30 de abril de 2016

113ª noche - Fábula de los dos manantiales





El bosque donde sucedió nuestra historia había sido en tiempos remotos un lugar frondoso con abundantes manantiales y un riachuelo que lo cruzaba de sur a norte. Después, sin que nadie supiera el motivo, la mayoría de las fuentes perdieron su caudal y el río se agostó hasta quedar reducido a un torrente por el que apenas bajaba algo de agua los días de lluvia. Sólo dos de los manantiales sobrevivieron a la sequía.
    Las dos fuentes del bosque no eran públicas. Una pertenecía a la zorra, la otra al sapo. La propiedad se había mantenido de generación en generación desde tiempos inmemoriales. Ello no tuvo importancia mientras el bosque fue rico en acuíferos, pero cuando sólo hubo agua en esas dos fuentes, los animales quedaron a expensas de ellas.
    Viéndose zorra y sapo dueños de las escasas aguas del bosque, sólo pensaron en sacar provecho de la situación. Los animales necesitaban beber y no tenían más remedio que acudir a alguno de los dos. En poco tiempo cada uno puso en su manantial un pequeño negocio. A partir de entonces los animales tuvieron que pagar por beber y acicalarse en los únicos sitios donde podían hacerlo.
    El negocio era redondo. No tenían más que cobrar —unos frutos, unas semillas, a cada cual según su naturaleza― todos los días, y hasta varias veces al día. La ambición era tanta que cada uno de ellos soñaba con atraer al mayor número posible de animales a su manantial. Con mucho disimulo la zorra se acercaba cada mañana a la fuente del sapo para enterarse de cuánto cobraba ese día por el agua y corría después a su propia fuente para pregonar a los cuatro vientos un precio un poco menor, consiguiendo así mayor clientela.
    Pronto se dio cuenta el sapo del ardid y pensó en hacer lo mismo. Después de la visita de la zorra, el sapo enviaba a su amiga la señora Rana discretamente, a enterarse del precio en el otro manantial y él lo ajustaba un poco más. Con esta guerra de precios los animales del bosque salían ganando, porque zorra y sapo estaban continuamente bajando el precio del agua. Pero los dueños de las fuentes estaban muy disgustados, especialmente en los días de lluvia, cuando el pequeño torrente bastaba para cubrir las necesidades de los animales y ellos quedaban plantados en sus negocios. 


    Una noche la zorra fue con sigilo a la fuente del sapo antes de que éste se retirase a descansar. Lo encontró metido en su charco, hinchado como un globo.
    —Tú ya tienes tu agua, señora Zorra, no necesitas venir por aquí a husmear ―increpó el sapo sin disimular su hostilidad, nada más verla.
    —Tranquilo, señor Sapo, vengo amistosamente ―contestó la zorra en tono cordial mientras se sentaba junto al charco.
    El sapo la miró con desconfianza y siguió con su baño. La zorra continuó:
    —Esto no puede seguir así, prácticamente estamos regalando el agua.
    —¡Tú tienes la culpa! —acusó el sapo, agitando las patas con furia.
    —Y tú también —añadió con suavidad la zorra—. Lo mismo que hago yo, haces tú. Pero por nuestro propio bien vamos a olvidar ahora esas rencillas. Vengo a proponerte un plan.
    —¿Un plan…? —repitió el sapo—. A ver, suéltalo. Pero como sea una de tus tretas te aseguro que te arrepentirás.
    —Verás, hasta ahora hemos estado peleando con los precios pero eso, como ves, no ha funcionado. Ni tú ni yo hemos conseguido aumentar nuestro negocio. Al contrario, cada vez ganamos menos porque estamos poniendo el precio cada vez más bajo.
    —Eso es verdad —señaló el sapo, empezando a interesarse por lo que decía la zorra.
    —Entre tú y yo tenemos toda el agua del bosque. ¡Toda!, ¿no lo comprendes? Los animales no tienen más remedio que venir a nuestras fuentes, no importa a qué precio la pongamos, no tienen elección. ¿Por qué pelear por el precio? Nos perjudicamos sin motivo. Vengo a proponerte que a partir de mañana pongamos los dos exactamente el mismo precio. Vamos a subir el agua los dos por igual, la mitad del pastel para cada uno. Un pastel muy grande. ¿Qué te parece la idea?
    El sapo se mantuvo unos instantes en silencio; después miró a la zorra con una sonrisa maliciosa y dijo escuetamente
    —¡Hecho! 


