21 de octubre de 2019

155ª noche - El diablo siempre llama dos veces, capítulo IV










La decepción de Ben por el plante de Romy fue inmensa. Cuando pensaba dar un giro de ciento ochenta grados a su vida, después de haber cerrado el burdel con todo lo que significaba, se encontró de pronto solo y sin proyecto. Por otro lado, se preguntaba cómo podía  haberse hecho ilusiones con una mujer que decía ser lesbiana, que había sido tan cruelmente egoísta con Nancy Award, que pintaba aquellos cuadros que parecían salidos de una mente enferma. Entonces recordaba el tacto de su piel, el olor de su perfume, y una avalancha de sentimientos contradictorios se apoderaba de él. No dejaba de sorprenderle que a sus cincuenta y siete años, un hombre de su experiencia con las mujeres se hubiera comportado como un adolescente. Profundamente deprimido, la seguridad en sí mismo que siempre había sentido se esfumó, al igual que su apetito por el sexo, insaciable hasta entonces.
El motel iba de mal en peor. La construcción de una autovía dejó la antigua carretera sin apenas tránsito. El aislamiento que había sido ventajoso para la discreción del burdel se convirtió en un inconveniente para el nuevo enfoque del negocio. Pero a Ben no le preocupaba el dinero. Lo dejó en manos del matrimonio que le ayudaba desde años atrás y alquiló una casa en Lubbock, huyendo de la soledad y de los recuerdos. 
Bebía en exceso, una vieja costumbre que se reavivó. Mientras antes lo hacía acompañado, buscando el placer y la euforia festiva que le producía el alcohol, por entonces bebía en solitario, en umbríos locales donde con frecuencia el camarero consentía en retrasar la hora de cierre a cambio de algún billete. Sus escarceos con las mujeres eran esporádicos, las más de las veces simples conversaciones en la barra de algún cuchitril de mala muerte, impregnadas de desvarío etílico. Una de esas noches, Ben salió de un garito muy tarde. No recordaba más, hasta que se despertó en una cama del Covenant Medical Center. 
Ben pasó en coma cerca de cuarenta y ocho horas. Los médicos le hicieron muchas pruebas y ninguna fue concluyente. No parecía haber lesiones agudas en el corazón, ni en el cerebro, ni en ningún otro órgano vital. Pero el alcohol,  el tabaco y los excesos en general  estaban arruinando su salud. Cuando salió de urgencias, durante unos días compartió habitación con Steve, un marinero algo más joven que Ben, enorme  y lleno de tatuajes. Su mera presencia impresionaba, aunque resultó ser una persona afable. Estaba allí por un problema en el pulmón, grave al parecer, pero Steve se las ingeniaba para esconder algunos cigarrillos que fumaban a escondidas durante la noche. El olor los delataba y las enfermeras habían hecho del caso algo personal, pero nunca encontraron el escondite. El asunto incriminaba  a Ben, que recibía presiones de ambos lados. Se divertía viendo cómo las enfermeras revolvían una y otra vez las pertenencias de Steve infructuosamente sin llegar nunca a darse cuenta de que en su mesilla había dos mandos a distancia para un solo televisor. Era un hombre ingenioso y divertido, que no se dejaba amilanar por la enfermedad. A veces hablaban antes de dormir.
—Si no dejé de fumar cuando hubiese valido la pena, ¿para qué ahora? —justificaba, sacando dos cigarrillos del falso mando a distancia—. Pero tu caso es distinto, Ben. Tú no tienes aún mi enfermedad, estás a tiempo. Y no eres calvo. 
—¡¿Cómo?! —Ben pensó que Steve desvariaba—. ¡Qué tendrá que ver la calvicie!
—Sí, no lo tomes a broma. Me lo dijo un bokó hace años: los calvos tienen poder en los pulmones. No enferman como los que tenemos pelo. 
—¡Vaya tontería! —resolvió Ben. 
—¡No, no! —insistió el otro—. ¿Has conocido a tipos que hayan tenido cáncer de pulmón? Intenta recordarlos. ¿Eran calvos?
Ben recordó a cuatro o cinco hombres que sabía que habían muerto de ese mal. Se quedó boquiabierto al comprobar que todos ellos lucían una estupenda cabellera antes de enfermar. 

