Miguel sentía una gran vocación por estudiar Leyes pero le costaba aprender y sólo a base de mucho esfuerzo logró ser admitido en la Universidad de Alcalá de Henares. A medida que pasaban los meses notaba que se iba quedando atrás y el temor a que el sacrificio de su familia resultara inútil lo preocupaba día y noche, lo que no hacía más que perjudicar los resultados.
Sentado en el claustro repasaba uno de sus libros cuando, en un momento de desesperación, clamó: "Daría mi alma al diablo por conseguir buenas calificaciones". Un compañero que estaba cerca lo miró con reproche.
—Cuida lo que dices, amigo, que ésta es tierra de inquisidores y por menos de eso he visto dar a algunos el paseo con capirote.
Miguel bajó la cabeza y siguió con lo suyo.
—Cuida lo que dices, amigo, que ésta es tierra de inquisidores y por menos de eso he visto dar a algunos el paseo con capirote.
Miguel bajó la cabeza y siguió con lo suyo.
Cuando salió, camino de la casa donde se alojaba, un hombre alto y delgado, vestido con un largo gabán negro se acercó a él.
—He oído que deseas hacer un negocio... —dijo con voz melosa—. Yo podría estar interesado.
Miguel, que no recordaba su imprecación, quedó desorientado.
—Podría convertirte en el mejor estudiante —añadió el hombre del gabán.
—¿Entonces sois...?
—Mefistófeles, para servirte. —Acompañó el anuncio con una ligera venia.
—¿Y cuál sería el precio?
—Tú mismo lo has puesto. Es lo único que tiene interés para mí. Firmarás un documento por el que me entregarás tu alma y a partir de ese instante todo cuanto leas quedará en tu memoria, claro y sencillo. Te bastará una mirada para hacer el trabajo que para otros ocupa semanas.
Miguel era ambicioso y estaba muy apurado por el temido fracaso en la Universidad, así que tomó interés en el asunto.
—¿Puedo ver el documento?
Mefistófeles sacó un viejo pergamino de entre los pliegues de su ropa. Escrito en letras góticas que parecían trazadas con carbón, decía:
—He oído que deseas hacer un negocio... —dijo con voz melosa—. Yo podría estar interesado.
Miguel, que no recordaba su imprecación, quedó desorientado.
—Podría convertirte en el mejor estudiante —añadió el hombre del gabán.
—¿Entonces sois...?
—Mefistófeles, para servirte. —Acompañó el anuncio con una ligera venia.
—¿Y cuál sería el precio?
—Tú mismo lo has puesto. Es lo único que tiene interés para mí. Firmarás un documento por el que me entregarás tu alma y a partir de ese instante todo cuanto leas quedará en tu memoria, claro y sencillo. Te bastará una mirada para hacer el trabajo que para otros ocupa semanas.
Miguel era ambicioso y estaba muy apurado por el temido fracaso en la Universidad, así que tomó interés en el asunto.
—¿Puedo ver el documento?
Mefistófeles sacó un viejo pergamino de entre los pliegues de su ropa. Escrito en letras góticas que parecían trazadas con carbón, decía:
M.C.S. vecino y estudiante de la Villa de Alcalá de Henares, recibirá el don de la sabiduría tras firmar este documento repitiendo por tres veces la fórmula correspondiente al pie de esta nota, de su puño y letra, con lo que su alma pasará a ser de Nuestra Propiedad desde ese instante.
Después de leerlo, Miguel preguntó:
—¿Cómo sé que, una vez conseguida mi alma, no desharás el don concedido?
—Puedo darlos, mas no retirarlos, querido amigo. Del mismo modo, tú no podrás echarte atrás, una vez que hayas suscrito el compromiso. Así funciona esto...
—Con sangre, supongo...
—Oh, no, eso son tonterías que inventan los curas. Tinta negra y una buena pluma de ganso serán bastante.
—¡Sea, pues!
Mefistófeles se frotó las manos al estilo de los comerciantes judíos y se aprestó a buscar un sitio donde pudieran apoyarse.
—Allí, en el pretil del pozo. —Señaló.
Aparecieron pluma y tintero como por arte de magia. Miguel los tomó y se dispuso a escribir.
—¿Qué debo poner?
—Es muy sencillo, utilizaremos la fórmula breve para no entretenerte. Sólo "Toma mi alma". Has de repetirlo tres veces, tal como dice el contrato.
Miguel escribió tres veces lo indicado, debajo del texto diabólico. Mefistófeles se apresuró a recoger el documento en cuanto terminó.
—¿Y bien...? —preguntó Miguel.
El otro tocó la cabeza del muchacho con el extremo de la pluma.
—Ya está. —El diablo sonreía, encantado por tener un nuevo siervo—. Abre el libro y lee —ordenó.
Miguel lo abrió al azar y quedó asombrado. Todo era sencillo, claro, el conocimiento entraba en él con sólo pasar la vista por lo escrito. Leyó un buen rato, después alzó la mirada y exclamó:
—Es cierto, podría repetir todo lo que he leído, palabra por palabra; y no sólo repetirlo, sino comprenderlo y llegar hasta las últimas implicaciones de cada una de las ideas... Es magnífico.
