9 de junio de 2011

28ª noche - El guapo de Santaella



Rafael, el padrino de Elisa, ha llegado a casa esta tarde. Vive en un pueblo de Córdoba, Santaella, y viene para una operación de cataratas, así que pasará unos días con nosotros.
Es un hombre ya mayor, muy culto y amable, que fue un gran amigo del difunto padre de Elisa. Conoce infinidad de historias. Después de la cena tiene la costumbre de tomar un dedal de buen brandy de Jerez, a la que yo me he unido esta noche. Bueno, yo un poco más que un dedal... Y el brandy lleva a la conversación.
—¿Sabéis quién fue "el guapo de Santaella"? No teníamos idea. Pues fue Alonso Colorado, el santaellano más famoso de todos los tiempos. Conoció al mismísimo Miguel de Cervantes. Y no sólo lo conoció...

Y empezó a contarnos la siguiente historia:

El guapo de Santaella

Existen numerosos indicios de que Miguel de Cervantes pudo basar su personaje de El Quijote en un santaellano, coetáneo del escritor, de nombre Alonso Colorado, también conocido como “el guapo de Santaella”.  Si así fue, sería tanto como decir que El Quijote, el personaje más importante de la literatura española, era natural de Santaella. Sin embargo, este relato no es más que una ficción, aunque basada en personajes que realmente existieron.

En el crepúsculo de un día gris, a finales de otoño, un hombre de aspecto distinguido avanzaba a lomos de un caballo en dirección a Santaella. Sin prisa, mecido el cuerpo por el balanceo de la cabalgadura, el jinete iba absorto en sus meditaciones. Al aproximarse al pueblo y enfilar la calle del Mesón, se encontró con algunos labriegos que regresaban de su quehacer; hombres sencillos, como sencilla es la vida en el campo, que volvían la cabeza con curiosidad para ver al forastero, un acontecimiento inusual en esta villa que, desde que anduvo por ella don Gonzalo Fernández de Córdoba –mucho tiempo atrás–, parecía olvidada por todos excepto por los mismos santaellanos.
Sintiéndose observado, el caballero tomó las riendas con más brío y, componiendo su figura en lo que pudo,  se dirigió calle arriba, hacia el castillo que presidía la plaza Mayor. Dejó atado el jamelgo en una argolla cercana a la puerta y entró en el viejo edificio, una antigua fortaleza que en tiempo de moros fue gloriosa y que por entonces, ya algo desmochada, servía de casa consistorial. Atravesó con paso decidido una amplia sala vacía, en cuyo extremo se podía ver  una estancia más pequeña, desprovista de puerta. Un hombre sentado frente a un escritorio cubierto de pliegos miró con gesto atento al forastero, a la tenue luz de una lámpara de aceite.
–Busco al alguacil –anunció el recién llegado, despojándose del sombrero.
–Estáis frente a él. ¿Y vos sois...? –indujo  el hombre.
–Miguel de Cervantes, recaudador de tributos de Su Majestad. Vengo por el cobro de las alcabalas atrasadas.
El alguacil hizo un mohín apenas perceptible. Las cargas que la Corona imponía a Santaella eran excesivas y sabía de algunos paisanos que no habían podido afrontarlas. La llegada del recaudador no podía significar sino problemas.

Miguel, que era manco del brazo izquierdo, dejó el sombrero sobre una silla para sacar de su gabán unos papeles, que tendió a su interlocutor.
–Aquí tenéis mis credenciales –dijo, avanzando hasta el escritorio.
El otro  tomó los documentos y los hojeó, antes de devolverlos a su dueño.
– Sentaos –ofreció amablemente–. ¿Qué queréis de mí, don Miguel?
–En realidad, nada, al menos por ahora –explicó el recaudador, tomando asiento–. Sólo informaros de mi presencia en el pueblo. En pocos lugares soy bienvenido pero muy raramente se producen altercados.
–¿Y qué tenéis pensado hacer?
–Me alojaré en la fonda y mañana empezaré a visitar a los morosos –respondió Miguel, con el tono resignado de quien, a su pesar,  ha de cumplir una obligación.
–Informaré al señor alcalde en cuanto lo vea. Si algo precisáis... –El alguacil no terminó la frase–. Hay dos fondas en el pueblo; os recomiendo la que encontraréis en esta misma calle, un poco más abajo.
Los dos hombres se despidieron y Miguel salió, tomó las riendas de su caballo y se encaminó a pie hacia el mesón, que ya había descubierto cuando pasó frente a él, calle arriba.
 