Cuando Ben dejó el hospital, salió decidido a cambiar de vida. En la clínica tuvo mucho tiempo para reflexionar. Él nunca quiso ataduras y no las tenía; en consecuencia, tampoco tenía el apoyo de nadie. No se podía quejar, todo le había salido bien a lo largo de los años salvo aquel pequeño periodo en la cárcel, que ya apenas recordaba. Y Romy. No debía tirar por la borda unos años que aún podrían ser buenos. Se instaló de nuevo en el motel, decidido a llevar una vida tranquila. Recuperó su afición por la informática y pasaba largos ratos husmeando por internet las cosas más diversas, aunque se resistía a dedicar a ello demasiado tiempo. Dos o tres veces cada mes iba a Lubbock, a comprar lo necesario y generalmente estaba allí un par de días. Frecuentaba la única galería de arte de la ciudad donde siempre encontraba la exposición de algún pintor novel. Desde que conoció a Romy sentía curiosidad por la pintura, le gustaba interpretar aquellos cuadros que al principio le parecieron incomprensibles, o al menos lo intentaba. En el fondo, tenía la vaga esperanza de que Romy apareciera alguna vez por allí. En una de esas ocasiones encontró una serie de obras tan similares a las de ella que el corazón se le aceleró. Pero no eran de Romy, sino de Sean Cheetham, un joven pintor californiano que ya era bastante famoso. Se quedó conmovido ante uno de los cuadros: representaba a una muchacha vestida con una camiseta corta, negra, decorada con una cabeza zoombie sobre la que se leía CRAMPS.  La muñeca derecha ceñida por un pañuelo también negro y apoyada en la cintura; la mano izquierda sobre el muslo desnudo del mismo lado. La cabeza, indolentemente ladeada, enmarcada por una corta melena cenicienta. Tenía un extraordinario parecido con Romy. Una braguita en forma de canana con dos hileras de cartuchos remataba la parte inferior. La etiqueta bajo el marco anunciaba el precio: veintidós mil dólares. Sin pensarlo dos veces, Ben compró el cuadro.
Cuando más tarde habló con Sean, le preguntó por la modelo.
—No sabría decirle. Esta obra tiene unos dos años. Son chicas que posan, generalmente estudiantes, a menudo de arte. No suelo tener modelos profesionales —respondió el pintor.
—¿No es algo cara la pintura? —se quejó. 
Sean rio a la defensiva.
—Lo que se vende es una obra de arte. No el derecho a verla, a oírla, a tocarla, como en otros casos; ni siquiera el derecho a tenerla en su casa. Usted compra la obra completa y eso es caro, ¿lo entiende?
Ben parecía perplejo ante la explicación. Sean lo aclaró.
—Verá, cuando usted compra una novela, o una grabación musical, usted no compra la obra. La novela o la música siguen perteneciendo a su propietario, que puede seguir imprimiendo ejemplares o grabando discos, o hacer lo que quiera. Sólo compra el derecho a leer u oír. Pero cuando compra un cuadro, usted pasa a ser el propietario de la obra. ¿Lo comprende ahora? Por eso la pintura alcanza precios tan altos.
—Nunca lo había pensado así —reconoció Ben.
—Por otra parte, una vez que los cuadros de un pintor alcanzan un precio, no se puede vender por debajo. Y los míos se cotizan a ese valor. Por ahora. —Sean terminó su explicación con un guiño—. Y subirán; hace una buena inversión. ¿Conoce usted a la modelo? —preguntó inesperadamente.
—Se parece a una amiga. Mucho. También pinta, se llama Romy.
—¿Romy Leach?
—Sí.
—Romy... —Sean titubeó—. Murió hace unos seis meses, ¿no lo sabía?
Ben sintió un mazazo en el pecho. 
—No sabía nada. —Fue un murmullo apenas audible. 
—En un accidente, en España. Lástima; era muy buena y empezaba a triunfar.
Al cabo de unos días un furgón descargó el cuadro en el motel. Ben lo dejó en el sótano, embalado tal cual llegó. No quería enfrentarse a los viejos fantasmas. Aquella noche vació una botella de whisky. 

Ben se iba convirtiendo en un taciturno. Pasaba las horas y los días solitario bajo el porche, en un motel donde apenas había huéspedes y sólo acudían al restaurante unos pocos trabajadores de los ranchos cercanos. Sus visitas a Lubbock se hicieron más y más esporádicas desde que recibía los suministros en la camioneta de reparto. Pensaba en su pasado y no se reconocía. ¿Qué quedaba de aquel joven estudiante de ingeniería que pensaba comerse el mundo? ¿O de aquel ambicioso informático que no dudó en violar la ley para conseguir lo que quería? Ni siquiera el nombre. ¿De qué le había servido lo que logró? No podía negar los buenos momentos vividos pero ¿eso era todo? Estaba a punto de cumplir los sesenta, tenía dinero suficiente para hacer lo que quisiera, lo malo era que no sentía deseos de hacer nada. 
Andrés, el hombre del matrimonio que le ayudaba, se sentó un día a su lado.
—Verá, señor Slide, Juana y yo querríamos marcharnos. No lo tome a mal, es que nos hacemos mayores. Juana padece de los huesos, le duelen cada noche. Y queremos estar más cerca de la familia. Tenemos algunos ahorros y creo que podremos retirarnos. 
Ben lo miró con desaliento.
—Claro, Andrés, no hay problema. ¿Cuándo habéis pensado marchar?
—No hay prisa, patrón. Sólo quería que usted lo supiera y tuviese tiempo para buscar a alguien.
—No hace falta. Yo puedo atender el restaurante. Cerraré las habitaciones; apenas viene nadie. Podéis iros cuando queráis. Conseguiré que alguna de las mujeres del rancho O´Malley venga a limpiar de vez en cuando.



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17 de octubre de 2019

154ª noche - Mentiras


MENTIRAS QUE HACEN DAÑO




Portada del 18 octubre. LaVanguardia Digital

153ª noche El diablo siempre llama dos veces Capítulo III

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Capítulo III


Martha sabía que su relación con Frank no duraría mucho. Era atractivo, amable en la intimidad, atento cuando quería... Después de ocho meses de convivencia, se había acostumbrado a él tanto como a las comodidades que disfrutaba. Intuía que Frank tampoco estaba enamorado, pero que la amaba a su manera; él nunca le echó en cara su pasado y a menudo trataba de complacerla con pequeños detalles. Y cuando empezaba a hacerse a la idea de que aquello duraría más de lo imaginado, Frank desapareció. 
Al cabo de unos días, Martha comprendió que no iba a volver. No previó que el final sería tan brusco y decepcionante. Mirando a su alrededor, no vio más que un piso de alquiler y, en el espejo, a una chica mediocre y desorientada. Poca cosa para retener a un hombre atractivo como él. Pasada una semana, se presentaron dos inspectores de policía preguntando por Frank. Revolvieron todo y la interrogaron a fondo, insistiendo en indagar su paradero. Cuando se convencieron de que ella no sabía nada, se marcharon sin dar explicaciones.

