CAPÍTULO VI
Nuevo México - Agosto de 2007
Nuevo México - Agosto de 2007
Conduciendo por carreteras secundarias, Ruth y George
atravesaron Roswell y llegaron a Alamogordo. Tenían previsto seguir hacia
Arizona, pero estaban cansados y decidieron quedarse allí hasta el día
siguiente. Se trataba de una ciudad pequeña y tranquila, a unas cincuenta
millas de la frontera con México. George daba vueltas en la cabeza a la
situación y tenía un montón de preguntas, a las que Ruth contestaba con
evasivas o respuestas contradictorias. Si Ben la atacó por sorpresa, ¿de dónde
sacó ella el cuchillo? ¿Cómo llevaba tanto dinero encima? ¿A dónde iban
exactamente y qué pensaba hacer después? Nada de eso le parecía claro. Sin
embargo, ni por un momento se le ocurrió otra cosa que seguir las instrucciones
de la joven.
A media tarde se hospedaron en el Classic Inn Motel. Era
un edificio de planta baja con apartamentos independientes que daban al
exterior. Después de tomar una hamburguesa en el bar del hotel, se
dirigieron a la habitación. Antes de entrar, Ruth envió a George a comprar un
diario para estar al corriente de las novedades del caso.
Ya sola, Ruth abrió la puerta del apartamento asignado,
el 17, dejó la mochila sobre la cama, descolgó el teléfono y marcó: 9, 1, 1.
—Emergencias —respondió una voz de mujer.
—Necesito hablar con la policía —pidió Ruth, impostando
la voz.
—¿Qué sucede?
—Estoy en el Classic Inn Motel, de White Sands Boulevard.
En la habitación vecina se oyen ruidos extraños, como golpes y gritos. Es la número 17. Alguien debería venir a ver qué sucede.
—¿Ha avisado al encargado?
—No contesta nadie. Debe de haber salido.
—Dígame sus datos —pidió la voz. Ruth colgó.
Calculó que dispondría de unos cinco minutos
para prepararlo todo. George llegó con el periódico cuando ella se estaba
desvistiendo.
—Estoy rendida, ¿no quieres que nos relajemos? —pidió, echándose en la cama. George siempre estaba dispuesto.
—Me ducho y vuelvo en seguida —ofreció él.
—Ven ahora. Me gusta sentir el olor de tu cuerpo. —Fingió
estar excitada—. Átame, hoy quiero que me domines.
George sonrió con satisfacción. Tenía algunas fantasías
que hasta ese momento no se había atrevido a intentar. Desistió de fumar el
cigarrillo que acababa coger y dejó
pitillera y encendedor sobre la mesa. Le ató las manos a la cama,
concienzudamente. Cuando se disponía a
anudar los tobillos, unos golpes sonaron en la puerta.
—¡Policía! ¡Abran!
George sintió pánico. Ruth, fingiendo sorpresa, trató de
calmarlo.
—Seguro que no es nada importante. Ve a ver qué quieren y
despáchalos pronto. —Le susurró.
El hombre entreabrió la puerta. Un oficial de policía
quedó frente a él.
—¿Qué sucede, agente? Estamos ocupados.
—¿Está todo bien, señor? Hemos recibido un aviso...
En ese momento Ruth gritó con todas sus fuerzas.
—¡¡Socorro!! ¡Ayúdenme! —Y siguió chillando de modo
histérico. George se quedó atónito, sin comprender nada.
El agente desenfundó su arma y le apuntó.
—Camine hacia atrás con las manos sobre la cabeza
—ordenó. Por el micrófono adosado a la hombrera del uniforme pidió refuerzos.
George obedeció, y también cuando el policía le indicó que
se diese la vuelta y se pusiera de rodillas. Notó cerrarse las esposas en torno
a sus muñecas. Entonces el agente fue hacia Ruth.
—Tranquilícese. En seguida llegará una ambulancia y la
trasladará al hospital. Ya no se preocupe; está a salvo, cálmese —le decía el oficial mientras ella sollozaba.
En pocos minutos llegaron varios coches de policía.
Inspeccionaron el lugar y se llevaron a George detenido.
