La decepción de Ben por el plante de Romy fue inmensa.
Cuando pensaba dar un giro de ciento ochenta grados a su vida, después de haber
cerrado el burdel con todo lo que significaba, se encontró de pronto solo y sin
proyecto. Por otro lado, se preguntaba cómo podía haberse hecho ilusiones con una mujer que decía
ser lesbiana, que había sido tan cruelmente egoísta con Nancy Award, que
pintaba aquellos cuadros que parecían salidos de una mente enferma. Entonces
recordaba el tacto de su piel, el olor de su perfume, y una avalancha de
sentimientos contradictorios se apoderaba de él. No dejaba de sorprenderle que
a sus cincuenta y siete años, un hombre de su experiencia con las mujeres se
hubiera comportado como un adolescente. Profundamente deprimido, la seguridad
en sí mismo que siempre había sentido se esfumó, al igual que su apetito por el
sexo, insaciable hasta entonces.
El motel iba de mal en peor. La construcción de una
autovía dejó la antigua carretera sin apenas tránsito. El aislamiento que había
sido ventajoso para la discreción del burdel se convirtió en un inconveniente
para el nuevo enfoque del negocio. Pero a Ben no le preocupaba el dinero. Lo
dejó en manos del matrimonio que le ayudaba desde años atrás y alquiló una casa
en Lubbock, huyendo de la soledad y de los recuerdos.
Bebía en exceso, una vieja costumbre que se reavivó.
Mientras antes lo hacía acompañado, buscando el placer y la euforia festiva que
le producía el alcohol, por entonces bebía en solitario, en umbríos locales
donde con frecuencia el camarero consentía en retrasar la hora de cierre a
cambio de algún billete. Sus escarceos con las mujeres eran esporádicos, las
más de las veces simples conversaciones en la barra de algún cuchitril de mala
muerte, impregnadas de desvarío etílico. Una de esas noches, Ben salió de un
garito muy tarde. No recordaba más, hasta que se despertó en una cama del Covenant
Medical Center.
Ben pasó en coma cerca de cuarenta y ocho horas. Los
médicos le hicieron muchas pruebas y ninguna fue concluyente. No parecía haber
lesiones agudas en el corazón, ni en el cerebro, ni en ningún otro órgano vital. Pero
el alcohol, el tabaco y los excesos en
general estaban arruinando su salud. Cuando salió de urgencias, durante unos días compartió
habitación con Steve, un marinero algo más joven que Ben, enorme y lleno de tatuajes. Su mera presencia
impresionaba, aunque resultó ser una persona afable. Estaba allí por un
problema en el pulmón, grave al parecer, pero Steve se las ingeniaba para
esconder algunos cigarrillos que fumaban a escondidas durante la noche. El olor
los delataba y las enfermeras habían hecho del caso algo personal, pero nunca
encontraron el escondite. El asunto incriminaba
a Ben, que recibía presiones de ambos lados. Se divertía viendo cómo las
enfermeras revolvían una y otra vez las pertenencias de Steve infructuosamente sin
llegar nunca a darse cuenta de que en su mesilla había dos mandos a distancia
para un solo televisor. Era un hombre ingenioso y divertido, que no se dejaba
amilanar por la enfermedad. A veces hablaban antes de dormir.
—Si no dejé de fumar cuando hubiese valido la pena, ¿para
qué ahora? —justificaba, sacando dos cigarrillos del falso mando a distancia—.
Pero tu caso es distinto, Ben. Tú no tienes aún mi enfermedad, estás a tiempo.
Y no eres calvo.
—¡¿Cómo?! —Ben pensó que Steve desvariaba—. ¡Qué tendrá que
ver la calvicie!
—Sí, no lo tomes a broma. Me lo dijo un bokó hace años: los calvos tienen poder
en los pulmones. No enferman como los que tenemos pelo.
—¡Vaya tontería! —resolvió Ben.
—¡No, no! —insistió el otro—. ¿Has conocido a tipos que
hayan tenido cáncer de pulmón? Intenta recordarlos. ¿Eran calvos?
Ben recordó a cuatro o cinco hombres que sabía que habían
muerto de ese mal. Se quedó boquiabierto al comprobar que todos ellos lucían
una estupenda cabellera antes de enfermar.
Cuando Ben dejó el hospital, salió decidido a cambiar de
vida. En la clínica tuvo mucho tiempo para reflexionar. Él nunca quiso ataduras
y no las tenía; en consecuencia, tampoco tenía el apoyo de nadie. No se podía
quejar, todo le había salido bien a lo largo de los años salvo aquel pequeño
periodo en la cárcel, que ya apenas recordaba. Y Romy. No debía tirar por la
borda unos años que aún podrían ser buenos. Se instaló de nuevo en el motel, decidido a llevar una
vida tranquila. Recuperó su afición por la informática y pasaba largos ratos
husmeando por internet las cosas más diversas, aunque se resistía a dedicar a
ello demasiado tiempo. Dos o tres veces cada mes iba a Lubbock, a comprar lo
necesario y generalmente estaba allí un par de días. Frecuentaba la única
galería de arte de la ciudad donde siempre encontraba la exposición de algún
pintor novel. Desde que conoció a Romy sentía curiosidad por la pintura, le
gustaba interpretar aquellos cuadros que al principio le parecieron
incomprensibles, o al menos lo intentaba. En el fondo, tenía la vaga esperanza
de que Romy apareciera alguna vez por allí. En una de esas ocasiones encontró
una serie de obras tan similares a las de ella que el corazón se le aceleró.
