3 de abril de 2023

181ª noche - La epopeya del hombre

 

La epopeya de la Humanidad ha sido tan apasionante que estaría bien volver a repetirla unas cuantas veces más. 



Recuerdo que, en mi infancia, la mayoría de las unidades físicas de espacio, masa, tiempo, capacidad, etc. se hacían tomando como referencia datos tangibles. Algunas de éstas evolucionaron a una mayor exactitud, por ejemplo, el metro, que pasó de ser la diezmillonésima parte del cuadrante de un meridiano terrestre (definición de  1791 por la Academia Francesa de las Ciencias) a ser, en 1889, la distancia entre dos marcas situadas en una barra de platino/iridio que se conservaba en el pabellón de Breteuil en Sèvres, Oficina de Pesos y Medidas, a las afueras de París. Me parece curioso que en mis tiempos escolares, a partir de finales de los años 50, todavía se nos enseñara lo del meridiano terrestre aunque no estuviera ya en vigor, aunque también lo de la barra de platino. 

Estos cambios  tienen una fácil explicación: a medida que avanzan el conocimiento y las ciencias, se necesitan unidades de medida más precisas e inalterables. Sabemos hoy que el metro de 1791 no medía un metro, sino algo más. Y las barras metálicas, incluso las de aleación de platino e iridio, se dilatan, tuercen y pueden ser robadas o destruidas. Así que interesaba una definición exacta e inalterable. En 1960 se redefinió, en la 11.ª Conferencia de Pesos y Medidas: «Un metro es 1 650 763,73 veces la longitud de onda en el vacío de la radiación naranja del átomo del criptón 86». La precisión era cincuenta veces superior a la del patrón de 1889. Y aun en 1983 se volvió a redefinir, de nuevo en la  Conferencia General de Pesas y Medidas, esta vez la 17ª: ​ «Un metro es la distancia que recorre la luz en el vacío en un intervalo de 1/299 792 458 de segundo». 

Sin embargo, yo prefiero las dos primeras definiciones, las antiguas. La del meridiano, en los lejanos tiempos escolares, me recordaba a las aventuras de rusos e ingleses en el África Austral tal como las contaba Julio Verne en aquellos libros de Editorial Molino que yo leía por entonces. Era una referencia épica y romántica, algo que, sesenta años después, aún recuerdo como si acabara de aprender. «La diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre». Menos evocadora era la definición de la barra de París, aunque no del todo exenta de romanticismo, con esa barra del metal más precioso y sus dos enigmáticas marcas, guardada en las entrañas de algún refugio secreto y seguro. Todo eso se ha perdido.






Se comprende, por otra parte, la necesidad de una medida exacta e invariable. Así, si algún día sucede algo catastrófico a la Humanidad, podrán recuperar nuestras medidas de siempre con total precisión. Los supervivientes, con lo que tengan a mano, sólo deberán medir la radiación del criptón 86, o bien calcular el metro a partir de la velocidad de la luz en el vacío. ¿Y cómo medir un segundo, se preguntarán? Muy fácil: un segundo es la duración de 9 192 631 770 oscilaciones de la radiación emitida en la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio.  Puede que tarden unos cuantos miles de años, eso es probable.