Después del reconocimiento médico, Ruth prestó
declaración. Cuando los inspectores esperaban un caso de secuestro y abusos
sexuales, obtuvieron la extraordinaria historia de un asesinato seguido de una
huida rocambolesca. Según explicó Ruth, ella vivía con su padre natural desde
hacía unos meses, en un motel al que llegó un viajero para pasar la noche. Por la mañana, el huésped irrumpió en el dormitorio de Ben
para robar. Al resistirse, lo acuchilló. Ella había acudido al oír las voces;
el hombre la golpeó y la dejó inconsciente. Cuando recobró el conocimiento se
encontró atada en el coche del desconocido y con el motel en llamas. Bajo
amenaza, tuvo que acompañarle en su huida durante dos días, sin tener ocasión de
comunicarse con nadie hasta que fue milagrosamente liberada. Como se habían
cometido delitos en dos estados, el FBI se encargó de las investigaciones.
Ruth contó el modo en que George se había desprendido del
coche, que encontraron en el lugar que ella indicó. Escondido en el asiento
trasero apareció un cuchillo con las huellas de
George, aún manchado con la sangre de
Ben Slide, el hombre asesinado. En la
mochila que encontraron en la habitación estaba guardado lo que quedaba del
botín, unos cinco mil dólares.
George Vincent fue trasladado a Dallas, donde lo
interrogaron. Negó todo lo que había contado Ruth, culpó de la muerte a la
chica, dijo que debía de estar loca. No le hicieron caso. En sus
antecedentes aparecieron dos delitos de abusos sexuales por los que cumplió
condena en el estado de Mississippi, donde había vivido hasta 2006, y uno más
antiguo por trapicheo con drogas. Sin más, se le acusó del crimen y se dictó
orden de prisión contra él, a la espera de juicio.
También Ruth volvió a Texas y se instaló en la casa que
todavía figuraba alquilada a nombre de Ben, en Lubbock. Su caso, ampliamente
difundido por los noticiarios, se hizo famoso; la joven despertaba compasión y
simpatías, y las autoridades le facilitaron los trámites legales necesarios.
Tuvo que ir a Dallas para entrevistarse con el fiscal, del que era la principal
testigo. Así supo que las investigaciones giraban en
torno a una motocicleta que, según las pruebas, apareció por el lugar de los
hechos poco después de que el coche de George saliera de allí. Ruth disimuló la
inquietud que le produjo la noticia.
—Sobre las huellas del automóvil quedaron las de otro
vehículo de dos ruedas. Por suerte había llovido y el barro conservó muy bien
las marcas —explicó el fiscal—. Por ahora no hemos conseguido averiguar quién
iba en esa moto. ¿Tiene usted idea?
—No sé quién podría ser
—respondió Ruth.
—Nos interesa mucho encontrarlo. Quizá fue cómplice, o vio algo... —El fiscal hizo un gesto de
resignación—. En fin, el caso está claro y usted es testigo. Y, además, una víctima. ¡Ah!, sobre su herencia: he hablado con el juez que llevará el tema. El
reconocimiento de paternidad será rápido, aunque el proceso se alargará porque
al parecer no hay testamento pero, como usted vivía en la casa cuando todo
sucedió, puede tomar posesión de lo suyo y nadie va a inmiscuirse, ¿me
comprende? —El fiscal levantó las cejas, en un gesto cómplice.
—Le estoy muy agradecida, señor Wright.
—Además, eso aliviará el trabajo del sheriff, ya que sus
hombres deben custodiar el lugar hasta que alguien se haga cargo. La secretaria
le dará la autorización para que pueda entrar.
—No se preocupe, pronto lo haré. Debo decirle algo...
—Ruth adoptó un tono confidencial que captó la atención de su interlocutor—. Mi
padre no era Ben Slide. —El fiscal dio un respingo. Ella se apresuró a
rectificar—. No, no es eso lo que quería decir. Verá, su verdadero nombre no
era Ben Slide, sino Frank Murray. Llegó aquí desde Nueva Orleans antes de que yo
naciera.
—¡Ah!, es eso. Ya estamos al corriente. A pesar de las
quemaduras se pudo obtener las huellas del cadáver. Como tenía
antecedentes en seguida apareció su identidad. Iba a contárselo más adelante,
no quería causarle más pesar estando tan reciente el drama por el que usted ha
pasado. ¿Sabe por qué lo hizo? El cambio de nombre...