Martha volvió a su vida anterior, a las callejas cercanas al puerto donde antes se ganaba la vida. Unas semanas después, tomando una copa en un bar con un cliente, vio la foto de Frank en una revista sobre el mostrador. Saltó como un resorte. El reportaje explicaba con detalle el sofisticado robo, las pesquisas de la policía, su completa desaparición... «¡950.000 dólares, y el muy cabrón me deja en la miseria!». Lo sintió como un ultraje, como un absoluto desprecio. Días después supo que estaba embarazada.

Liza Mayfield era bien conocida en el barrio. Años antes, tuvo una casa de citas en la calle Saint Maxent, un lugar frecuentado por marineros y gente de paso. Una noche oyó gritos y golpes que provenían de una de las habitaciones. La puerta estaba cerrada con llave, nadie respondió a las llamadas de la dueña así que con su voluminosa humanidad la echó abajo. Encontró a un hombre desnudo, borracho, golpeando furiosamente a la chica que había subido con él, que sangraba en el suelo. Sin pensarlo, le rompió una silla en la cabeza. En realidad rompió ambas cosas: el hombre quedó inconsciente y murió en el hospital aquella misma noche. La policía detuvo a Liza y cerraron el burdel, pero la mujer alegó defensa propia y varios testigos lo corroboraron, por lo que quedó libre en poco tiempo y fue absuelta en el juicio que más tarde se celebró. Aunque pudo hacerlo, nunca más quiso reabrir el negocio. Alquiló entonces las habitaciones a prostitutas de la zona, con la advertencia de que no podían, de ninguna manera podían —insistía— subir hombres a la casa. La que lo hiciera sería expulsada inmediatamente y sin contemplaciones.
Cuando Martha se enteró de que una habitación había quedado libre, fue a hablar con Liza y ambas mujeres se entendieron bien. Recogió sus pocas pertenencias de la que había sido la casa de Frank y se trasladó. Desoyendo los consejos de las compañeras, Martha decidió seguir la gestación. Estaba decidida a tener el hijo que la uniría a esos 950.000 dólares cuando Frank, tarde o temprano, reapareciera. Fueron meses difíciles, disimulando su embarazo mientras fue posible para no ahuyentar a los clientes. 
La joven despertó en Liza una profunda simpatía, y también Martha se sentía atraída por el carácter sólido y franco de la patrona. Cuando, avanzada la gestación, tuvo que descansar por un tiempo, Liza le ofreció su ayuda.
—Haces bien en tener a tu hijo. Ya me pagarás cuando vuelvas al trabajo, ahora no te aflijas. No voy a ser más pobre por unos pocos dólares. 
—¿Has tenido hijos? —preguntó Martha.
Liza la miró con un asomo de tristeza.
—Sólo uno, y murió muy pequeño. Entonces no había las medicinas que hay ahora. Ni yo hubiera tenido dinero para pagarlas. 
—¿Y no más? —insistió la joven.
—No, ¿para qué? No he encontrado a ningún hombre con el que valiera la pena tenerlos. Con un poco de cuidado puedes evitarlo. ¿El padre de tu hijo...? 
Martha comprendió la pregunta que Liza dejó en suspenso.
—Sé quién es, sí. Estuvimos casi un año juntos, hasta que desapareció. 
—¿Desapareció? ¡Vaya novedad! Todos son iguales.
Martha contó entonces lo sucedido con Frank y el robo del dinero. 
—Por eso quiero tener este hijo. Parte de ese dinero es suyo.
—No será fácil. El hijo de una mujer con tu historia... —Liza torció el gesto.
—Demostraré que es el padre. 
—Pero, pequeña, ¿no comprendes que a ése no le verás más el pelo? —La mujer acarició el brazo de Martha, mostrando una sonrisa que invitaba a ser realista—. Ten a tu hijo para ti, para no estar sola —aconsejó.

A principios de agosto llegó el momento del parto. Fue difícil, se alargó peligrosamente y el ginecólogo decidió hacer cesárea, que también se complicó. Cuando Martha abandonó el Hospital Universitario, tres semanas después, llevaba un bebé en los brazos y una horrible cicatriz cruzándole el vientre. 
Una vez más Liza le demostró su afecto. Dado que era impensable que la joven volviera a su labor habitual en bastante tiempo, le ofreció trabajo en la pensión y la ayudaba también cuidando de la pequeña Ruth. Martha se sentía muy desgraciada, echado a perder su atractivo y atada a una niña que no deseó tener más que por su ansia de venganza. Se veía prematuramente envejecida; aún no había cumplido los veinticuatro y parecía una mujer de mucha más edad. Permanentemente malhumorada, maldecía la hora en que decidió tener a la pequeña, a quien trataba de un modo frío y falto de cariño. Liza la comprendía, pero esa forma de actuar acabó por distanciarlas y sólo por la niña siguió ofreciéndole ayuda.

A medida que crecía, el parecido de Ruth con su padre se hacía notable. Martha conservaba una foto de Frank, nunca quiso desprenderse de ella aunque en varias ocasiones estuvo a punto de hacerla trizas. A veces se la mostraba a Ruth.
—Éste es tu padre, el hijo de puta que me preñó y nos dejó tiradas. Y tú eres igual que él.
Ruth destacó pronto por su inteligencia. Sin embargo, no era aplicada, no le gustaba estudiar y cuando cumplió dieciséis años decidió que ya era bastante. Ni su madre ni Liza querían que terminara ejerciendo la profesión, pero la chica, aun siendo menor de edad, ya había iniciado algunos escarceos. Prefería a los hombres mayores, según ella menos exigentes, más manejables, a los que podía encandilar con su aparente ingenuidad. Les sacaba cuanto quería, llegando en ocasiones a chantajearles veladamente. Ella no lo consideraba un trabajo sino una forma de divertirse y conseguir dinero para sus caprichos, que no compartía con nadie. La relación con su madre era tensa, con frecuentes disputas que terminaban con un portazo de Ruth, para volver a los pocos días, cuando se le acababa el dinero. 
Liza acusaba la edad, ya no era la mujer vigorosa y corpulenta de años atrás, y Martha fue paulatinamente haciéndose cargo de los trabajos de la casa. La tensa relación con Ruth enrareció el ambiente entre las mujeres y puso un punto de desconfianza en Liza, que controlaba a Martha de cerca.