Golpeó con la aldaba por dos veces y no tardaron en aparecer un hombre y un muchacho. Las ropas de Miguel, aunque algo raídas, eran finas y distaban mucho de las que solían vestir los lugareños. El mesonero, poco acostumbrado a recibir a huéspedes distinguidos, se deshacía en atenciones, tanto por quedar en buen lugar como por las pingües ganancias que se prometía. Tras varias reverencias y muchas lisonjas, Miguel quedó instalado en una de las habitaciones del primer piso, mientras el muchacho conducía el caballo a la cuadra. 
–¿Qué trae por aquí a vuestra merced? –preguntó el mesonero, sin poder contener su curiosidad
–Nada que os interese –replicó Cervantes, dando largas. Pero pensándolo mejor, añadió–: Como os vais a enterar de todos modos, os lo diré. Vengo  a cobrar los impuestos que no se pagaron cuando era preciso. Sed discreto si no buscáis pleitos, los dineros de Su Majestad son cosa seria.
–Yo... –prometió el mesonero, haciendo un gesto con la mano como quien se cose los labios–. Estaréis hambriento; venid, os pondré algo de cenar.
–Id delante,  os seguiré en cuanto me haya aseado.
Cuando, poco después, Miguel bajó a la taberna, sus cuatro mesas estaban ocupadas. Tres de ellas por grupos de campesinos que bebían y charlaban animadamente. En la cuarta, un hombre ya maduro, de fino bigote y perilla, estaba sentado frente a una jarra de vino; por su aspecto Miguel pensó que debía de ser un militar.  El mesonero salió al encuentro de su nuevo huésped, con gesto desolado.
–¡Cuánto lamento no poder acomodar a vuestra señoría como merece!, pero ya veis...  –se excusó en tono plañidero, señalando el comedor–. ¿Os importaría compartir mesa?
 Sin responder, Miguel se acercó a la que ocupaba el hombre de la perilla y señaló uno de los asientos vacíos.
–¿Me permitís? – preguntó.
–Os lo ruego –accedió el otro, cortésmente–.  A mí me sobra mesa y a vos os falta; sentaos, pues.
Poco más tarde, Miguel había dado buena cuenta de un bien colmado plato de garbanzos con algún rastro de chacina y un buen pedazo de pan. A pesar de su única mano, el recaudador se valía con destreza y hasta con elegancia. Desde el otro extremo de la mesa, su acompañante lo miraba con tanta insistencia que Miguel terminó por sentirse incómodo.
–¿Nos conocemos? –preguntó en tono cortante.
–Sólo desde hace unos minutos –respondió el otro. La situación parecía divertirlo–. ¿Sabéis que el modo en que come un hombre dice mucho de él?
–¿Y qué habéis descubierto? –Miguel sintió curiosidad por lo que podría decir.
–Primero, que habéis conocido días mejores. Segundo, que no os gusta hablar. De ahí mi silencio.
Miguel sonrió, complacido por el ingenio de su compañero de mesa.
–No andáis desencaminado, pero sólo acertáis a medias. He conocido mejores días, mas en cuanto a lo de hablar...
–¿Cuál es vuestra gracia? –interrumpió su interlocutor.
– Miguel; ¿y la vuestra?
–Me llaman Alonso.
–Sois soldado, ¿verdad?
–Lo fui; dejé el ejército hace  años. Es una triste historia...
–Me agradaría escucharla, si tenéis tiempo y os apetece –sugirió Miguel.
–Pues allá va. Nací en esta villa el ocho de septiembre de 1546. Quedé huérfano muy joven y me crié con mis abuelos. En el pueblo no encontré futuro;  yo no quería terminar siendo un campesino, sino un caballero, como los personajes de los libros de aventuras que leía siendo niño. Así que cuando cumplí los veintidós, malvendí la casa y las tierras que heredé y partí a  buscar fortuna al servicio del rey Felipe. Entré en el Tercio y ascendí muy pronto a capitán. Una buena paga, todo el vino que podía beber y un jergón donde dormir bajo techo era cuanto yo necesitaba.
 

