He estado leyendo una novelita que encontré por casa. Es una edición de los años setenta de una obra del escritor alemán Hermann Hesse titulada En el balneario. No es una de las más conocidas del autor, no tanto como Demian, Siddharta, El juego de los abalorios o El lobo estepario. Sin embargo es una pequeña joya de lectura muy recomendable. Quizá sea difícil de encontrar en librerías, pero muy fácil de encontrar en Internet. Copio dos pasajes que me han parecido de lo más interesante:
Entre personas cultas y discretas ocurre a cada momento que cada uno de ellos reconoce la mentalidad, el lenguaje, la dogmática y la mitología del otro como un mero intento subjetivo, un mero y fugaz símil. Pero el hecho de que cada uno de ellos reconozca lo propio en sí mismo y conceda tanto a sí propio como a su enemigo el derecho a ser, pensar y hablar como le dicte su conciencia, el hecho, por consiguiente, de que dos personas intercambien ideas entre sí y no olviden ni por un momento la fragilidad de sus herramientas, la ambigüedad de todas las palabras, la imposibilidad de una expresión verdaderamente exacta, y también, en consecuencia, la necesidad de una entrega intensiva, de una sinceridad mutua y una caballerosidad intelectual, esta situación hermosa, que debería ser natural entre dos seres capaces de pensar, se produce tan raramente que saludamos con ardor cualquier aproximación, cualquier realización aunque sea parcial.
Si los versículos del Nuevo Testamento no se toman como mandamientos, sino como manifestaciones de un conocimiento extraordinariamente profundo de los secretos de nuestra alma, la palabra más sabia que se ha pronunciado jamás, el breve resumen de todo el arte de vivir y toda la doctrina de la felicidad es aquella frase: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», que por otra parte ya se halla en el Antiguo Testamento. Se puede amar al prójimo menos que a uno mismo —y entonces el hombre es egoísta, codicioso, capitalista, burgués, y aunque amontone dinero y poder, no puede tener el corazón alegre y le están vedadas las satisfacciones más delicadas y exquisitas del alma—. O bien se puede amar al prójimo más que a sí mismo, y entonces el hombre es un pobre diablo, repleto de complejos de inferioridad, lleno del ansia de amarlo todo, y, sin embargo, lleno también de rencor hacia sí propio, viviendo en un infierno cuyo fuego atiza diariamente. ¡En cambio, el equilibrio del amor, el saber amar sin sentirse nunca culpable, este amor hacia sí mismo que no se roba a los demás y este amor hacia los otros que no reduce ni violenta al propio Yo! El secreto de toda la felicidad, de toda la bienaventuranza está contenido en esta frase.
Casi todo el mundo paga gustoso los favores pequeños; muchos agradecen los medianos; pero es raro que no se corresponda a los grandes favores con la ingratitud.
Hace ya más de dos meses que Prosófagos, el foro de Literatura más activo y mejor que he conocido, cerró, aunque siga abierto. Entre renovarse y morir, eligió morir. Esta noche rindo homenaje a ese foro y a la persona que le dio alma, corazón y vida durante más de tres años: Esther.
Ya casi estamos en junio. Habrá que empezar a pensar en las vacaciones...
El pasado verano estuve unos días en Rivadeira, un pueblo del interior de Galicia, donde se detuvo el tiempo mucho antes de que se inventase el reloj. En realidad es sólo un conjunto de siete casas. Que no son casas; son pallozas, unas construcciones circulares de piedra, con tejado de escoba, que ya estaban en pie cuando los romanos se asomaron a aquellas tierras por primera vez. Son bastante grandes, de unos ocho metros de diámetro, y tienen dos plantas: abajo el ganado y encima la vivienda. Así, en el largo y frío invierno, el calor, envuelto en toda clase de efluvios, sube desde el establo.
En aquellos días vivían allí exactamente veintiuna personas; el benjamín rozaba los sesenta. Los jóvenes se fueron hacía mucho tiempo, y no sólo ellos, también todo el que pudo y tenía adónde ir. Únicamente quedaron los que, en lugar de pies, tenían raíces; aquellos cuyo mundo empieza y termina allí, sin remisión posible. Y termina, ¡ya lo creo que termina! En Rivadeira no hay escuela, ni hace falta, pero es inexcusable el cementerio.
Dicen que hubo en tiempos una iglesia, a la que el camposanto estaba adosado. Pero de ella sólo queda algún resto. Más nueva es la pequeña ermita que, a juzgar por las telarañas de los goznes, tiene poco tránsito. No creo que tenga ni doscientos años. El cementerio, apenas retirado del centro del pueblo, es desproporcionado y realmente pintoresco, con aire de ruina romántica. Las tumbas más antiguas son del siglo XVII, algunas bastante señoriales. Hoy ya sólo se usan los nichos construidos en la parte más cercana a la puerta. Este curioso lugar tiene el récord de exhibir el epitafio más largo que se ha documentado en España. Se encuentra en una tumba de 1936, poco antes del inicio de la Guerra Civil, una de las últimas que se abrieron en el suelo de tierra. La lápida, enorme y de piedra, luce el nombre del finado, que aunque es público callaré por discreción, y sigue el texto que traduzco y copio, pues el original está en gallego:
Nací con Isabel, crecí con Alfonso y con otro Alfonso me hice viejo. Me engañaron varias veces, yo mismo me engañé algunas más, pero mal que bien salí adelante. No me lo pusieron fácil mas con tesón superé los obstáculos y encontré el modo de sacar provecho hasta de los malos momentos. La vida me ha enseñado: los hombres, a trabajar; las bestias, a mandar; las mujeres, a obedecer; y los hijos, lo último que me enseñaron fue la espalda, cuando se fueron para no volver más. Yo he aprendido cada una de las lecciones; y ahora, justo ahora, es cuando estoy preparado para empezar a vivir. A ver si aprendes tú un poco antes.