Algunas pupilas volvían pasado un tiempo a sus lugares de origen; otras, pocas, conseguían casarse; la mayoría de ellas simplemente se mudaban a su propia casa. Por ello abundaban en la pensión las mujeres jóvenes, recién llegadas a la ciudad, que en ocasiones pasaban por algún apuro. La patrona no tenía inconveniente en prestarles algo de dinero, que ellas devolvían con un bajo interés. 
Un día se presentó una mujer a la que llamaban «Dallas» porque provenía de esa ciudad. No era tan joven, pero sí exuberante, con grandes pechos y muslos prietos, el tipo de mujer que atrae a los hombres que buscan voluptuosidad. Llegó con lo puesto, que era más bien poco, y un enorme sombrero tejano. Después de ocupar su habitación, habló con Liza.
—Me han dicho que me podría prestar unos dólares, mientras empiezo a trabajar. Se los devolveré en pocos días.
—¿Cuánto necesitas?
—¿Cien? —propuso Dallas.
—De acuerdo. —Pidió a Martha que le trajera los billetes del cajón del aparador. 
Dallas sacó su cartera del bolsillo trasero. Cuando la abrió para guardarlos, una fotografía quedó a la vista por un instante. El corazón de Martha dio un vuelco. No podía creerlo: en la foto, Dallas se encontraba al lado de un hombre que le recordó a Frank. Tuvo la intuición de que era él. Debía cerciorarse. 
—¿Eres tú la de la foto? Déjame ver... —El halago siempre funciona, pensó. 
Dallas la sacó del plástico que la cubría y la enseñó, complacida.
—Es de hace tiempo, yo era más joven. 
¡Era Frank! Sí, con algunos años más, pero a Martha no le cabía duda.
—¡Qué guapa! ¿Y él? —preguntó como de modo casual. 
—Un conocido. Me contrató hace unos años en el Ben´s House, cerca de Vernon. Un sitio increíble. Y el imbécil lo cerró, ¿puedes creerlo?  —dijo de modo despectivo. Guardó la foto y salió por el pasillo. 
Las dos mujeres se miraron. ¡Por fin había aparecido Frank!
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Liza.
—Cobrarme lo que me debe ese cabrón —respondió Martha.


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9 de octubre de 2019

152ª noche - El diablo siempre llama dos veces Capítulo II

Lea antes el capítulo I  en este enlace:

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El diablo siempre llama dos veces 
Capítulo II


Nueva Orleans, Luisiana. 1985




A sus cuarenta y dos años, Frank Murray lucía un magnífico aspecto. Alto, bien parecido, de cabello moreno siempre impecablemente peinado, era el cliente preferido de las chicas del Blues Rooster, un burdel de lujo discretamente situado en el centro de la ciudad, donde gastaba el dinero a manos llenas. Hasta el día en que desapareció y llegaron rumores de que se encontraba en prisión por una larga temporada.  
Cuando salió, dos años después, Frank no era el mismo hombre. La privación de libertad para alguien de su temperamento fue un quebranto irreparable: él no era un ladrón corriente. Alumno distinguido de la Universidad Tulane de Nueva Orleans en su juventud, tuvo que abandonar los estudios de ingeniería para empezar a trabajar cuando su padre murió en un accidente, en 1964. No obstante siguió estudiando computación por su cuenta. Se interesó por los trabajos de John von Neumann, especialmente por su «Teoría y organización de autómatas complejos», donde se demostraba la posibilidad de desarrollar pequeños programas que pudiesen tomar el control de otros. Es decir, de virus informáticos. Comprendió la importancia que tendrían las computadoras en todos los aspectos de la vida y que quienes conocieran en profundidad sus entresijos tendrían una poderosa arma en sus manos.  Su temperamento transgresor lo llevó a apasionarse con la idea de llegar a ser un hacker experto. 
Después de algunos años en un taller de electrónica, Frank consiguió empleo en el principal banco de la ciudad como encargado del incipiente departamento de computación, un trabajo rutinario que no le satisfacía, pero lo compensaba disfrutando su soltería con una vida personal llena de alicientes y emociones. Cuando, a principios de los 80, llegaron los IBM PC, ya era el responsable de la sección de informática. Entonces pensó que había llegado su oportunidad. 
El código que Frank añadió al sistema informático desviaba una pequeña cantidad, indetectable, de cada transacción a una cuenta que por el momento no tenía dueño. Cuando comprobó que no saltaba ninguna alarma, puso la cuenta fantasma a nombre de una falsa identidad: Mark Raunfry. Los pocos centavos, multiplicados por muchos miles de operaciones cada mes, daban cantidades sustanciosas, que retiraba regularmente sin que nadie lo advirtiera. Todo fue bien hasta que en una auditoría apareció una pequeña diferencia contable, una cantidad ridícula. Empeñado en averiguar el motivo, el auditor no cejó hasta descubrir los extraños traspasos de calderilla dirigidos siempre a la misma cuenta, a nombre de un tal Mark Raunfry, nombre que pronto se vio que era un anagrama de Frank Murray. Se contrató a un experto de Nueva York, que tras minuciosas investigaciones mostró en la pantalla el código del virus  con tanta satisfacción como lo habría hecho el mismo Pasteur.
Frank creía que su idea no sería descubierta o, de serlo, no tendría consecuencias graves, siendo tan pequeño cada uno de los hurtos. Nunca imaginó que descubrirían el alcance global, ni pensó que el Amnorth Bank haría de ello una cuestión principal y lo llevaría al límite, con una acusación que le costaría dos años de cárcel. Lo último que le dijo el director fue: «Usted no volverá a encontrar empleo en Luisiana, se lo prometo», y el hombre no mintió, pues todas las puertas se cerraban en el momento en que averiguaban sus antecedentes. Su cómoda vida anterior se convirtió en una difícil supervivencia, a base de cortos trabajos, penosos y mal pagados. En prisión hizo amistad con algunos rateros de poca monta, con los que mantuvo contacto y acabó asociándose como perista. Aprovechando a los viejos conocidos, conseguía vender los objetos de valor que le traían sus nuevos socios, con lo que se ganaba la vida.