El capitán pidió una nueva jarra y llenó ambos vasos antes de seguir.
–La guerra es dolor y muerte, pero también honor y gloria. Sin ello sería cosa de salvajes.
–La guerra es siempre cruel –opinó el recaudador–. Luché en Lepanto con Juan de Austria; un gran hombre a pesar de su juventud.  Allí perdí la mano –agregó, mostrando su brazo izquierdo, que cubría con una especie de guante de cuero negro.
–Sois un héroe, entonces...
–¡Ah!, no os equivoquéis. Soy sólo un lisiado. Los héroes son los que, desde los despachos, dan las órdenes en medio de lujo y comodidades. De ellos son las estatuas y los parabienes de la Historia. Pero decidme –instó Miguel–, ¿por qué dejasteis el empleo que tanto os agradaba?
–Fue en  el norte de Francia, donde los hugonotes se aliaron con los rebeldes de Flandes.  El ejército francés nos hostigaba continuamente. Un espía informó que en una aldea próxima se estaban acuartelando  las tropas enemigas. Mi compañía recibió la orden de atacar. Se eligió una noche sin luna, apenas se podía ver nada. Llegamos sigilosamente a las primeras casas, extrañados por no encontrar centinelas. Algunos de mis hombres prendieron fuego a las techumbres mientras el resto se preparaba para abatir con mosquetones a cualquiera que saliese de los edificios. En poco tiempo las casas estuvieron envueltas en llamas y una densa humareda se extendió por toda la aldea. En cuanto las puertas y ventanas se abrieron, ordené a mis hombres que dispararan sobre todo lo que se moviese.  ¡Así me hubiera llevado el Diablo...!
–¿Qué queréis decir? Las batallas son siempre terribles –Miguel no comprendía la desazón del capitán.
–La información del espía era falsa –reveló por fin Alonso–. En la aldea no había más que mujeres, niños y algunos viejos. Todos murieron. No puedo explicar lo que sentí... –añadió, antes de tomar un generoso trago de vino.
–Comprendo –comentó Miguel, apenado.
–Tengo a esa niña aún en mi cabeza... Tendría unos ocho años. La encontramos en una de las casas, en un rincón. Parecía una muñeca negra, sus ropas y cabellos se habían consumido, al igual que los párpados y parte de los labios, dejando un rictus que semejaba una terrible sonrisa. Y sus ojos... –Alonso estaba visiblemente alterado.
–Fue un error, un lamentable accidente. Miradlo así, no debéis culparos.
–Supongo que tenéis razón pero, ¡decídselo a los muertos...!  A nadie pareció importarle, ni a los soldados, ni a los superiores. Entonces comprendí que yo no podía seguir allá o acabaría siendo una bestia como ellos y decidí volver a Santaella; un largo camino que me ha tomado mucho tiempo.
–Sois un hombre cabal,  demasiado para los tiempos que corren –sentenció Miguel.
–Quise vivir como un caballero y terminé asesinando a mujeres y a niños –comentó Alonso con amarga ironía–. Pero ahora ya no acepto órdenes de nadie.
A la mañana siguiente, Miguel comenzó su trabajo. Los deudores eran en su mayoría pequeños terratenientes que vivían del ganado, el cultivo de trigo y la producción de un aceite de excelente calidad. La  tarea del recaudador era fácil; lo recibían con amabilidad y respeto, no exento de cierto temor, aunque Miguel sabía que, para sus adentros, lo maldecían a él y a todo su linaje. Después de informarles del estado de su deuda, ellos argüían toda clase de excusas, de errores, de malentendidos...  El recaudador escuchaba pacientemente sus razones, para acabar explicándoles que todo era ya inútil, no había más opción que pagar o ir a presidio. Pedían entonces un plazo para reunir el dinero, les concedía unos pocos días y ellos liquidaban la deuda a regañadientes. Así solía acontecer.
Cuando regresó Cervantes a la fonda para el almuerzo, Alonso estaba en el mismo lugar que el día anterior. Al verlo, el capitán le hizo una seña invitándolo a compartir su mesa. Miguel había quedado conmovido por el relato de la víspera y empezaba a sentir afecto por aquel hombre. Mientras comían, ambos continuaron hablando sobre sus atribuladas vidas. Casi de la misma edad –Alonso un año mayor–, los dos habían sido soldados y llevado una vida errática,  sin más rumbo que el que marcaban Fortuna y Necesidad. Miguel desveló que su verdadera pasión era la literatura, que le daba muchas satisfacciones mas tan escasas rentas que se veía obligado a ejercer de recaudador, un empleo odioso pero que le permitía comer caliente todos los días. Por un  duelo de juventud tuvo que abandonar la Universidad de Salamanca antes de concluir los estudios, y escapar a Italia, donde fue secretario de varios nobles y algún cardenal. Ello lo llevó a Lepanto, en mala hora, pues no sólo perdió allí una mano; también la libertad, durante un largo cautiverio en Argel, al ser apresado por los corsarios berberiscos el barco en que volvía licenciado por sus heridas. Contó también sus intentos fallidos de escribir teatro y se confesó autor de alguna novela de escaso éxito, en especial de una titulada La Galatea, pendiente quizá de ser continuada.
–Así que sois escritor... ¡Magnífico! No hay oficio mejor ni más necesario –afirmó el antiguo capitán.
–Lo intento, amigo Alonso, lo intento. Para mí es lo más importante. Mi pluma es mi inseparable compañera y  casi siempre la única.