—Mi madre me dijo que fue para ocultarse de ella —mintió
Ruth—. Pero ¿dice usted que tenía antecedentes?
—Nada que ahora tenga importancia. Quede tranquila y
vuelva a verme cuando quiera, señorita Murray.
Jeremy Wright observó a Ruth mientras se alejaba por el
pasillo. Sin duda la joven tenía un notable encanto, una elegancia natural.
Pero había algo inquietante en ella. ¿Tan tranquila, tan centrada, a su edad,
después de haber perdido trágicamente en pocos meses a su madre y su padre y
haber pasado el trauma de un secuestro con abusos? Por otra parte, un antiguo delincuente
sexual de poca monta ¿de pronto se convierte en un atracador y asesino? Algo no
encajaba. Decidió interrogar de nuevo a George Vincent.
El acusado repitió punto por punto lo que ya había
explicado: su llegada al motel, el ruego de la chica de que la sacara
de allí, el modo en que se enteró del incendio y de la muerte de Ben, el relato
que le hizo Ruth de cómo sucedió, la compra del nuevo coche y el abandono del
suyo. En ningún momento entró en contradicción, por muchas vueltas que dio el
fiscal.
—¿Había alguien más en el motel aquella mañana?
—No vi a nadie.
—¿Por qué no acudió a la policía cuando ella le contó el
crimen?
—Me aseguró que fue en defensa propia; un accidente. Dijo
que no lo creerían y todos nos tomarían por cómplices. Pensé que tenía razón.
—El vendedor asegura que fue usted quien pagó el vehículo.
Además está lo del cuchillo… ¿Sabe usted algo de una motocicleta?
—¿Moto? No, nada. Ella me dio el dinero, yo apenas
llevaba encima mil dólares. El cuchillo... Yo usé un cuchillo igual en la cena,
sólo se me ocurre que ella lo guardara. Es muy astuta, créame.
La historia que contaba George no le pareció tan
descabellada como a los detectives que lo habían interrogado antes. Era
imprescindible encontrar al hombre de la moto. El examen de la rodada indicaba
que era de escasa potencia, de las que se usan para trayectos cortos. Y las marcas
apuntaban en dirección a los ranchos y a Vernon.
La policía hizo averiguaciones, pero en esa zona había muchas
motocicletas sin ningún tipo de registro, la mayoría antiguas y destartaladas,
que la gente utilizaba para los desplazamientos por caminos rurales, fuera de
control. Pese al empeño, la búsqueda estaba resultando infructuosa.
Por las noticias que difundía la televisión, Steve estaba
al tanto de lo sucedido a su amigo Ben y desde el principio sospechó de Ruth.
Sabía muy bien que su historia era falsa, él mismo la vio salir del motel por
su pie. Aquello no tenía nada que ver con un secuestro, ella estaba de acuerdo
con aquel fulano, no tenía duda. Cuando supo que la policía indagaba las huellas
que su moto dejó junto al incendio, se inquietó. Lo que menos le interesaba era
que anduvieran en su garaje, donde guardaba una buena cantidad de pequeños artículos
que traía de contrabando en sus viajes hasta que conseguía venderlos. A pesar
de la furia que le provocaba el cinismo de la muchacha, decidió callar. Ya
encontraría el modo de que ella lo pagara, se dijo.
El agente que custodiaba la ruina del motel aquella tarde
reconoció a Ruth por las fotos que habían aparecido en los periódicos. Ella le entregó
el documento que acreditaba su derecho y el hombre la dejó pasar.
—Lleve cuidado, señorita, podría derrumbarse
algo.
La chica le sonrió y se dirigió a la parte de atrás. Bajó
con precaución la escalera de piedra que llevaba al sótano. Allí el incendio no
había llegado. Quitó la tabla y apareció la caja fuerte. Cogió la llave oculta
en una grieta de la madera y la abrió. Dentro había unos quinientos mil dólares
en billetes grandes. Los puso en una
bolsa de plástico negro, cerró la caja vacía y la cubrió de nuevo con la tabla.