Pero no eran de Romy, sino de Sean Cheetham, un joven pintor californiano que
ya era bastante famoso. Se quedó conmovido ante uno de los cuadros:
representaba a una muchacha vestida con una camiseta corta, negra, decorada con
una cabeza zoombie sobre la que se
leía CRAMPS. La muñeca derecha ceñida
por un pañuelo también negro y apoyada en la cintura; la mano izquierda sobre
el muslo desnudo del mismo lado. La cabeza, indolentemente ladeada, enmarcada
por una corta melena cenicienta. Tenía un extraordinario parecido con Romy. Una
braguita en forma de canana con dos hileras de cartuchos remataba la parte
inferior. La etiqueta bajo el marco anunciaba el precio: veintidós mil dólares.
Sin pensarlo dos veces, Ben compró el cuadro.
Cuando más tarde habló con Sean, le preguntó por la
modelo.
—No sabría decirle. Esta obra tiene unos dos años. Son
chicas que posan, generalmente estudiantes, a menudo de arte. No suelo tener
modelos profesionales —respondió el pintor.
—¿No es algo cara la pintura? —se quejó.
Sean rio a la defensiva.
—Lo que se vende es una obra de arte. No el derecho a
verla, a oírla, a tocarla, como en otros casos; ni siquiera el derecho a
tenerla en su casa. Usted compra la obra completa y eso es caro, ¿lo entiende?
Ben parecía perplejo ante la explicación. Sean lo aclaró.
—Verá, cuando usted compra una novela, o una grabación
musical, usted no compra la obra. La novela o la música siguen perteneciendo a
su propietario, que puede seguir imprimiendo ejemplares o grabando discos, o
hacer lo que quiera. Sólo compra el derecho a leer u oír. Pero cuando compra un
cuadro, usted pasa a ser el propietario de la obra. ¿Lo comprende ahora? Por
eso la pintura alcanza precios tan altos.
—Nunca lo había pensado así —reconoció Ben.
—Por otra parte, una vez que los cuadros de un pintor
alcanzan un precio, no se puede vender por debajo. Y los míos se cotizan a ese
valor. Por ahora. —Sean terminó su explicación con un guiño—. Y subirán; hace
una buena inversión. ¿Conoce usted a la modelo? —preguntó inesperadamente.
—Se parece a una amiga. Mucho. También pinta, se llama
Romy.
—¿Romy Leach?
—Sí.
—Romy... —Sean titubeó—. Murió hace unos seis meses, ¿no
lo sabía?
Ben sintió un mazazo en el pecho.
—No sabía nada. —Fue un murmullo apenas audible.
—En un accidente, en España. Lástima; era muy buena y
empezaba a triunfar.
Al cabo de unos días un furgón descargó el cuadro en el
motel. Ben lo dejó en el sótano, embalado tal cual llegó. No quería enfrentarse
a los viejos fantasmas. Aquella noche vació una botella de whisky.
Ben se iba convirtiendo en un taciturno. Pasaba las horas
y los días solitario bajo el porche, en un motel donde apenas había huéspedes y
sólo acudían al restaurante unos pocos trabajadores de los ranchos cercanos.
Sus visitas a Lubbock se hicieron más y más esporádicas desde que recibía los
suministros en la camioneta de reparto. Pensaba en su pasado y no se reconocía.
¿Qué quedaba de aquel joven estudiante de ingeniería que pensaba comerse el
mundo? ¿O de aquel ambicioso informático que no dudó en violar la ley para
conseguir lo que quería? Ni siquiera el nombre. ¿De qué le había servido lo que
logró? No podía negar los buenos momentos vividos pero ¿eso era todo? Estaba a
punto de cumplir los sesenta, tenía dinero suficiente para hacer lo que
quisiera, lo malo era que no sentía deseos de hacer nada.
Andrés, el hombre del matrimonio que le ayudaba, se sentó
un día a su lado.
—Verá, señor Slide, Juana y yo querríamos marcharnos. No
lo tome a mal, es que nos hacemos mayores. Juana padece de los huesos, le
duelen cada noche. Y queremos estar más cerca de la familia. Tenemos algunos
ahorros y creo que podremos retirarnos.
Ben lo miró con desaliento.
—Claro, Andrés, no hay problema. ¿Cuándo habéis pensado
marchar?
—No hay prisa, patrón. Sólo quería que usted lo supiera y
tuviese tiempo para buscar a alguien.
—No hace falta. Yo puedo atender el restaurante. Cerraré
las habitaciones; apenas viene nadie. Podéis iros cuando queráis. Conseguiré
que alguna de las mujeres del rancho O´Malley venga a limpiar de vez en cuando.
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2013
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