    A la mañana siguiente un gran alboroto recorrió el bosque de punta a punta. Los más madrugadores alertaron a los demás de la enorme subida del agua durante la noche. Algunos discutían con la zorra o con el sapo.
    —¿Qué voy a dar de comer a mis hijitos si he de darte todas las semillas que tengo? ¿Cómo puede ser que por lo que ayer me pedías diez, hoy me pidas cincuenta?
    —Lo siento mucho, señora Tórtola, pero la fuente hay que cuidarla y da mucho trabajo mantenerla en condiciones. Yo misma tengo también mis necesidades, que no puedo atender porque me paso el día trabajando aquí. Mejor será que dejes de quejarte y vayas a por más semillas cuanto antes.
    —Pues más lo siento yo, señora Zorra. Me voy a la fuente del sapo que tiene un precio más razonable. Y no volveré —añadió la tórtola dignamente, mientras elevaba el vuelo en dirección al manantial del sapo.
    —Ya lo creo que volverás… —masculló para sí la zorra, con sarcasmo.
    Poco tardaron la tórtola y los demás animales del bosque en comprobar que en ambas fuentes había los mismos precios y la misma intransigencia. Acuciados por la necesidad, no tuvieron más remedio que allanarse.
    El malestar en el bosque aumentaba día a día. Desde la subida del agua, los animales pasaban la mayor parte de su tiempo recolectando pequeños frutos y semillas para poder usar las fuentes y el bosque estaba agotando sus recursos con rapidez. 


    La señora Ardilla tuvo la idea de convocar una reunión para buscar el modo de solucionar el problema. Se hizo en secreto para que la zorra y el sapo no pudiesen enviar algún espía. Se reunieron antes de la salida del sol, en un pequeño claro lejos de las fuentes. Durante un buen rato los animales se dedicaron a expresar su indignación, a repetir una y mil veces que así no se podía seguir, a lamentarse de que en poco tiempo no habría ni siquiera comida que recolectar. Todos estaban de acuerdo en señalar con indignación la importancia del problema, pero cuando llegó el capítulo de ofrecer ideas para solucionarlo... llegó el silencio. ¿Cómo conseguir que los dueños del agua rectificasen? Les parecía imposible.
    Cuando el desánimo empezaba a extenderse por la reunión, el viejo búho tomó la palabra.
    —Escuchadme. Tengo una idea que no puede fallar. No podemos obligarlos a bajar el precio pero somos libres de comprar el agua a uno o a otro. Propongo que a partir de mañana todos usemos una sola de las fuentes, igual da una que otra, pero sólo una.
    —Pero el precio será el mismo, así no arreglamos nada —señaló el señor Jilguero.
    —Por el momento, sí —continuó el búho—, pero en muy poco tiempo aquél de los dos que no venda nada se desesperará y no tardará en bajarlo para que volváis a usar su fuente. Entonces haremos lo contrario, iremos todos a comprarle a él, de modo que el otro no tendrá más remedio que bajar precio también. Controlándolos de esta manera os aseguro que podremos conseguir los precios que queramos. A vosotros os da lo mismo un pozo que otro; a ellos, no.
    Los animales comprendieron la ingeniosa estrategia del búho y acordaron seguirla al pie de la letra. Por sorteo se decidió que, por el momento, todos utilizarían sólo el manantial de la zorra. 


