5 de junio de 2011

23ª noche - El diablillo




  Mi más viejo amigo es Ricardo; nos conocemos desde la escuela, de los primeros cursos. Es el único de mis antiguos compañeros al que sigo viendo con bastante frecuencia.
  Estudió Medicina. Los primeros años íbamos juntos a la Facultad. Después se metió en política y dejó los estudios. No sé exactamente a qué se dedica en su Partido, pero le va fantásticamente bien. Siempre fue muy despabilado, en pocos años ha conseguido situarse y ser una persona influyente. Siempre dice que hay que tener amigos hasta en el infierno.



La escuela a la que fui cuando era niño había sido mucho antes una casa de campo rodeada por huertos, cuadras y cobertizos. Cuando la ciudad se extendió hacia ese sector solo quedó la vieja casona, tan perfectamente alineada con las calles y los otros edificios que cualquiera hubiese creído que formaba parte del mismo proyecto, si su vetusta apariencia no la delatase. El centro era un colegio privado que, bajo el pomposo nombre de Academia Soteras de Estudios Mercantiles, Idiomas y Bachillerato, acogía a los hijos de lo más selecto de la clase media del barrio.

Mi casa quedaba a unas diez manzanas de distancia y yo hacía a pie los cuatro trayectos diarios. Media hora era el tiempo estipulado para cada uno de ellos, aunque casi siempre al volver me entretenía jugando en la calle o en los futbolines y después debía apresurarme para recorrerlo en apenas diez minutos. Con el tiempo, los entretenimientos se fueron alargando y, a pesar de que mis pasos se hicieron más veloces, yo regresaba cada día más tarde y mi madre me recibía con creciente disgusto.

Para esquivar regañinas y castigos empecé a inventar excusas: que había encontrado en el camino a una amiga de la familia con la que estuve hablando un rato, que habíamos tenido una clase especial de gimnasia, que nos habían llevado a la parroquia para la catequesis... Las mentiras eran cada vez más osadas, hasta que un día en el que el retraso fue más que notable no se me ocurrió otra cosa que decir que se había producido un incendio en el colegio. No calculé bien las consecuencias y cuando lo advertí, ya estaba dicho. Mi madre me cosió a preguntas que yo no sabía responder y se quedó muy alarmada. Tanto, que decidió ir al día siguiente conmigo a la academia para hablar con el director y enterarse de lo sucedido. Cuando por la mañana me tomó de la mano para llevarme al colegio, yo estaba aterrado. Callado como un muerto, caminé al lado de ella a lo largo de las diez manzanas, pensando en lo que sucedería cuando se descubriesen mis mentiras. Esta vez no podría librarme... Por fin giramos, enfilando el último tramo y, cuando estaba convencido de que solo unos pasos me separaban del más negro de los castigos, quedé tan sorprendido que mis piernas apenas pudieron sostenerme: frente a nosotros, la Academia Soteras, con las ventanas de la parte superior ennegrecidas por el humo, ofrecía el triste aspecto de un edificio que acabara de sufrir un incendio. Allí no había nadie más que unos pocos bomberos que habían quedado de retén y un policía municipal, así que volvimos por donde habíamos ido. Yo estaba eufórico por el increíble golpe de suerte, casi no podía creerlo. Los daños no fueron importantes, las reparaciones se realizaron con urgencia y las inesperadas vacaciones fueron cortas. Para mi decepción, el colegio volvió a abrir tras unos pocos días.

Semanas después, durante las fiestas del barrio vecino, una tarde falté a las clases para curiosear por las atracciones de la feria. Al día siguiente falsificaría la firma de mi madre en una de sus tarjetas para justificar la ausencia; no sería la primera vez. Estaba a punto de acercarme a la mayor de las tómbolas cuando, entre el gentío, apareció frente a mí la secretaria del director del colegio. Cruzamos una mirada fugaz antes de que yo me escabullese, y en la dureza de sus ojos vi el abismo que se estaba abriendo bajo mis pies. Pasé el resto de la tarde deambulando, solitario, pensando en el modo de salir del nuevo problema en el que estaba metido, hasta que llegó la hora de regresar a casa. Volví con el temor de que aquella aborrecible mujer ya me hubiese delatado, pero todo discurrió con normalidad y disimulé lo mejor que pude, comportándome como cualquier otro día.

Cuando, lleno de preocupación, a la mañana siguiente fui al colegio, recibí la más sorprendente de las noticias: la secretaria del director, a la que todos llamábamos "señorita María", había fallecido la tarde anterior, atropellada por un automóvil. Todo el mundo estaba consternado y nadie prestó atención a mi ausencia pendiente de justificar. Ese día no hubo clases, por el luto, así que regresé a casa, entre aliviado y aturdido.

Aquella noche no me fue fácil conciliar el sueño. Reconocía que la muerte de la mujer me había alegrado, por librarme de un mal rato y del castigo, y eso me producía algo de remordimiento. Ya todos se habían acostado y yo aún seguía sin poder dormir. Entonces oí un ruido a los pies de la cama, creí sentir algo extraño y encendí la luz para ver de qué se trataba. Sentado en la orilla del colchón se encontraba un hombrecillo escuálido y peludo, de unos tres palmos de estatura, vestido con una túnica negra como una sotana. Cerré los ojos por un momento, pensando que la visión desaparecería, pero cuando volví a abrirlos el hombrecillo seguía allí.
—Hola, Ricardito —saludó con voz aflautada.
—¿Quién eres?, ¿qué haces aquí? —Inexplicablemente, no sentí miedo.
—¡Ah!, hace mucho tiempo que estoy contigo, aunque no me hayas visto hasta ahora.
—No te creo... Con lo pequeño y feo que eres te recordaría —repliqué, burlón. El hombrecito rio la gracia.
—Solo puedes verme si yo quiero que me veas —explicó, poniéndose serio.
—¿Qué eres, un mago?
—No, no. Yo soy... tu diablo de la guarda. ¿No has oído hablar de mí?
—¿Diablo de la guarda? ¿No es un ángel quien se encarga de eso? —pregunté, extrañado.
—Depende —respondió con aire misterioso—. Hay quien tiene diablo y hay quien tiene ángel... Tú tienes diablo. Me tienes a mí.
—¿Y eso por qué?
—No lo entenderías. Lo comprenderás cuando seas mayor. Me dedico a cuidar de ti. Soy bueno en mi trabajo, ya lo habrás notado.
—Yo no he notado nada. Es mi madre quien cuida de mí —puntualicé.
—¿Acaso crees que la escuela ardió sola, o que esa mujer que te vio en la feria desapareció por casualidad? —preguntó el diablillo con malicia.
Quedé boquiabierto de asombro ante lo que él estaba sugiriendo.
—Por hoy ya está bien. ¡Ahora a dormir! —ordenó.

Debí de quedarme dormido, porque no recuerdo más. Cuando desperté, pensé que todo había sido un sueño. Jamás he vuelto a ver al hombrecillo ni a soñar con él. Pero a veces, cuando estoy acostado, noto extraños ruidos al pie de mi cama y, desde aquella noche, siempre que estoy en algún apuro, algo extraordinario sucede y me libra del problema. Esta semana, sin ir más lejos, ha sufrido una embolia el auditor contratado por la empresa donde trabajo como contable.

 
 El diablillo  © Fernando Hidalgo Cutillas 2011
 

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