Se disponía a subir cuando un bulto embalado llamó su atención. Rasgó el papel
y descubrió una pintura que la estremeció: una mujer con cabeza de serpiente
vestida con una túnica sobre la que podía leerse AYIDA-WEDO. Subió la escalera
deprisa y se despidió del guardia.
—En unos días me haré cargo de todo. Sólo he venido a
comprobar los destrozos y recoger un par de cosas. Es un desastre —lamentó, señalando
las ruinas con un gesto de la cabeza.
A George Vincent le asignaron un letrado joven, con pocos
años de experiencia y ganas de hacerse nombre en la profesión. Al abogado le
preocupaban la notoriedad que el caso había adquirido en la opinión pública y
las simpatías que despertaba Ruth Murray. Sería difícil formar un jurado sin
prejuicios. En la primera entrevista a solas, Fred Duran fue claro con su
cliente.
—Señor Vincent, ha de contarme hasta el último detalle.
Lo tiene mal, la prensa ya lo ha juzgado y condenado. Sus antecedentes pesan
mucho. ¿Qué fue exactamente lo que usted hizo en Mississippi?
George se sintió incómodo al pedirle que hablara de su
pasado.
—Bueno... Yo nunca forcé a nadie, créame, señor Duran,
pero hice unas cuantas grabaciones con cámara oculta que salieron a la luz y
eso molestó a las mujeres que aparecían en ellas. Me llovieron las denuncias y
en un par de casos me condenaron. Por abusos, porque ellas mintieron. No
obligué a nadie, pero las filmaciones eran bastante indiscretas y
predispusieron al tribunal en contra de mí.
—¿En casa de usted?
—¿Qué quiere decir?
—Si las filmaciones las obtuvo usted en su casa o en las
de ellas.
—Oh, no. Todas en la habitación de algún hotel.
—¿Con cámara oculta? ¿Cómo lo hacía?
—Verá, yo entonces tenía una pitillera que escondía una cámara
diminuta. Un juguete muy útil. Sólo
tenía que dejarla sobre cualquier mueble, no levantaba sospechas. —Sonrió al
recordarlo.
—Comprendo. —Duran tuvo una intuición. Abrió el
expediente y lo hojeó hasta dar con el dato que buscaba—. Entre los objetos que
llevaba usted cuando le detuvieron figura una pitillera —hizo notar.
George se revolvió en su asiento.
—Soy fumador, es algo corriente.
—La examinaré.
—Pero ¿es usted mi defensor o ayudante del fiscal? ¿Qué
interés tiene en destapar antiguos problemas? —preguntó George, molesto.
—Parece que no comprende, George. Si le condenan, no le
van a caer unos pocos meses de cárcel como entonces. Podría costarle la vida.
—Pero lo que dice esa chica no tiene pies ni cabeza. No pueden
condenarme. Yo nunca he sido violento,
quienes me conocen saben que no haría algo como lo que ella cuenta. Y parece
que hay más sospechosos, el fiscal me preguntó por una moto —respondió George,
escéptico.
—Olvídese de la moto. Todo le incrimina, George. Ella ha
urdido muy bien la trama mientras usted se ha comportado como un verdadero estúpido.
El jurado la creerá a ella, esté seguro. ¿Esa pitillera contiene una
cámara? —preguntó directamente el abogado.
George dudó antes de contestar.
—Sí —reconoció.
—¿Y hay en ella alguna grabación de Ruth Murray?
—Ya me condenaron por eso dos veces, sería la segunda
reincidencia, ¿no lo entiende?
—¿Hay o no filmación? Si no colabora me apartaré del caso
—amenazó el abogado.
—Las hay —admitió por fin George, avergonzado—. Nunca he
dejado de hacerlas, aunque ahora, sólo para mí. Sé que es ilegal pero esos
vídeos me excitan más que ninguna otra cosa.
—Dios quiera que no se hayan borrado. —Duran apretó los
labios con un gesto de triunfo.
Una hora después, el abogado y el fiscal se encontraban
reunidos en la oficina de este último, frente a un pequeño monitor de vídeo.