Ya no frecuentaba el Blues Rooster, sino las angostas calles cercanas al puerto donde conseguía, unas veces pagando y otras sin pagar, lo que buscaba. Paseando una tarde por esas callejas vio a una muchacha de semblante triste que llamó su atención. Se quedó un rato observándola. Trataba de comportarse como una prostituta, mirando con descaro a los hombres, pero a Frank le pareció que había algo diferente en ella, una especie de pudor que la contenía de abordarlos. Tenía claro que las putas estaban trabajando, de nada valía  intentar seducirlas. Por eso fue directo al grano. 
—¿Cuánto pides? —preguntó al alcanzarla.
      Ella lo miró de arriba abajo.
—Depende. ¿Qué te gusta? —preguntó a su vez.
Frank se rio a carcajadas. La chica pensó que se estaba burlando.
—No sé qué te hace tanta gracia. No me hagas perder el tiempo. —E hizo ademán de marcharse. Él la agarró del brazo, con fuerza pero sin violencia.
—Me río de tus aires de mujer fatal, siendo todavía una chiquilla. Me gustas tú y quiero estar contigo ahora. 
Ella siguió en su actitud arisca, intentando soltarse. 
—Ven. —La tomó de la mano y entró con ella a un bar próximo. La chica se dejó llevar.
Ocuparon una mesa al lado de la ventana. 
—Soy Frank, ¿y tú...?
—Martha —respondió secamente. 
—Ya basta de enfado, ¿no? ¿Amigos? —Frank lució su mejor sonrisa. Martha cedió. 
Se acercó el camarero y pidieron dos copas. 
—No puedo perder la tarde —avisó ella.
—No vas a perderla. Ahora tomaremos un trago y después iremos a divertirnos un rato. 
A partir de ese día Frank se encontró con Martha asiduamente. Al principio la buscaba en la misma calle donde la vio por primera vez, ella siempre andaba por allí, pero pasado un tiempo empezaron a citarse en lugares más comunes. Era cariñosa y dócil. Le contó que hacía poco que había salido de su pueblo, al morir su madre. La relación fue estrechándose, hasta que un día la llevó a su casa y le pidió que se quedara. Martha nada tenía que perder y la idea le resultó tentadora. 
Pasado el ardor de los primeros tiempos, Frank volvió a sus antiguas costumbres: llegaba tarde por las noches, bebía demasiado... La consideraba un objeto más de su propiedad. Por su parte, Martha le tenía aprecio, se sentía segura con él y lo admiraba en muchos aspectos, pero nunca dejó de verlo como a un cliente. Pasaba sola mucho tiempo y se aficionó a la marihuana. Sabía que él se veía con otras mujeres pero en realidad no le importaba. 
Desde que estaba con Martha, los trapicheos de Frank apenas alcanzaban para pagar las facturas. Temía volver a prisión si lo pillaban y sabía que tarde o temprano eso iba a suceder; por experiencia había aprendido que cuando el cántaro hace muchos viajes siempre acaba rompiéndose. Lo único que podría evitarlo era retirarse a tiempo, para lo que necesitaba dar un buen golpe. Pero él no era un atracador, ni un hombre violento; simplemente sabía mover los hilos para que el dinero cayera en sus bolsillos, y esos hilos estaban por el momento lejos de su alcance. 
En 1988 Internet experimentó un enorme auge, se abrió al comercio electrónico y las revistas de todo tipo le dedicaron cientos de artículos, por los que Frank estuvo muy interesado. Comprendió que con un simple módem y sus conocimientos sería capaz de manipular cualquier computadora conectada. Los fallos de seguridad de los sistemas operativos eran escandalosos y él sabía cómo explotarlos a su favor.
Por esas fechas se hizo famoso el caso de un tal Armand Devon Moore. Era el empujón que Frank necesitaba. Moore tuvo la idea de robar al First National Bank mediante transferencias electrónicas. Para ello buscó a dos socios empleados del banco. Consiguieron un botín de casi setenta millones de dólares en una hora. Sólo debían retirarlos de la cuenta a la que fueron transferidos, en Viena. Pero Moore no sabía informática; simplemente llevó a cabo un engaño, y cometió varios errores: demasiado ambicioso, demasiadas pistas sueltas, demasiado lento, demasiado lejos. Los detuvieron en el mismo día y acabaron los tres en la cárcel. Frank analizó detenidamente los fallos y construyó su propio plan, sin socios, sin cabos sueltos, limitado a cantidades que no fueran en exceso llamativas y sólo a través de conexiones remotas. Y después, desaparecería sin dejar rastro.
Preparó durante semanas todos los detalles. Rastreó los movimientos de dinero habituales de las compañías que había elegido para simularlos lo más fielmente posible cuando llegara el momento, aunque dirigidos a sus propias cuentas. El 29 de noviembre de 1988 abrió tres depósitos a su nombre en sendas oficinas bancarias de Canal Street, bastante cercanas entre sí. En la tarde del jueves 1 de diciembre, tras violar los sistemas de seguridad de la red, accedió a los servicios de banca electrónica del Amnorth Bank, el mismo para el que había trabajado, y realizó veintidós transferencias por un importe total de 950.000 dólares. Por la mañana, se vistió con su mejor traje y recorrió los tres bancos, liquidando los depósitos. Poco antes de las diez y media subió al Ford y tomó la calle Doctor Timberlane para abandonar la ciudad.
No sabía cuándo sería descubierto el robo. Con suerte, no antes de mediodía, lo que significaba poner por medio el fin de semana. Por algo había elegido un viernes. Mientras conducía pensó en lo que quedaba atrás para siempre: la tumba de sus padres, los recuerdos de tantos años, no siempre buenos; bastantes amigos, algunos enemigos. Y Martha. Le habría gustado ayudarla y despedirse de ella, pero era arriesgado aparecer por la casa y no estaba seguro de poder confiar en la chica. Por diez dólares se podría matar a un hombre, por novecientos mil se haría cualquier cosa. Conocía bien el lado duro de la vida. 
Miró por el retrovisor la bolsa colocada sobre el asiento trasero y sintió euforia. Pero no debía echar las campanas al vuelo todavía. Las primeras horas eran decisivas. Sintonizó una emisora de noticias, hablaban de la toma de posesión de Carlos Salinas, en México. Después, en un boletín local comentaron algunos asuntos de poca importancia. Parecía seguro que aún no se había detectado el robo.
Cuando cruzó al estado de Mississippi se tranquilizó. Al llegar a Jackson aparcó junto a un desguace de coches, en una zona poco transitada. Quemó sus documentos y los sustituyó por los que había preparado minuciosamente antes del golpe. Se cambió el elegante traje por unos vaqueros y una camisa de franela, cogió la bolsa del asiento y se dirigió a pie hacia la estación de autobuses.
Cambió tres veces de línea hasta llegar a Amarillo, en Texas. Examinando el mapa decidió ir a Lubbock, una ciudad cercana en la que muchos de sus habitantes procedían de países latinoamericanos. Un lugar donde sería fácil pasar desapercibido. Una vez allí, alquiló una habitación a un matrimonio de origen mexicano y dejó pasar algunos días. Aunque vivía modestamente para no llamar la atención, el simple hecho de saber que guardaba una fortuna en el armario le hacía sentirse bien. Sólo debía esperar sin cometer errores.

