la Solidaridad de Samotracia. Hasta me enseñó fotos
—siempre fotos— de unas estatuas medio rotas.
—Aquí todo el mundo puede tener seiscientos u ochocientos euros. Quien
quiera más tiene que trabajar. Naturalmente los políticos contamos aparte,
somos de otro nivel... Con seiscientos euros no se muere nadie de hambre.
¿Cuánto lleva encima, joven?
—Unos sesenta euros, más o menos.
—Adjudicado. Déjelos sobre la mesa y puede irse.
Y entonces desperté.
La semana pasada tuve una crisis de ansiedad en el trabajo.
Pensé que me asfixiaba pero se me pasó con un diazepam que me dio el encargado.
No puedo ponerme al volante, me entra una angustia insoportable. Decidí ir al
psiquiatra, que me dio la baja y unas cuantas pastillas diarias. Dice que tenga
paciencia, que será largo.
.
. .
Ha pasado un año y me encuentro mucho mejor. El contrato se
acabó, pero sigo con la baja. Ahora cobro quinientos euros al mes, una
miseria, aunque con eso nadie se muere de hambre. Y ya no me vigilan.
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