—Ya te lo dije —presumió Mefistófeles—. Yo también ardo en deseos de estrenar mi nueva adquisición. Esta noche te quiero aquí, a las doce en punto. Tengo trabajo para ti.
—No estaré, señor Mefistófeles, porque nada os debo. Ese contrato no tiene valor —replicó Miguel.
—¡Cómo te atreves! Ni se te ocurra intentar engañarme, las consecuencias serían terribles para ti. Este contrato te obliga...
—Querido Mefistófeles —interrumpió Miguel con mucha calma—, el contrato no me obliga, puesto que no se cumplen las cláusulas. Ahí dice que yo debía repetir tres veces la fórmula que me dictasteis, y sólo la repetí dos.
El diablo, incrédulo, rebuscó el papel ansiosamente en sus bolsillos. Tras encontrarlo, lo esgrimió ante los ojos de Miguel.
—Nada de eso, por tres veces lo has escrito, ¡tres! ¿Me has tomado por iluso?
Y, en efecto, tres eran las líneas de la firma.
—Yo lo escribí tres veces, mas sólo lo repetí dos, pues la primera no es repetición sino original, ¿no lo entendéis, Mefisto? Y el pacto lo dice claramente: "repitiendo por tres veces". Vuestro contrato es papel mojado, amigo diablo, así que largaos ya al infierno con las manos vacías, porque nada conseguiréis de mí.
Mefistófeles se desvaneció en una llamarada y un fuerte olor a cuerno quemado quedó en el aire. Miguel abrió el libro y, sin dejar de leer, siguió su camino. Aquel mismo año se graduó.
—¿Cómo sé que, una vez conseguida mi alma, no desharás el don concedido?
—Puedo darlos, mas no retirarlos, querido amigo. Del mismo modo, tú no podrás echarte atrás, una vez que hayas suscrito el compromiso. Así funciona esto...
—Con sangre, supongo...
—Oh, no, eso son tonterías que inventan los curas. Tinta negra y una buena pluma de ganso serán bastante.
—¡Sea, pues!
Mefistófeles se frotó las manos al estilo de los comerciantes judíos y se aprestó a buscar un sitio donde pudieran apoyarse.
—Allí, en el pretil del pozo. —Señaló.
Aparecieron pluma y tintero como por arte de magia. Miguel los tomó y se dispuso a escribir.
—¿Qué debo poner?
—Es muy sencillo, utilizaremos la fórmula breve para no entretenerte. Sólo "Toma mi alma". Has de repetirlo tres veces, tal como dice el contrato.
Miguel escribió tres veces lo indicado, debajo del texto diabólico. Mefistófeles se apresuró a recoger el documento en cuanto terminó.
—¿Y bien...? —preguntó Miguel.
El otro tocó la cabeza del muchacho con el extremo de la pluma.
—Ya está. —El diablo sonreía, encantado por tener un nuevo siervo—. Abre el libro y lee —ordenó.
Miguel lo abrió al azar y quedó asombrado. Todo era sencillo, claro, el conocimiento entraba en él con sólo pasar la vista por lo escrito. Leyó un buen rato, después alzó la mirada y exclamó:
—Es cierto, podría repetir todo lo que he leído, palabra por palabra; y no sólo repetirlo, sino comprenderlo y llegar hasta las últimas implicaciones de cada una de las ideas... Es magnífico.
—Ya te lo dije —presumió Mefistófeles—. Yo también ardo en deseos de estrenar mi nueva adquisición. Esta noche te quiero aquí, a las doce en punto. Tengo trabajo para ti.
—No estaré, señor Mefistófeles, porque nada os debo. Ese contrato no tiene valor —replicó Miguel.
—¡Cómo te atreves! Ni se te ocurra intentar engañarme, las consecuencias serían terribles para ti. Este contrato te obliga...
—Querido Mefistófeles —interrumpió Miguel con mucha calma—, el contrato no me obliga, puesto que no se cumplen las cláusulas. Ahí dice que yo debía repetir tres veces la fórmula que me dictasteis, y sólo la repetí dos.
El diablo, incrédulo, rebuscó el papel ansiosamente en sus bolsillos. Tras encontrarlo, lo esgrimió ante los ojos de Miguel.
—Nada de eso, por tres veces lo has escrito, ¡tres! ¿Me has tomado por iluso?
Y, en efecto, tres eran las líneas de la firma.
—Yo lo escribí tres veces, mas sólo lo repetí dos, pues la primera no es repetición sino original, ¿no lo entendéis, Mefisto? Y el pacto lo dice claramente: "repitiendo por tres veces". Vuestro contrato es papel mojado, amigo diablo, así que largaos ya al infierno con las manos vacías, porque nada conseguiréis de mí.
Mefistófeles se desvaneció en una llamarada y un fuerte olor a cuerno quemado quedó en el aire. Miguel abrió el libro y, sin dejar de leer, siguió su camino. Aquel mismo año se graduó.
©Fernando Hidalgo Cutillas 2013
Los mejores cuentos y fábulas en un solo tomo