Dos mujeres hablan cerca de mí, en el metro. "El abuelo se quedó sin conocimiento, estaba amoratado; lo llevamos a urgencias y allí pudieron reanimarlo. La tercera vez, en este mes...".
. . . . . . .
Cuando el ejecutor quería ensañarse, ahorcaba al reo hasta que perdía el conocimiento. Entonces lo descendía de la soga y lo reanimaba echándole agua y esperando que se recuperase para volver a empezar. Esto podía repetirse durante horas... (Historia de la tortura).
La decisión
Pocos días antes
de mi octogésimo quinto cumpleaños recibí una carta, un acontecimiento poco
frecuente. Hacía mucho tiempo que casi toda la correspondencia de la ciudad
circulaba por correo electrónico. El sobre provenía de la Oficina de Bienestar
Global de mi distrito y sólo contenía una cuartilla que era una simple
citación: Le rogamos se presente en estas oficinas antes de treinta días a
partir del recibo de esta nota. Nuestro horario es... etc., etc.
A mi edad tengo pocas obligaciones que atender y mucho tiempo libre, el plazo
me venía largo, así que al día siguiente me puse el traje de los domingos, tomé
mi bastón de caoba con empuñadura de titanio y me encaminé a la citada oficina.
Paseando bajo el tibio sol de las primeras horas de la mañana me esforzaba en
alejar la inquietud que la citación me había producido. ¿Qué podrían querer de
mí en la oficina de bienestar? Supuestamente el Departamento de Bienestar
Global vela por cubrir las necesidades de las personas con problemas; pero yo,
aunque vivía solo, no tenía problemas, al menos no del tipo en el que los
políticos puedan meter la nariz.
Ya cerca de mi destino compré el diario en el único quiosco superviviente de la
zona y lo guardé bajo el brazo, en previsión de una probable y quizá larga
espera. Recorrí con paso decidido los últimos metros y entré en el edificio.
Apenas habría diez personas en el vestíbulo, todas ellas sentadas, dispersas,
en unos asientos con acabado en imitación a madera. Tal como había imaginado,
la atención al usuario estaba automatizada. Me dirigí a uno de los monitores de
cristal líquido del punto de información. La imagen de una muchacha sonriente,
que no paraba de hacer muecas que pretendían ser gestos amables, me revolvió el
estómago. Una voz femenina, sensual y melodiosa salió de alguna parte:
Coloque su dedo pulgar derecho sobre la zona marcada en la parte inferior de
la pantalla, por favor.
Seguí la indicación y al momento la muchacha sonriente desapareció para dejar
paso a una ficha personal que contenía mis datos.
Confirme su identificación pulsando el botón verde; si es errónea, pulse el
rojo.
Toqué el botón verde y la empalagosa muchacha de las sonrisitas reapareció en
el monitor. Unos segundos después la voz volvió a darme instrucciones.
Espere en el sillón número veintiuno. Una de nuestras azafatas lo atenderá
lo antes posible. El Departamento de Bienestar Global le agradece su visita.
Que tenga un buen día, señor.
Agarrando el diario como un salvavidas, caminé hacia la zona donde se alineaban
los asientos. Localicé el número veintiuno, me senté en él y me dispuse a
soportar estoicamente la tortura de una larga espera. Afortunadamente mis
temores resultaron infundados; aún no había terminado de ojear la portada
cuando se acercó a mí una mujer bastante gruesa que rondaría la cincuentena. No
daba la imagen que yo tenía de una azafata pero ésa parecía ser su función.
—Buenos días. Señor Campos, ¿verdad? Sígame, por favor.
Su voz auténtica y su actitud amable derrumbaron mis prejuicios al instante.
Caminé tras ella por un vericueto de pasillos hasta una puerta de cristal
opaco. Golpeó con los nudillos antes de abrir invitándome a pasar.
—Don Vicente Campos —anunció y, dirigiéndose a mí, añadió con simpatía— ¡Que
tenga suerte! Volveré a recogerlo cuando terminen.
Todos los temores que antes había logrado conjurar se agolparon en mi mente en
ese momento. ¿Por qué me habría deseado suerte?
La pieza era un pequeño despacho con una mesa blanca de escritorio, dos sillas
frente al sillón del anfitrión y absolutamente nada más. El hombre que lo
ocupaba se alzó ligeramente de su asiento a modo de saludo.
—Siéntese, ¿quiere? —invitó.
Lo hice, y me quedé mirándolo con cara de "usted dirá…". Él era muy
joven. Noté que estaba tenso. Sonrió nerviosamente y comentó algo banal, no
recuerdo qué. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta la nota que había
recibido y la puse sobre la mesa.
— ¿Quería usted verme? He recibido esta carta…
El joven se puso serio y adoptó un aire solemne antes de contestar.
—Verá, señor Campos, el motivo de su presencia aquí es que, según nuestro
archivo, usted ha cumplido o está a punto de cumplir ochenta y cinco años… Y
aún no ha tomado la decisión —explicó en voz tan baja que apenas pude oírlo.