–¡Qué gran cosa, los libros! –reflexionó Alonso en voz alta.
–¿Os gusta leer?
–Ahora me aburre. Pero cuando era muchacho nada me agradaba más. Nunca he sido tan feliz como lo fui entonces, leyendo las  aventuras de aquellos valientes caballeros cuyas únicas leyes eran el honor y la justicia. ¿Sabéis a qué me refiero? Yo vivía esas historias como si estuviese dentro de ellas y al acabar cada libro me sentía profundamente triste; de pronto todo un mundo desaparecía. Es asombroso tener el poder de crear esos mundos.
–No los creamos los escritores, esos mundos existen en alguna parte. Vos mismo sois un mundo sobre el que alguien podría escribir una historia... Pero se hace tarde,  he de dejaros –anunció de pronto Miguel–, tengo algunas visitas pendientes. Continuaremos la conversación en otro momento, si os apetece.
Cuando el recaudador hubo salido  y se disponía a marchar, el mesonero, que había ido tras él, lo llamó en voz queda:
–¡Señoría!, psss, ¡excelencia, esperad! –pidió, mientras se le acercaba con toda la rapidez que le permitía su voluminosa panza–. Debí advertiros antes pero no encontré ocasión. El caso es que... –El hombre titubeó–. Bueno, supongo que os habréis dado cuenta ya...
–Hablad de una vez, ¿de qué he debido darme cuenta? –Miguel se impacientaba, temiendo algún embrollo.
–Pues que don Alonso está... –E hizo un movimiento circular con el dedo índice alrededor de su sien.
–¿Qué queréis decir?
–¡Que es un lunático, vaya!
–¿Y eso quién lo dice? –Cervantes no daba crédito a lo que afirmaba el mesonero.
–¡Todo el pueblo! Lo llaman el guapo, por lo pendenciero. Si os sorprende es porque  apenas lo conocéis. ¿No os ha contado lo de la niña muerta? ¿O cuando soltó los mulos del molino de aceite? ¿O lo de la ventana de Aldonza? ¡Está como una cabra! He creído que debía advertiros. Si se le contraría se pone furioso, sólo por eso os lo cuento. Sed precavido.
–Quedad con Dios –se despidió Miguel, espoleando su montura sin más comentario.
Ni aquella noche, ni en todo el día siguiente, el recaudador volvió a encontrarse con su nuevo amigo. No dejaba de pensar en lo que le había dicho el mesonero. ¿Sería cierto? Él no había notado ningún rasgo de locura en Alonso, al contrario, le parecía un hombre bastante sensato.
Al tercer día, yendo Miguel por la Sendilla camino de una de las fincas que quedaban por ese lado del pueblo, vio a Alonso sentado en un poyo.
–¿Qué hacéis por aquí? –preguntó Cervantes en tono jovial, bajando del caballo.
–¿Veis aquella casa con tres ventanales? Allá arriba, la más alta... Allí vive mi amada. De un momento a otro se abrirá una de las ventanas y aparecerá la dama más bella que habita sobre la Tierra. Me mirará, la miraré y nos sonreiremos. Después irá adentro, dejando la ventana abierta. Es una señal.
Ambos quedaron en silencio, mirando las ventanas. En efecto, al cabo de pocos minutos sucedió tal como Alonso había predicho. Miguel pensó que la muchacha tenía un aspecto bastante tosco, seguramente una criada, pero se abstuvo de comentarlo.
–Ya tenéis vuestra señal –bromeó con picardía–. Corred a su encuentro, no os preocupéis por mí, tengo quehacer.
Alonso movió la cabeza a uno y otro lado. 
–Entonces, ¿eso es todo? –Cervantes no comprendía–. Alonso, ¡que tenéis cincuenta años!... Si es vuestra amada, ¿no sería mejor que fueseis tras ella?
–Me decepcionáis, Miguel. Sois escritor, tendríais que entenderlo. ¿Queréis decir que debería cambiar esta historia mágica por un vulgar encuentro? ¿Iniciar una relación en la que sólo pueden crecer los problemas y mermar las ilusiones? No haré tal cosa. Ella es mi dama en su castillo y yo su enamorado caballero. Decid que hay mujer más dulce que mi Aldonza y os ensartaré como a una liebre.
Cervantes no estaba seguro, después de la advertencia del mesonero, de que su amigo hablara en broma o no, así que prefirió no abrir la boca.
Unos días después Miguel y Alonso se encontraron por última vez. Fue en la fonda, la víspera de la partida del recaudador, que ya había terminado su cometido. Alonso estaba alegre y locuaz, contando una tras otra  las historias más disparatadas que le habían sucedido en el largo camino de regreso a Santaella. Por el contrario Miguel se veía triste y preocupado.
–¿Qué os sucede, amigo, que vuestra cara parece hoy más larga que un día sin pan? –preguntó el viejo soldado.
–He tenido un mal día. Dos de las familias del pueblo no alcanzan a pagar las alcabalas con sus intereses. No puedo hacer otra cosa que comunicarlo al inspector de tributos. Los dos hombres  irán a presidio.
–¿A galeras? –preguntó Alonso, dando un respingo.
–No, ¡por Dios!, nadie va a galeras sólo por deudas –Miguel esbozó una sonrisa por la ocurrencia de su amigo–. Quedarán en la prisión de Écija.
–¿Y no podéis evitarlo? ¿Alguna componenda...?
–Nada puedo hacer y me entristece; es buena gente que está pasando por un mal momento. Al final todo se arreglará, pero el daño  estará hecho. ¡Quién sabe el tiempo que estén allí!
–Decidme una cosa... con sinceridad. Sois mi amigo, ¿no? –preguntó de pronto Alonso, en tono franco.
–Bien sabéis que sí.
–¿Os han dicho en el pueblo que soy un lunático?
 