Compró un coche de segunda mano en el que recorría a diario los alrededores, buscando el lugar adecuado donde instalarse definitivamente. Un día, tomando el almuerzo en un bar de carretera se enteró de que, en el condado de Cottle, el motel de los McQuayle estaba en venta. Era un lugar bastante apartado, en dirección a Vernon, cerca de Oklahoma. Fue para allá y le pareció el sitio ideal. El edificio, de dos plantas, era bastante nuevo, confortable, un oasis en una zona aislada. Los propietarios, un matrimonio de avanzada edad, querían venderlo para trasladarse a Austin con sus hijos. 
—Además del restaurante, tiene diez habitaciones en el piso alto —explicó Andrew McQuayle—. Y la gasolinera. Es un buen negocio, se lo aseguro, señor...
—Soy Benjamin Slide. —Se presentó—. ¿Cuánto quiere por él?
—Sólo setenta mil dólares.
—Es una zona muy apartada. No pensaba gastar más de cincuenta mil —objetó Frank.
—Es suyo por sesenta mil. Ni un dólar menos. 
Con su nueva identidad, Frank compró el motel, sobre el que puso un enorme rótulo de neón de llamativos colores: «Ben´s House». Él tenía tres obsesiones en su vida: la informática, el dinero y las mujeres. Una lo había llevado a la otra, y ahora iría a por la tercera, a lo grande. 
Convirtió el motel en un prostíbulo de los muchos que bordean las carreteras del país. Acondicionó las habitaciones para que resultaran cómodas y excitantes, y seleccionó cuidadosamente a las chicas. El lugar era discreto, los clientes podían acudir a divertirse sin recelo y alojarse en las habitaciones si lo deseaban, teniendo a las mujeres a su disposición, o simplemente tomar unas copas con ellas y disfrutar de un rato agradable. Ben se cuidaba de tener buenas relaciones con la policía y no era raro ver algún coche patrulla en el aparcamiento. Los agentes se convirtieron en amigos bien tratados que hacían la vista gorda cuando convenía. Eso, además, dio a Ben la seguridad de que su pasado quedara atrás definitivamente. 
El negocio funcionaba bien. No sólo no necesitaba echar mano del dinero que trajo de Nueva Orleans —no era fácil ponerlo en circulación— sino que su capital iba aumentando. Aunque pronto sus gastos también crecieron, el dinero estaba muy lejos de ser una preocupación.
Con frecuencia iba a Reno y a Las Vegas buscando diversión e ideas para su local. Gastaba fortunas, sobre todo en los casinos, a los que era muy aficionado. Así pasaron diez años, en una vida como la que siempre soñó. 