— ¿La decisión? ¿Qué decisión? —Yo estaba verdaderamente intrigado.
—Verá, señor Campos —repitió—, hace unos años el Gobierno decidió ampliar los
servicios a la ciudadanía en un tema muy sensible, pero muy delicado también.
Durante décadas la Salud Pública se ocupó de la vida, pero muy poco de la
muerte. Los progresos médicos permitieron alargar la vida de los ciudadanos y
ciudadanas; no sólo alargarla, también darle calidad y bienestar. Pero eso tiene
un límite, que habíamos sobrepasado ampliamente. La consecuencia fue que muchos
enfermos y ancianos se veían abocados a una tortura insufrible en sus últimos
años. La Medicina había llegado demasiado lejos con ellos, no podía curarlos
pero tampoco les permitía morir y vivían una especie de lenta agonía durante
largo tiempo. Por otra parte, los costes de todo ese esfuerzo inútil, peor aún,
perverso, eran enormes.
— ¿Y qué tiene eso que ver conmigo y con la decisión que dice que he de tomar?
—interrumpí. Yo no comprendía para qué me estaba contando todo aquello.
—Déjeme que le explique… Cuando el Gobierno decidió intervenir en esta
situación, hace ocho años, en el 2016, se creó un servicio de Eutanatología en
todos los hospitales generales del Estado. Cuando algún paciente sobrepasa de
modo irreversible los límites de una vida soportable, sus médicos lo dirigen a
ese servicio. Allí se le informa de su derecho a una muerte digna, rápida, sin
sufrimiento ni dolor, se le propone el ingreso definitivo y el paciente decide.
A algunos les cuesta, el instinto de supervivencia es potente, pero en general
se impone el sentido común y acaban accediendo.
—No puedo creer que esté usted proponiéndome que yo decida morir… ¿Por qué
habría de hacerlo? ¿Acaso me ve decrépito o agónico? Es la situación más
absurda en la que me he visto en toda mi vida —comenté con sarcasmo.
—No se enoje, señor Campos, y déjeme terminar. Hace unos dos años se hizo una
revisión sobre el funcionamiento de este sistema y se detectaron varios fallos;
el principal, que por algún motivo muchas de las personas candidatas a recibir
este servicio nunca llegaban a contactar con él. Un apego irracional a la vida,
a cualquier precio, o un malentendido amor de la familia o, en ocasiones,
intereses creados, este tipo de cosas interferían en el buen funcionamiento del
proyecto. Entonces se decidió que los enfermos con determinadas dolencias y
todas las personas a partir de la edad de ochenta y cinco años deberían,
anualmente, si tenían buen uso de sus facultades mentales, entrevistarse con un
psicólogo y después decidir por sí mismas si querían seguir viviendo o no. Y
ésa es la finalidad de esta entrevista, que usted tome esa decisión.
—Así que es usted psicólogo... —deduje—. ¡Qué extraño!, leo la prensa todos los
días y no recuerdo nada sobre lo que acaba de explicarme.
—Ya le he dicho que el tema es sensible y delicado. No se ha hecho nada para
informar a la población en general, pensamos que hacerlo sólo daría problemas.
—El funcionario puso frente a mí un impreso—. Ha de rellenar este cuestionario
y firmar debajo. Eso es todo.
Se trataba de marcar las casillas pertinentes en una serie de preguntas sobre
mi salud, el tipo de vida que hacía, mis relaciones familiares y hasta mis
ingresos mensuales. Y al final, la decisión, planteada en estos términos:
¿Desea usted que el Estado lo/la ayude a terminar drásticamente con sus
dolencias, con los mejores medios que la Medicina puede ofrecer en este
momento?, y dos opciones: SI/NO.
—Pero aquí no dice nada de eutanasia… —señalé.
—Intentamos no herir ninguna sensibilidad. Cualquiera entiende que ese final
drástico no puede ser otro.
Marqué NO, firmé la hoja y la devolví al joven, que la guardó en un cajón sin
mirarla.
— ¿Lo ve usted? No era tan difícil; ya está. El año próximo, más o menos por
estas fechas, volveremos a vernos. —Se levantó de su silla para despedirme y
nos estrechamos la mano—. Que tenga un buen día, señor.
La azafata apareció en la puerta como por arte de magia y me dispuse a seguirla
hasta la salida. Mientras caminaba tras ella me crecía la sensación de haber
caído en una trampa, no estaba seguro de no haber firmado mi condena a muerte.
En realidad, en ese momento empecé a darme cuenta, había renunciado por escrito
a la ayuda médica del Estado. Pero me daba igual, ya sólo quería salir de aquel
asfixiante lugar cuanto antes.
Hoy terminé de leer la primera novela publicada por una buena amiga, Blanca Miosi, escritora peruana afincada en Caracas. La historia está basada en la vida de su esposo, nacido en Polonia, que vivió en primera persona la invasión nazi de 1939, la resistencia y más tarde la cautividad en los campos de Auschwitz y Mauthausen.
El detalle y realismo con los que está narrada la historia están más allá de lo que puede conseguirse mediante documentación. La novela tiene la fuerza de un testimonio, lo que la hace diferente a cualquier otra cosa que se haya leído sobre ese tema. Se titula La búsqueda, título que no se termina de comprender hasta el final.
En el blog que tiene la autora sobre esta novela se puede ver una serie de fotografías de los protagonistas (pulsa aquí para entrar al blog de La Búsqueda) Eso resulta sorprendente, porque uno cree estar leyendo una historia de ficción, y de pronto se encuentra con fotos de personas reales que son los personajes con los que ha ido familiarizándose durante la lectura. Se lo he mostrado a Elisa, que después estuvo un buen rato curioseando la página a su aire. Veo que ha guardado el libro en su bolso.