La pregunta tomó a Cervantes por sorpresa. Por un momento dudó qué contestar.
–Sí –admitió por fin.
–¿Y lo creéis así? 
Se hizo un largo silencio. Después Miguel miró a los ojos de Alonso y respondió.
–Sí,   lo creo. Pero la vuestra es una locura maravillosa. Quizá el loco no seáis vos, sino todos los demás.
–Entiendo –dijo el capitán, con semblante hosco.
–Alonso, de niño descubristeis un mundo de honor y de justicia que no es real. Más aún, que es imposible. Pero os refugiáis en él constantemente. Vivís en una fantasía que no existe y ello os lleva a hacer  locuras.  Los que nos creemos cuerdos también conocimos ese mundo en nuestra infancia, pero lo arrasamos en cuanto nuestros intereses y temores chocaron con él.  Sois un idealista impenitente y no se me ocurre locura mayor, ni  más sensata.
–Así que esos hombres irán a galeras... –Alonso volvió a cambiar de tema. Miguel desistió de corregir su error, sospechando que sería inútil–. ¿Cuándo vendrán a por ellos?
–Dentro de cuatro o cinco días. Ahora están en la cárcel del pueblo, bajo la custodia del alguacil.
–¿Y cuántos guardias los acompañarán?
–Suelen venir dos, a veces tres... ¿Pero no estaréis pensando...?
–Quedad tranquilo, no estoy pensando nada que no se deba pensar –replicó Alonso con un guiño, otra vez animado.
Miguel se levantó de su asiento y se aproximó despacio a su acompañante.
–Quizá no nos veamos más, capitán, pero siempre os recordaré con afecto. Puede que escriba algo sobre vos...
–¿A quién podrían interesar mis fechorías? –Alonso rio a carcajadas–. Escribid historias galantes con final feliz, eso os dará fama y fortuna, no las andanzas de un lunático que sólo recuperará la razón cuando llegue el momento de  pasar cuentas.
–Salgo mañana muy temprano, me despido ya. Hasta un nuevo encuentro, querido Alonso, que tengáis suerte y...  sed cauto.
–Si alguna vez estáis en apuros, sabed que en Santaella contáis con un amigo que hará cualquier cosa por vos.  Sólo tenéis que avisarme y yo acudiré allí donde estéis.
Los dos hombres se abrazaron y Miguel se retiró a su habitación. Al día siguiente, el largo camino a Castro del Río lo esperaba.



El guapo de Santaella © Fernando Hidalgo Cutillas 2007
Ilustraciones de Luíz Kemp

 
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