En la Nochevieja de 1999, se encontraba en el hotel Eldorado, de Reno. Ya era tarde y la mujer que lo acompañaba estaba completamente borracha, recostada sobre la silla. Ben pidió a una de las camareras que la llevara a la habitación, adjuntando una buena propina, y con su bebida en la mano decidió dar un paseo entre el gentío que abarrotaba la sala de fiestas. Al pasar cerca del bar se cruzó con una joven preciosa.
—Feliz Año Nuevo —dijo, levantando la copa. 
—¡Feliz siglo! —respondió ella con tono eufórico.
—El siglo acabará el año próximo —corrigió él.
—Pues volveremos a celebrarlo el año próximo. —Ambos rieron. 
—¿Puedo invitarte? —preguntó George. Sin esperar respuesta, llamó con un gesto al camarero y pidió una botella de Grande Dame Rosé. El barman la trajo en un cubo con hielo y dos copas. 
—Disculpe, señor, pero en esta barra se pagan las consumiciones. Si desea que se cargue en la cuenta del hotel, el camarero se lo llevará a una de las mesas —explicó amablemente el empleado. 
Ben sacó un fajo de billetes del bolsillo y pagó. Tras un brindis, ella dijo que su nombre era Romy y estaba de vacaciones con unos amigos, señalando a un grupo cercano. 
—Acércate. —Lo llevó hacia donde había señalado. 
Alrededor de una mesa se encontraban dos hombres y cuatro mujeres, una de ellas de avanzada edad y vestida con un terno de corte masculino. Los recibieron alegremente.
—Os presento a... —Entonces Romy se dio cuenta de que no conocía el nombre. 
—Ben, Ben Slide —continuó él—. Feliz Año Nuevo a todos. 
—¿No querrá robarnos a Romy? —bromeó la anciana. 
—Ustedes son muchos y yo me quedé solo. No es mala idea. —Ben siguió la broma. 
—Ella es mi maestra, Nancy Award. Una pintora famosa, quizá la conozcas —explicó Romy.
Ben no la conocía; apenas sabía de pintura, ni le interesaba. Se sentaron y, en la conversación, se enteró de que Romy estaba intentando abrirse camino en el difícil mundo del arte. 
—Tiene un gran talento —aseguró Award—, sólo necesita un empujoncito. —Y rio, no sin cierta malicia. 
—¿Qué es eso de un «empujoncito»? —preguntó Ben.
—Los inicios siempre son difíciles, más aún para una mujer. Si gusta lo que haces, ¡malo!, porque significa que no estás haciendo nada nuevo. Todos los grandes pintores empezaron siendo rechazados: Van Gogh, Picasso, Kandinsky... Se adelantaron a su tiempo. Por eso es necesario alguien que crea en tu trabajo y te dé su apoyo. Un empujoncito. Eso es lo que Romy necesita. —Miró el reloj—. Ya tengo que dejarles, es muy tarde para una joven de mi edad —dijo con sarcasmo. 
Nancy se despidió y los demás también se retiraron. Cuando Romy dio la mano a Ben, él no la soltó. 
—¿Quieres tomar una última copa conmigo?—propuso.
—He de acompañar a Nancy —adujo ella.
—Me gustaría que me hablaras sobre tu trabajo.
—¿Te parece bien mañana? Podemos comer juntos.