Esta noche pensamos ver un rato de televisión. Elisa hizo zapping cadena tras cadena y acabó dándome el mando a distancia: —Pon tú lo que quieras, yo no soporto todo esto. Me voy a la cama. La seguí, y el televisor quedó, como siempre, negro y mudo. Deberíamos tenerlos entre rejas; son peligrosos.
Una tarde aburrida de domingo, después de ver una insulsa película en televisión, se me ocurrió pasar el tiempo reconstruyendo el árbol genealógico de la familia. Desde pequeño me fascinaba oír las antiguas historias familiares y todos, especialmente la abuela Rosario, estaban encantados con que alguien quisiera escuchar esos viejos relatos que una vez fueron el centro mismo de sus vidas. De eso hacía ya bastantes años pero yo conservaba aquellos datos bien grabados en mi memoria.
Uní dos folios con un poco de cinta adhesiva por la parte posterior, para disponer de un espacio más amplio, y me puse a la tarea. Anoté mi nombre, el de mis hermanos, encima el de nuestros padres, y cuando empezaba a escribir el de algunos de mis tíos caí en la cuenta de que así no podría hacerlo. Se enmarañaría demasiado. Tiré los folios a la papelera, uní otros dos del mismo modo y volví a empezar, esta vez para hacer exclusivamente mi árbol genealógico; nada de hermanos, tíos ni demás parientes. Pensé también que, siendo árbol, las raíces tendrían que estar abajo y los brotes arriba, de modo que escribí mi nombre en la parte superior de la gran hoja, dispuesto a reconstruir el tronco y las raíces de los que yo había brotado. Bajo mi nombre, el de mis padres, y bajo cada uno de ellos el de los abuelos correspondientes, para seguir con los bisabuelos. Dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos... Me había equivocado: la imagen de un árbol me hizo colocar el papel en posición vertical y en la quinta línea ya no me cabían los datos por la anchura. ¡Qué barbaridad, dieciséis tatarabuelos! Es de Perogrullo, pero no lo había previsto y estaba bastante sorprendido.
El hallazgo me distrajo de mi idea inicial y me llevó a calcular el número de antepasados que tendría diez o quince generaciones atrás. El cálculo era sencillo: dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho... ¡Ah!, era como la vieja historia de los granos de trigo sobre el tablero de ajedrez, pensé. Entonces fue cuando me di cuenta de la magnitud del problema: nunca ha habido tanta gente en el Mundo, ni siquiera hoy día. En sólo veinte generaciones aparecía un millón de antepasados directos, y con eso apenas retrocedía seis siglos. ¿Es que en la Edad Media todos los habitantes del país eran abuelos míos? Y en la época de Cristo, calculando cuatro generaciones por siglo y creo que me quedaba corto, eran más de un cuatrillón. ¡Cómo podía ser! Cada uno de mis antepasados tuvo padre y madre, eso era innegable. Había un error de apreciación en alguna parte y no era precisamente pequeño.
No tardé en comprender el problema: todos tenemos dos padres, eso es cierto, pero no todos tenemos cuatro abuelos, ni ocho bisabuelos, etc. Si los padres fuesen hermanos sólo tendríamos dos abuelos; si fuesen primos, sólo cuatro bisabuelos. Pero ¿tanta consanguinidad ha habido en la historia del Mundo como para compactar un cuatrillón de antepasados en unos pocos miles? La respuesta era obvia: no sería posible de otro modo. Y si nos remontásemos más atrás, a la época de Ramsés, por ejemplo, cuando el cálculo daría una cantidad con más de ochenta ceros, aún serían menos los antepasados reales.
Estas reflexiones me quitaron de la cabeza la idea de hacer el árbol genealógico. Guardé la hoja para continuarlo en otro momento y volví al sofá, frente al televisor. Una conocida cadena especializada en telebasura estaba emitiendo un reality show. Todos dicen que la consanguinidad es mala para la genética, se multiplican los problemas y degenera la especie. Ante mis ojos tenía la evidencia que confirmaba mis recientes conjeturas.
No hay noche más oscura que el abandono de un niño.
Rafael y Dolores formaban una pareja poco frecuente. Sus respectivas familias eran vecinas, allá en el pueblo. Ellos habían jugado juntos desde antes de tener uso de razón; ambos de la misma edad, se descubrieron mutuamente con sólo abrir los ojos.
Rafael, el menor de siete hermanos, todos varones; Dolores, hija única por la muerte de su madre pocos días después del parto. Una infección se la llevó por delante sin que pudiesen hacer nada los ungüentos y brebajes que recomendaba don Ernesto. El padre, viudo y jornalero, no encontró mucho donde elegir de nuevo. Saldó el asunto con Teresa, la madrastra, empeñada en borrar cualquier rastro que le recordase su condición de sobrera. Y, entre todos, Dolores era el que más la hería.
Dos casas juntas y tan diferentes. En una, siete chiquillos alegres y unos padres felices en su sencillez. En la otra, el purgatorio.