    El señor Sapo se extrañó mucho cuando, bien entrada la mañana, su manantial estaba solitario; ningún animal había acudido a beber. A mediodía comprendió que eso no podía ser normal. Envió a la rana a curiosear lo que sucedía en casa de la zorra y las noticias que trajo lo sacaron de quicio.
    —¡Esta tramposa y ladina zorra ha vuelto a jugármela!, ya me extrañaba tanta amabilidad por su parte. Se ha quedado por fin con todo el negocio, no sé con qué artimañas. Pero esto no va a quedar así... —clamaba indignado.
    Como había pronosticado el búho, el señor Sapo bajó su precio. Entonces fue la fuente de la zorra la que quedó desierta, hasta que se acercó a espiar y vio lo que sucedía. También ella tuvo que abaratar el agua. Los animales, bien aconsejados por el señor Búho, jugaron con las dos fuentes una y otra vez, castigando con su boicot a uno o a otro, hasta que el precio del agua les pareció justo.
    La calma y la prosperidad volvieron al bosque. Zorra y sapo aprendieron la lección y nunca más volvieron a intentar abusar de las necesidades de sus vecinos.
 


 © Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2010
    Prohibida la reproducción no autorizada.

27 de abril de 2016

112ª noche - Como un pájaro

      —Cuéntamelo, abuelo...
      —No; aún eres muy chico. Ya lo sabrás cuando seas mayor, como tu hermano Andrés y los otros muchachos.
      —Pero ya soy mayor, y me han contado algunas cosas. ¿Es verdad que cuando eras pequeño podías volar?
      El anciano miró la cara de Tomasín y no pudo evitar una sonrisa. ¡Qué contestar!
      —¿Quién te ha dicho eso? ¿Andrés?
      —Sí, y Andrés no miente. Me dijo que volabas más rápido que cualquier pájaro. Mucho más rápido, como millones de veces más alto y más rápido...
      —¡Para, para! —El viejo cortó el entusiasmo de su nieto—. ¿Crees que es cierto que yo a tu edad podía volar?
      —Si él lo dice... Dímelo tú, ¿podías?
      —A ver, Tomás, yo no volaba como tú estás pensando. Entonces había unos aparatos que volaban y nos llevaban a las personas de un sitio a otro, por el aire. Como si tú te montaras en un pájaro: tú no vuelas, pero sí vuelas. ¿Lo entiendes?
      —¡Qué pájaro más grande! Yo no he visto nunca a esos pájaros.
      —No, claro que no. Los llamábamos aviones y podían llevar hasta quinientas personas.
      —¡Halaaa! —exclamó el niño, impresionado.
      —Pero todo eso quedó atrás hace muchos años, envuelto en la gran bola de fuego. —El hombre terminó la frase con un rictus—. Y ahora ve a la cabaña y acuéstate, que ya es tarde.
      Aquella noche Tomasín soñó que volaba, a caballo sobre un enorme pájaro, tal como el abuelo le había contado.

© Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2012

24 de abril de 2016

111ª noche - La tentación de don Antonio

       Don Antonio había sido un niño introvertido y estudioso, que abrazó el sacerdocio como único modo, por su origen humilde, de seguir estudios cuando terminó la enseñanza primaria. Con la pubertad llegó el deseo, aunque se adaptó bien a la vida religiosa y durante muchos años, en los que anduvo de pueblo en pueblo y de parroquia en parroquia, cumplió cabalmente sus obligaciones, pero no sentía fe y cuanto más profundizaba en Teología, más dudaba de la existencia de ese Dios bueno pero irascible, omnipotente pero pusilánime hasta el extremo de abandonar el mundo a la continua serie de calamidades que lo asolan. No obstante, don Antonio guardaba para sí sus dudas y controlaba sus impulsos, y todo cuanto hacía y decía se ajustaba perfectamente al canon de la Iglesia; mejor que algunos de sus compañeros, de los que se sabía en privado de ciertos pecados no tan veniales, sobre los que todos hacían la vista gorda y cualquier insinuación era rematada con un: "Nadie, salvo Dios, es perfecto".

      Cuando cumplió los cuarenta y seis, don Antonio conoció por primera vez lo que es el infierno, en forma de cólico renal. Hasta que pudieron asistirlo en el remoto lugar donde vivía, pasó varias horas con un dolor insoportable. Ingresó por unos días en el hospital comarcal y, al alta, lo llamó el señor Obispo para interesarse por su salud.
      —Es mi obligación cuidar de los sacerdotes de mi diócesis. Por nuestros votos no podemos formar una familia propia, sólo la gran familia de la Iglesia, que siempre, no lo dude, nos cuidará. Pero también ayudan el arraigo al lugar donde se vive y la cercanía de los parientes. Sin olvidar la calidad de la atención médica, que, con los años, como ha podido comprobar, empieza a ser necesaria. Por eso, cuando alcanzan una edad, trato de procurarles destinos más cómodos. ¿Tiene usted familia?
      —Tengo una hermana en Estepona —explicó don Antonio.
      El Obispo torció el gesto ligeramente. Juntó las manos y apoyó los labios sobre la punta de los pulgares durante unos segundos. Después pareció haber resuelto una duda y continuó:
      —Creo que don Julián, el párroco de los Remedios, ronda la jubilación. Pronto tendrá noticias. —El Obispo dio por terminada la entrevista con una sonrisa.