Wright dictaba el informe a su secretaria: «Aparece Ruth Murray, desnuda sobre una cama. Entra en
escena George Vincent y comienza a atarle las manos, mientras ella gime y pide
que lo haga con fuerza. Al cabo de un momento se oye unos golpes y una voz:
"¡Policia, abran!". Entonces
ella dice: "Seguro que no es nada importante. Ve a ver qué quieren y
despáchalos pronto". Vincent sale de la escena y se escucha un murmullo
ininteligible. De pronto Ruth Murray empieza a pedir auxilio a gritos. Poco
después, un agente de policía la cubre con la sábana».
El fiscal cortó el vídeo, con gesto preocupado.
—La prueba es demoledora —reconoció—, pero
extraordinariamente incómoda en un juicio del que toda la opinión pública está
pendiente. Algo así tendrán que verlo el jurado y el tribunal a puerta cerrada...
—El vídeo demuestra que Ruth Murray ha mentido. No fue
secuestrada, ni mi cliente la obligó a nada. Toda la acusación se basa en lo
que ella contó y su credibilidad nace del modo en que fue encontrada y
rescatada por los agentes. Eso se viene abajo con lo que acabamos de ver.
—Pero no demuestra que Vincent sea inocente, sólo que no
secuestró a Ruth. Posiblemente sean cómplices. Por otra parte, un abogado hábil
podría anular la prueba. Es ilegal en sí misma —comentó Wright, pensativo—. Interrogaré
a Ruth de nuevo.
—¿No va a detenerla? Está claro que ha mentido.
—Hay que revisar el caso, no debemos precipitarnos. Veremos
qué dice el juez.
Esa misma tarde Ruth acudió a la oficina del fiscal.
Wright le mostró los primeros segundos de la filmación e interrumpió el vídeo.
—¿Quiere ver lo que sigue, o lo recuerda? —preguntó
con ironía. El rostro de Ruth se
encendió y su actitud se hizo
hostil.
—Eso sólo demuestra que ese hombre es un cerdo.
—Demuestra que el señor Vincent no la retenía contra su
voluntad y que usted montó una farsa. ¿Qué le parece si me cuenta la verdad?
—Él me amenazó de muerte, tenía que seguirle el juego
—intentó justificar Ruth.
—Él hizo sólo lo que usted pidió, no pretenda seguir
engañándonos. Creo que usted fue cómplice y las pruebas lo demostrarán. Busque
un abogado porque va a necesitarlo. Y no salga de la ciudad —concluyó el
fiscal.
Cuando Ruth abandonó el edificio estaba furiosa. George y
su maldita cámara habían echado por tierra lo que tan minuciosamente había
planeado durante meses. Comprendió que su versión no se sostendría. Ella podría
incriminar a George pero no se libraría de que la acusaran también. En cuanto
el juez ordenara su arresto, no tendría escapatoria. Debía huir mientras
pudiera. Si se apresuraba podría estar en Lubbock en cuatro o cinco horas,
recoger el dinero que sacó del motel y poner tierra por medio.
Llegó a medianoche. Frente al edificio vio aparcado un
coche de policía. Pasó de largo. Unas travesías después estacionó para aclarar
sus ideas. No había duda de que ya la buscaban. Si encontrara la forma de
entrar a la casa... ¡Había luchado tanto por ese dinero! Pero no debía correr
riesgos. Miró en su bolso. Llevaba unos mil dólares, suficiente para llegar a
Nueva Orleans, donde podría esconderse. Ya pensaría algo más adelante, se dijo.
Una semana más tarde, Ruth deambulaba por las callejas
cercanas al puerto de Nueva Orleans. Un hombre enorme se acercó a ella.
—¿Cuánto pides?
Ruth lo miró de arriba abajo.
—Depende. ¿Qué te gusta hacer?
—Iremos a mi barco. Te va a encantar, preciosa. —El
hombretón soltó una carcajada.
Cuatro días después, el fiscal Wright recibió una carta
en su oficina. La firmaba Ruth Murray, y era la confesión del asesinato de su
padre. Los detectives la buscaron intensamente, sin éxito. Parecía que se la
hubiera tragado la tierra.
Las ruinas del hotel de Ben quedaron abandonadas. Los
lugareños decían que en ocasiones oían siniestros ruidos procedentes del
sótano. La policía lo investigó varias veces, sin encontrar nada fuera de lo normal.
Pero los extraños ruidos continúan escuchándose, hasta muchas millas de
distancia...
FIN
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2013
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