La madre de Rafael, María, se apenaba al ver a la pequeña Dolores tan diminuta y sola. Para el padre la niña era transparente; la madrastra apenas disimulaba el odio irracional que sentía por ella. Despeinada, andrajosa, con mocos resecos bajo la graciosa naricilla y sospechosos moratones en piernas y brazos, Dolores sólo encontraba algún momento de felicidad cuando pasaba a casa de sus vecinos. Nadie la echaba en falta, lo que para ella era una suerte, pues le permitía estar con María y sus hijos la mayor parte del tiempo. La mujer la bañaba, peinaba sus bonitos cabellos y jugaba con ella siempre que podía, pero lo que más gustaba a Dolores era jugar con sus hijos y, entre ellos, con Rafaelito. No veía el momento de marchar y, cuando por fin la noche imponía el regreso, María la llevaba hasta la puerta de su casa notando el temor de la niña, la mano apretada con fuerza entre la suya. Teresa, seria y distante, recibía a la pequeña con la alegría con que se recibe una maldición.
Dolores tenía tres años, aproximadamente un año después de que su padre se casara de nuevo, cuando Teresa empezó a engordar. Una sonrisa cruel, casi un rictus, se instaló en su cara. Cuatro meses más tarde perdió el hijo que esperaba. El rictus cambió. No mucho después, volvió a engordar, y de nuevo al poco tiempo abortó, esta vez con complicaciones que la tuvieron varias semanas en cama. Cuando se recuperó era una mujer diferente. Si alguien había dicho que las cosas no podrían ir peor, se equivocó. El purgatorio se volvió infierno. Ya no hubo más embarazos, aunque Teresa siguió engordando.
A los siete años Dolores dejó atrás su infancia. Ya era capaz de hacer muchas de las tareas corrientes de una casa, de cuidar a niños pequeños, de hacer recados... En suma, de trabajar. Teresa buscaba por el pueblo comprador para tan pequeña esclava. María hubiese querido llevarla con ella pero era un gasto que no podían permitirse. Recordó entonces a su tía Enriqueta, ya mayor y sola, una mujer de posibles desde que se casó con un terrateniente, un buen hombre de mala salud que dejó viuda a su esposa cuando más falta le hacía. Enriqueta, aunque llena de rarezas, era una buena mujer. Ellas se cuidarán mutuamente, pensó María, y se apresuró a promover el asunto.
Cuando Dolores salió de la casa de su padre, que nunca fue la suya, con un pañuelo en la mano a modo de hato en el que llevaba las pocas cosas que le pertenecían, no miró atrás. Pero sí miró a la casa de sus vecinos. María, en la puerta, le sonrió y la pequeña correspondió al pasar frente a ella. Entonces notó que algo caía en su cabello y levantó la vista. En el ventanuco del doblado, Rafael la observaba, muy serio.
—¿Adónde vas? —preguntó el niño.
Dolores se quedó mirándolo, con la cabeza vuelta, mientras trotaba tras Teresa que, asiéndola por la mano, tiraba de ella con paso rápido y la fuerza de un percherón.
Durante el período de gobierno de Allende, Víctor Jara fue nombrado embajador cultural del gobierno, en cuyo cargo desarrolló una amplia labor hasta la fecha de su muerte. Estaba casado con la bailarina inglesa Joan Turner, quien había sido su profesora de expresión corporal en la Universidad de Chile.
Fuertemente comprometido con su entorno político, su compromiso acabó costándole la vida. Tras el golpe de estado del general Augusto Pinochet acaecido el 11 de septiembre de 1973, se encerró con otros universitarios en la Universidad Técnica del Estado, en Santiago, para mostrar su repudio y voluntad de resistir; sin embargo, el ejercito tomó pronto las instalaciones y llevó prisionero a Jara al Estadio Nacional de Santiago de Chile, donde fue brutalmente torturado y asesinado el 16 de septiembre.
En septiembre de 2003, al cumplirse treinta años del golpe militar, el gobierno chileno rebautizó al estadio con el nombre de Estadio Nacional Víctor Jara.
Hoy regresó Elisa y soy feliz. Estuvo en Santander, en la oficina principal de la empresa donde trabaja. Aprovechó para visitar a su tío Claudio, ya muy mayor. —¿De verdad me quieres? —me ha preguntado. —Nunca sentí por nadie lo que siento por ti. Eres mi primer amor. —El primer amor no cuenta. El que cuenta es el último.
Y me contó la historia del tío Claudio, tal como él se la había relatado.
Cuando mi mujer cayó enferma yo tenía setenta y seis años. Ella, unos pocos menos; no sabía yo exactamente cuántos porque desde que nos conocimos Elisa siguió la costumbre, propia de aquella época, de quitarse algunos y su edad siempre tuvo un halo de misterio para mí. Poco después de iniciarse su enfermedad, casualmente supe, por unos documentos que tuve que recoger en el hospital, que tiene dos años más que yo. A mí eso siempre me ha traído sin cuidado pero para ella, admitir que era mayor que su esposo habría resultado humillante, de modo que no comenté nada. Digo que cayó enferma porque fue exactamente así. Íbamos paseando una tarde, camino de un cine, cuando ella se desplomó. Quise levantarla, pensando que habría tropezado, pero estaba inconsciente, babeando y su respiración era un estertor que nunca podré olvidar. Por fortuna eso sucedió en una zona céntrica; inmediatamente se produjo un alboroto en torno a nosotros, alguien llamó a una ambulancia y en pocos minutos entrábamos en urgencias. Seis semanas después Elisa volvió a casa. Con medio cuerpo paralizado, sin control de esfínteres, perdida parte de la visión y dependiendo de los demás hasta para lo más simple, pero conservando intactas sus facultades mentales. Lo pasamos mal los dos. Ella sufría por verse inútil; yo, por verla así. Y ambos por tener que adaptarnos a un nuevo tipo de vida que nos costó asumir. Las primeras semanas fueron las peores; después pasaron los meses, los años, y la silla de ruedas, los pañales, la cuña, el elevador y otros veinte artefactos más se hicieron habituales. Nos acostumbramos a las nuevas rutinas hasta considerarlas normales.