      Pocos meses después don Antonio fue trasladado a una de las tres parroquias de Estepona. Se presentó a los otros dos párrocos, mucho mayores que él, y una vez instalado se dispuso a cumplir sus obligaciones.
      Como le habían advertido, su trabajo cambió radicalmente: las misas, casi desiertas; en la confesión, ni un alma. El templo, pequeño pero precioso edificio del siglo XVIII, era más un objetivo turístico que lugar de oración. En bodas, bautizos y comuniones se abarrotaba, sí, pero de ese tipo de "fieles" que no van nunca a la iglesia y no saben si estar sentados o de rodillas, ni responder con un simple amén. Y don Antonio, que seguía con sus dudas, pensaba que el infierno habría de ser muy grande, pues muchas eran las personas que vivían en pecado mortal. Y Dios, el omnipotente Dios, lo consentía. ¿Cómo vive tanta gente apartada de Dios? ¿Es eso lo que Él quiere? Y, si no lo quiere, ¿por qué lo permite? El libre albedrío del hombre, claro. ¿Es libre albedrío el de estos niños a los que sólo llevan al templo en el día de su bautizo y en el de su comunión?
      El trabajo era escaso y en las horas de ocio leía y reflexionaba. Abandonó el uso de la sotana y se interesó por libros que trataban la religión desde un punto de vista crítico. Uno de ellos comenzaba hablando de un ermitaño quien durante toda su vida había sido un estricto anacoreta. Pero en su vejez lo asaltó una duda: si Dios existía y todo era tal como le habían enseñado, debía estar feliz, pues tenía la Gloria eterna asegurada. Pero, si no, habría desperdiciado su vida por entero, privándose de todo placer que no fuese el nacido del sufrimiento místico. Entonces el ermitaño comprendió que esa simple duda lo condenaba y que todo había sido inútil. La fe, aunque sin obras no es bastante, es el único camino. Obras sin fe no llevan al Cielo. Eso dice la Iglesia. Y esa falta de fe era también el caso de don Antonio.
      No fue algo que él eligiera. En su mente comenzó a crecer un nuevo concepto de Dios, más acorde a su parecer con lo que veía alrededor. Deducía: "Si Dios es el Creador, infinitamente sabio y omnipotente, su intención no debió de ser muy distinta del resultado conseguido. Lo contrario habría sido una impensable torpeza". Y don Antonio dejó de buscar al Creador en los libros y en los dogmas, para buscarlo en el mundo real que lo rodeaba. Siguió con su rutina de párroco, pero fuera del trabajo se relacionaba más con la gente, abandonando la rigidez de costumbres que siempre había mantenido. El celibato le pesaba cada día más. En nada ayudaban los grupos de jóvenes turistas que deambulaban por todas partes y que el atribulado párroco miraba cada vez con mayor curiosidad.
      Se sentía angustiado, temiendo dar un paso en falso, pero necesitaba una respuesta. En ocasiones paseaba por las playas. Superado el leve sentimiento de culpa, cada vez se atrevía a caminar más lejos en la larga extensión arenosa llena de cuerpos al sol. Uno de esos días, rebasada la hilera de rocas que sirve de rompeolas, llegó a un pequeño rincón lleno de bañistas completamente desnudos. Nunca había visto nada parecido. Se estremeció hasta la última célula de su ser. Desbordadas sus emociones, juntó ambas manos y alzó la vista al cielo: "¡Señor, dame fuerzas!", pidió. Al sentir una erección como jamás había tenido, don Antonio comprendió el plan del Creador.


 © Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2016