Ben había quedado impresionado por la personalidad de Romy. Estaba acostumbrado a tratar a mujeres bonitas pero con poca clase, muchas de ellas prostitutas o algo parecido. Conocer a Romy le impactó tanto que no podía dejar de pensar en ella. A mediodía se encontraba, nervioso como un colegial, esperándola en el comedor del hotel donde se habían citado. Ella se presentó con algunos de los amigos del día anterior, incluida la anciana, que saludaron a distancia con un gesto, dejando a la pareja a solas. Durante la comida, Ben se enteró de que Romy tenía veintisiete años y había nacido en Cleveland. En el instituto se apasionó por la pintura, especialmente por el nuevo realismo de Alice Neel, lo que la llevó a Nueva York, donde conoció a Nancy Award, también de Ohio, que la tomó como pupila. Influenciada por ésta se decantó hacia el arte feminista, que combinaba con el realismo y el pop art. 
—Me gustaría ver algunos de tus cuadros —pidió Ben.
—En mi habitación tengo varias fotografías. A mí también me gustaría que las vieras. ¿Y qué me cuentas de ti? —preguntó Romy.
Ben disimuló su historia.
—Bueno, nada interesante... Soy de Montgomery, en Alabama, y también me fui siendo muy joven. Siempre me he dedicado a los negocios y no me ha ido mal. Ahora tengo un hotel cerca de Lubbock, en Texas. Es un sitio tranquilo —mintió—. Tú... ¿estás casada? —Ben pensaba que no debía de estarlo, pero quería cerciorarse.
—Te seré sincera. No estoy casada, pero tengo pareja. Te sorprenderá. —Lo miró, resuelta—. Es Nancy. 
Ben, efectivamente, quedó sorprendido. 
—¿Quieres decir que...?
—Exacto —cortó ella—. ¿Te parece mal?
—Te iba a preguntar si no te gustamos los hombres.
—¡Oh, sí! Claro que sí. Pero Nancy es diferente. Con un hombre se puede tener una aventura maravillosa, pero no casarse. Sois dominantes, celosos, posesivos y desconsiderados. Una mujer comprende mejor a otra mujer. Siempre. 
—¿A ella no le importa que estés con otros?
—Supongo que no le agrada, pero me respeta. Además, se ha hecho mayor y también es muy independiente. Planea retirarse. Ya no se vale bien por sí misma. Dice que donde ella va no es lugar para una mujer joven. 
—¿Y tú qué opinas?
—Es realista. Yo he de vivir mi vida y Nancy la ha vivido ya. La visitaré, la ayudaré en lo que pueda, pero no me confinaré con ella. Desde el principio sabíamos que llegaría este momento. 
Ben cambió de tema.
—¿Me enseñarás esas fotos?
—Cuando quieras. ¿Vamos?
Fueron a la habitación. Romy sacó un álbum del armario y pasaron un rato mirándolo. A Ben le pareció que había algo salvaje en aquellas pinturas obscenas, sexualmente grotescas, rabiosas. Mujeres encadenadas por hombres castrados, escenas lésbicas sutilmente sádicas, a menudo rodeadas de estridentes mensajes escritos... 
—¿Te gusta? Sé sincero —pidió Romy.
—¿Le gusta a Nancy?
—Sí, mucho. Pero ella, siendo mujer... —Romy se rió—. Es una feminista terrible. 
—¿Por qué pintas estos temas? ¿Es así como ves a mujeres y hombres?
—Más o menos. Dime qué piensas tú.
—La primera impresión es incómoda. No entiendo de pintura.
—¿Nunca has estado casado? 
—No. Pero he conocido a muchas mujeres y siempre ha sido muy agradable para los dos. Ahora sí querría casarme.
—Comprendo, te haces mayor y buscas a alguien que te cuide. Una criada, una enfermera... ¿Alguien de tu edad? —Había ironía en la pregunta. 
Ben parodió una sonrisa.
—¿Entiendes ahora lo que significan mis cuadros? 
No contestó. Se sentía turbado. Intuía lo que ella quería decir y contrariaba su modo de pensar. 
—Ven. —Romy lo llevó a la cama—. Quiero hacer el amor contigo. —Él se dejó quitar la chaqueta y se tendieron sobre la colcha. 
Había conocido cientos de mujeres muy bellas, por eso le sorprendió que Romy le resultara tan especial. El tacto de su piel tenía algo que nunca antes había encontrado. Suave, terso como una fruta recién madurada. Tampoco reconocía su perfume. Ben quedó embelesado. La miró, desnuda sobre la cama, olfateó su piel y dibujó con el dedo el contorno de la silueta.
—Yo... Yo no he conocido otra mujer como tú. No quiero perderte.
—¿Perderme? ¿Crees que soy tuya porque has pasado un rato en mi cama? Tienes una extraña forma de pensar.
—Te amo desde que te vi —confesó Ben.
—Eso no es amor. Hablas como un adolescente. 
—Es la primera vez que siento algo parecido.
Ben encendió un cigarrillo y cambió de tema:
—No comprendo por qué Nancy no te ayuda. Dices que ella es famosa. Ha de tener contactos.
—Esto no funciona de ese modo. Si me presentara como su alumna, su protegida, nunca sería nada por mí misma. Ella también lo ve así.
—Puedo ayudarte. Te prepararé una exposición en Las Vegas, allí gustarán esos temas fuertes que pintas. Te daré el «empujoncito» que decía Nancy, si tú quieres.
—Una cosa es la pintura y otra la relación entre nosotros. Me agradas, eso lo sabes, pero no voy a ser tu amante y me temo que esos sean los planes que estás haciendo. No vayas a equivocarte.
Ben la miró con un brillo especial en los ojos.
—¿Te casarías conmigo? —preguntó.
—Ya sabes que no. 
—Haremos lo siguiente: dentro de un mes prepararé una exposición para ti en Lubbock, no es un gran sitio, pero servirá para empezar. Está cerca de donde vivo, así será más fácil. Después, Las Vegas. ¿Te parece bien?
—Me parece bien si lo ves como un negocio. Por ahora no habrá beneficios, eso siempre ocurre al principio. Cuando los haya, iremos a medias. Yo pongo los cuadros, tú cubres los gastos, sólo eso. 
Él aceptó, aunque en su fuero interno sólo deseara seguir en contacto con Romy. La abrazó de nuevo y estuvieron jugando en la cama hasta bien entrada la noche. Se sintió seguro de poder convencerla, nunca una mujer se le había resistido y, aunque sabía que ella era diferente, algo le decía que todo saldría bien. Cerraría el burdel, no le importaba, ya estaba cansado de ese tipo de vida y de ese tipo de mujeres. Y debía darse prisa, un mes era el plazo. 
Por la mañana, antes de despedirse para regresar a Texas, Ben le dio su dirección, su número de teléfono y un cheque por cinco mil dólares como adelanto para los gastos.

La noticia del cierre fue un terremoto en Ben´s House. Las chicas no podían creerlo, el negocio funcionaba de maravilla y ellas serían las más perjudicadas. Pero Ben era el jefe y no había opción. Compensó el despido con una generosa cantidad a cada una y desmontó la parafernalia propia del local, incluido el gran rótulo de neón, para transformarlo en un pequeño y acogedor hotel. Disfrutaba como un chiquillo preparándolo todo. Quería que causara a Romy el mejor efecto y, a medida que la fecha se acercaba, repasaba cada detalle con una ilusión para él desconocida. Habían hablado por teléfono algunas veces, demasiado fríamente para sus deseos, pero confiaba en que cuando se vieran volvería a aparecer la magia de aquella tarde, en Reno. A fin de cuentas, Romy era toda una mujer, pensaba. 
La última vez que habían hablado por teléfono, ella le anunció que salía de viaje. Hacía algunos días que Ben no podía localizarla. Se preocupó, pero quiso creer que estaría atareada con los preparativos. Entonces recibió una carta:

Querido Ben, 
Nancy ha muerto. Inesperadamente, soy su heredera. Nunca me lo dijo. Estoy desolada, ahora me doy cuenta de lo egoísta que fui. Me ha dejado una nota sumamente cariñosa y comprensiva, que no puedo parar de leer y releer. Ella... se quitó la vida. No por mí, repite una y mil veces. Me dice que estaba cansada, que vivir ya no tenía ningún sentido. No tengo ánimos para hablar con nadie. 
Yo iba a cometer un gran error. Lo siento. Olvídate de mí. 

Romy

Junto a esta nota te envío un cheque por el importe que me adelantaste. 


©Fernando Hidalgo Cutillas - 2013
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