Parecía que habíamos conseguido estabilizar la situación pero los dos sabíamos que no era así. El tiempo jugaba en contra. Elisa se fue consumiendo lentamente, cada vez podía hacer menos cosas por sí misma y dependía más de mí. Yo también acusaba el paso de los años y, aunque siempre he sido fuerte y he tenido buena salud, llegó el momento en el que no podía moverla ni ayudarla como ella necesitaba. La situación se fue deteriorando hasta que ambos comprendimos que habíamos llegado al límite. La solución fue buscar una residencia para ancianos. Nos la encontró la asistente social del barrio, después de venir a casa y ver nuestro estado. El precio, subvencionado, era asequible y además contábamos con el valor de nuestra vivienda, si hubiese sido necesario. La asistente dijo que, de momento, era mejor conservarla ya que yo podría seguir ocupándola algunos años más y había que pensar también en mis propias necesidades para más adelante. Sorprenden-temente, no tener hijos facilitó los trámites. Todo quedó arreglado para que al lunes siguiente a las diez de la mañana una ambulancia llevase a Elisa al que sería su nuevo hogar. Faltaban tres días; los tres días más tristes de mi vida. La noche del domingo no pude dormir. Sentía una tristeza tan honda que se me entrecortaba la respiración. Sin darme cuenta me encontré llorando sobre la almohada, en silencio, cuidando de que Elisa no me oyese desde su cama. De pronto oí su voz ronca: —Juan, ¿duermes? —No, ¿quieres algo, nena? —Así solía yo llamarla desde que éramos novios. —Vendrás a verme, ¿verdad? —Todos los días. No tendré otra cosa que hacer... —Intenté mostrarme jovial para darle ánimo. — ¡Cómo hemos acabado, Juan! —se lamentó, dando un suspiro. —Allí estarás muy bien, mujer, ya lo verás. —Esta es nuestra última noche aquí juntos, después de tantos años… Se hizo un largo silencio, solo roto por las cuatro campanadas que llegaron desde el viejo reloj de pared del comedor. Cuando acallaron, ella siguió hablando. —Ya faltan solo seis horas... Juan, dime una cosa. Pero júrame que me dirás la verdad, ya poco importa y quiero saberlo. ¿Lo prometes? —Vale. ¿Qué quieres saber? —dije en tono condescendiente. —Aquella compañera tuya, cuando estabas en la fábrica de motores... Manuela creo que se llamaba. ¿Tú y ella...? Siempre sospeché que tuvisteis un lío. ¿Tú te acostaste con ella? No me vayas a engañar, que lo has jurado. —¡Pero bueno! ¡Por dónde me sales ahora…! —exclamé, sorprendido. No me esperaba esa pregunta—. Ni con ella ni con ninguna, puedes estar segura. No te engaño, a estas alturas no iría a mentirte. —Bien —contestó escuetamente, y ya no dijo más. Quedé pensativo. Mi memoria retrocedió en el tiempo. A nuestra boda, a los primeros años de casados, al hijo que no llegó a nacer, a la fábrica de motores… y a Manuela. Ya apenas me acordaba de ella. ¿Cuánto haría?, ¿treinta y cinco, cuarenta años? Una mujer de temperamento, muy echada para delante. Tiempo después se casó con uno de los mecánicos. Menos mal que las puertas del taller eran altas, si no el pobre muchacho no hubiese podido pasar. Eso sí, ¡menuda hembra!, ¡qué pechos, qué piernas! Y en la cama, un torbellino. Mucha mujer para un hombre sólo. Me alejé de ella en cuanto vi que iba a por todas. Después, lo de Milagros fue distinto; había menos fuegos artificiales pero ella respetaba los límites. Otra campanada volvió a romper el silencio y me sacó de mis pensamientos. Elisa se agitó en su cama, debía de estar tan despierta como yo. Me levanté y me acerqué sin hacer ruido a su costado izquierdo, el que no estaba paralizado. Al verme, me tendió su mano y yo la estreché entre las mías. Bajo la escasa luz que se filtraba por los visillos desde las farolas de la calle sus ojos brillaron, llenos de emociones. —¿De verdad te importa tanto? —pregunté en un susurro. —Me importas tú, Juan, me importas tú. Ahora te vas a quedar solo... —Su voz reflejaba una profunda tristeza. —No creerás que hay muchas manuelas esperando a que te vayas... —bromeé. —No seas bobo. Me preocupa que estés solo —insistió, con un mohín. —Yo también quiero saber una cosa, Elisa. Y has de decirme la verdad, no te haré jurar pero no quiero que me engañes. —Noté tensión en sus facciones—. Dime de una vez los años que tienes. Por unos momentos volvió a ser la Elisa de antes: —¡Anda, la tontería con que vienes ahora! ¿Pues no lo sabes? A ver... Tú naciste en el veintisiete, o sea que tienes ochenta y… tres, y yo en el treinta, así que… ochenta he cumplido en marzo. ¿Es que no te acuerdas? —No estaba seguro, lo había olvidado. Vamos a intentar dormir un poco, que mañana será un día de mucho ajetreo. —Tráeme antes la cuña, anda, que no quiero que se moje el pañal. La besé en la frente, la miré a los ojos, intenté reconfortarla con lo que trataba de ser una sonrisa y me dirigí al cuarto de baño en busca de la cuña.
Llegada la segunda noche, Elisa se mostró distante. Miraba la oscuridad a través de los visillos de la ventana. Algo iba mal... —¿Sucede algo, cariño? —No, nada. Estuve escuchando una canción y me puso un poco triste, eso es todo. Me recordó a nuestra juventud...
Yo podría fácilmente caer en desgracia
Luego, otro tomaría mi lugar
para tener la oportunidad de contemplar tu cara.
Los días de mi vida no son más que granos de arena
que caen de la mano abierta
a la llamada del viento
Muchas palabras se dicen cuando no hay nada que decir
y caen en los oídos de aquellos que no conocen el camino
para leer entre líneas, que llevan entre las líneas, que me conducen a ti
Todo lo que te pido
es que me digas cómo seguir, que yo obedeceré
enséñame a seguirte, no puedo encontrar mi propio camino
déjame ver la luz, quiero ser la luz
A medida que el sol se pone lentamente por el cielo
hasta que la sombra de la noche es alta
el águila se aprende a volar
Los días de su vida no son más que granos de arena
que caen de la mano abierta
y desaparecen en la tierra
Y así, sin previo aviso, sin el último adiós
en los albores del cielo de la mañana
el águila alzará el vuelo otra vez.
* * * *
And I could easily fall from grace,
Then another would take my place
For the chance to behold your face...
And the days of my life are but grains of sand
As they fall from your open hand
At the call of the wind's command...
Many words are spoken when there's nothing to say.
They fall upon the ears of those who don't know the way
To read between the lines, that lead between the lines
That lead me to you.
All that I ask you
Is, show me how to follow you and I'll obey.
Teach me how to reach you, I can't find my way.
Let me see the light...Let me be the light.
As the sun turns slowly around the sky
Till the shadow of night is high...
The eagle will learn to fly.
And the days of his life are but grains of sand
As they fall from your open hand
And vanish among the land.
Many words are spoken when there's nothing to say...
They fall upon the ears of those who don't know the way
Llegada la primera noche, Elisa me preguntó si yo era supersticioso. —Un poco —le respondí. —Así estás en manos de las supersticiones, no importa si esa magia existe o no. —¿Qué quieres decir? Entonces Elisa me contó un cuento:
Neferté dejó caer la fina túnica de lino que la cubría y se sumergió hasta los hombros en el río. Sintió como el limo envolvía sus pies y el contacto agradable del agua refrescando su cuerpo y su mente. Cerró los ojos e inició una plegaria a Sobek. Dos días antes, Neferté se había despertado agitada, llena de desasosiego por un ensueño extraño: en el atardecer, ella caminaba de regreso hacia su choza con dos cántaros llenos de agua que había recogido del pozo próximo al cañaveral; ya muy cerca de la casa vio a Khun, su esposo, que había regresado de las tareas del campo y la contemplaba desde el umbral. Neferté aceleró el paso, impaciente por reunirse con él. Entonces se partió la cinta de una de sus sandalias, ella tropezó y los cántaros cayeron al suelo, rompiéndose en añicos. Pero en lugar de agua, un enorme charco de sangre quedó en el camino. La angustia la acompañó durante todo el día, no lograba apartar de su cabeza el inquietante sueño de la noche anterior. Ocupada en cuidar de los animales, ordeñar las cabras, remendar algunos trapos y las demás tareas de la casa, la jornada transcurrió con aparente normalidad, sólo su cerebro escapaba de la rutina con una incesante pregunta: ¿qué podría significar ese sueño? Cerca del ocaso regresó Khun del pequeño huerto que cultivaba, cenaron unas tortitas de trigo con higos y ella se acostó pronto, esperando que un sueño reparador la alejase de sus preocupaciones.
A medianoche Neferté despertó dando un grito. El ensueño se había repetido, idéntico, con la única salvedad de que en esta ocasión ella llevaba un solo cántaro, no dos. Khun despertó también al oír el grito, pero viendo que no se trataba más que de una pesadilla se volvió dormir, abrazado a su esposa. Neferté ya no pudo pegar ojo en el resto de la noche. Ahora estaba segura de que el ensueño tenía un significado que ella no podía descifrar. Los cántaros rotos, la sangre en el suelo cerca de su casa, Khun observando... ¿Por qué llevaba sandalias en el sueño si ella iba descalza? ¿Qué querrían decirle los dioses? Nada bueno, pensó. Observó a su esposo, dormido a su lado. Sus cabellos negros, brillantes; su cuerpo musculoso, su olor a hierbabuena y albahaca... Hacía un año de su boda, cuando ella tenía trece. Pronto cumpliría los quince y estaba ansiosa por darle su primer hijo... Acarició su espalda con delicadeza, para no despertarlo. Y así amaneció. Apenas Khun hubo marchado, Neferté cogió la pequeña orza llena de aceite de oliva, uno de los presentes de su boda, y salió hacia el templo de Bastet. Caminaba ligera, a ratos corría, impaciente por llegar. El sol ya estaba sobre las palmeras cuando atravesó la imponente puerta y llegó al gran patio de columnas. Paseando entre ellas vio a quien buscaba. Corrió hacia él y se postró a sus pies, elevando la orza de aceite en sus manos, a modo de ofrenda. —Acepta este presente para la diosa Bastet y socorre a su sierva en su desdicha. Es aceite de Palestina, el mejor y más oloroso, un presente que recibí en mi boda y que yo te entrego para conocer el significado de un ensueño que he tenido por dos días consecutivos. Apiádate de mí, te lo ruego. Hami, guardián y sacerdote del templo, recogió la pequeña orza, la abrió y vertió unas gotas del contenido sobre su mano izquierda, que después olió y lamió con gesto de satisfacción. —Álzate y habla, mujer —ordenó con solemnidad. Neferté se sentó sobre sus talones, sin llegar a ponerse de pie al darse cuenta de que era mucho más alta que Hami. Le contó con detalle los dos sueños de las noches precedentes y la angustia que por ellos sentía. El sacerdote escuchaba con atención y, al terminar, quedó largo rato en silencio, con los ojos cerrados, como en trance. —¿Cuál es tu nombre? —preguntó, por fin. —Neferté, mi dueño. —Sígueme. La mujer siguió a Hami al interior de una construcción de piedra, atravesando un estrecho pasadizo hasta llegar a una sala más amplia en cuyo centro se encontraba la gran estatua de un gato en actitud vigilante, con un ancho collar. El sacerdote colocó la orza de aceite a los pies de la estatua y desapareció tras ella. Neferté se sintió intimidada, sola con la inquietante imagen del gato, en la lúgubre estancia únicamente iluminada por dos pequeñas lámparas alimentadas con aceite de ricino. Momentos después una nueva luz, más potente, surgió por detrás de la estatua y una voz con extraños ecos le llegó desde un sitio indeterminado:
Neferté, el ensueño que has tenido es una profecía. Los cántaros son los días que faltan, ayer dos, hoy uno, el día señalado es mañana. La sangre es la muerte y a quien va a morir lo has visto en el ensueño. Morirá por algo que tú harás, porque tú rompes los cántaros con tu descuido. Ahora vete.
El corazón de la muchacha se encogió al oír la profecía, sintió pánico de ella misma, ¿Khun iba a morir, al día siguiente, por algo que ella haría? No podría ser, ella lo adoraba. Rompió a llorar, desbordada por su inmensa angustia. Regresó a la choza como una sonámbula, con la cabeza dando vueltas a las palabras de la diosa. "No puede ser, los dioses pueden equivocarse, yo no haría nunca nada contra Khun, es mi marido, mi dueño, mi amor, lo es todo para mí... Antes lo haría contra mí misma", cavilaba. Sumida en su profunda preocupación pasó el resto del día, esforzándose en que Khun no notase nada cuando regresara. Se acostó con gran ansiedad por temor a nuevas pesadillas, no quería dormir pero por fin el agotamiento la venció. Por fortuna esa noche transcurrió sin ensueños extraños.
Cuando despertó, Khun ya se había marchado. Un instante después, recordó la profecía y con terror pensó: "Hoy sucederá lo que haya de suceder". No molió el trigo, ni arregló la casa, ni trajo agua del pozo ni hizo nada más que esperar, sentada en la puerta, a que ese día aciago pasara. El sol recorrió su camino más lento que nunca. Neferté vio menguar la sombra de las palmeras y más tarde cómo volvía a crecer, alargándose sobre la tierra, seca y arenosa en esas fechas. Pronto llegaría la crecida, la tierra lo necesitaba. Y pronto volvería Khun del trabajo en la huerta... ¿Él iba a morir por algo que ella haría? No era posible, pensó una ver más. Pero entonces se iluminó una luz en su cerebro: ella no haría nada contra él, de eso estaba segura, pero ¿y si fuese algo involuntario? ¿Y si lo envenenase, sin saberlo, o en un accidente, o por torpeza como en el ensueño, ella hiciese algo que acabara con la vida del muchacho? La idea le resultó insoportable pero... ¿sería eso lo que había profetizado la diosa? La posibilidad se abrió paso en su mente como un huracán hasta convertirse en certeza. ¡Sí, no podría ser de otro modo! Los dioses no se equivocan, ella no debía tratar de engañarse a sí misma. ¿Qué hacer?, se preguntó con desesperación... Y entonces, al ver de nuevo la tierra reseca y arenosa, lo supo.
Neferté dejó caer la túnica de lino que la cubría y se sumergió hasta los hombros en el río. Sintió como el limo envolvía sus pies y el contacto agradable del agua, refrescando su cuerpo y su mente. Cerró los ojos e inició una plegaria a Sobek. Dobló las rodillas y se dejó llevar por la corriente. Una dulce sensación de ingravidez la inundó. Sería más fácil de lo que había pensado, hasta agradable, y Khun quedaría a salvo, reharía su vida, sólo tenía diecisiete años... Volaba en el agua conteniendo aún la respiración. El lecho del río ya quedaba lejos de sus pies, no había vuelta atrás posible. Se le acababa el tiempo... De pronto un chapoteo cercano la hizo abrir los ojos. Horrorizada, vio la cara de Khun a través de las turbias aguas, junto a la de ella. Su esposo luchaba desesperadamente por sacarla a flote. Intentó gritar con todas sus fuerzas: ¡¡Vete, Khun, vete, vuelve a la orilla, déjame...!!, pero al hacerlo el agua inundó su boca y sus pulmones.
A la mañana siguiente, en un recodo, el río devolvió los cuerpos de dos jóvenes abrazados. Un gran gato negro con un ancho collar los miraba, con actitud vigilante