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Capítulo
III
Martha sabía que su relación con Frank no duraría mucho. Era
atractivo, amable en la intimidad, atento cuando quería... Después de ocho meses
de convivencia, se había acostumbrado a él tanto como a las comodidades que
disfrutaba. Intuía que Frank tampoco estaba enamorado, pero que la amaba a su
manera; él nunca le echó en cara su pasado y a menudo trataba de complacerla
con pequeños detalles. Y cuando empezaba a hacerse a la idea de que aquello
duraría más de lo imaginado, Frank desapareció.
Al cabo de unos días, Martha comprendió que no iba a
volver. No previó que el final sería tan brusco y decepcionante. Mirando a su
alrededor, no vio más que un piso de alquiler y, en el espejo, a una chica
mediocre y desorientada. Poca cosa para retener a un hombre atractivo como él.
Pasada una semana, se presentaron dos inspectores de policía preguntando por
Frank. Revolvieron todo y la interrogaron a fondo, insistiendo en indagar su
paradero. Cuando se convencieron de que ella no sabía nada, se marcharon sin
dar explicaciones.
Martha volvió a su vida anterior, a las callejas cercanas
al puerto donde antes se ganaba la vida. Unas semanas después, tomando una copa en un bar con un
cliente, vio la foto de Frank en una revista sobre el mostrador. Saltó como un
resorte. El reportaje explicaba con detalle el sofisticado robo, las pesquisas
de la policía, su completa desaparición... «¡950.000 dólares, y el muy cabrón
me deja en la miseria!». Lo sintió como un ultraje, como un absoluto
desprecio. Días después supo que estaba embarazada.
Liza Mayfield era bien conocida en el barrio. Años antes,
tuvo una casa de citas en la calle Saint Maxent, un lugar frecuentado por
marineros y gente de paso. Una noche oyó gritos y golpes que provenían de una
de las habitaciones. La puerta estaba cerrada con llave, nadie respondió a las
llamadas de la dueña así que con su voluminosa humanidad la echó abajo.
Encontró a un hombre desnudo, borracho, golpeando furiosamente a la chica que
había subido con él, que sangraba en el suelo. Sin pensarlo, le rompió una
silla en la cabeza. En realidad rompió ambas cosas: el hombre quedó inconsciente
y murió en el hospital aquella misma noche. La policía detuvo a Liza y cerraron
el burdel, pero la mujer alegó defensa propia y varios testigos lo
corroboraron, por lo que quedó libre en poco tiempo y fue absuelta en el juicio
que más tarde se celebró. Aunque pudo hacerlo, nunca más quiso reabrir el
negocio. Alquiló entonces las habitaciones a prostitutas de la zona, con la
advertencia de que no podían, de ninguna manera podían —insistía— subir hombres
a la casa. La que lo hiciera sería expulsada inmediatamente y sin contemplaciones.
Cuando Martha se enteró de que una habitación había
quedado libre, fue a hablar con Liza y ambas mujeres se entendieron bien.
Recogió sus pocas pertenencias de la que había sido la casa de Frank y se
trasladó. Desoyendo los consejos de las compañeras, Martha decidió seguir la
gestación. Estaba decidida a tener el hijo que la uniría a esos 950.000 dólares
cuando Frank, tarde o temprano, reapareciera. Fueron meses difíciles,
disimulando su embarazo mientras fue posible para no ahuyentar a los clientes.
La joven despertó en Liza una profunda simpatía, y
también Martha se sentía atraída por el carácter sólido y franco de la patrona.
Cuando, avanzada la gestación, tuvo que descansar por un tiempo, Liza le
ofreció su ayuda.
—Haces bien en tener a tu hijo. Ya me pagarás cuando
vuelvas al trabajo, ahora no te aflijas. No voy a ser más pobre por unos pocos dólares.
—¿Has tenido hijos? —preguntó Martha.
Liza la miró con un asomo de tristeza.
—Sólo uno, y murió muy pequeño. Entonces no había las
medicinas que hay ahora. Ni yo hubiera tenido dinero para pagarlas.
—¿Y no más? —insistió la joven.
—No, ¿para qué? No he encontrado a ningún hombre con el
que valiera la pena tenerlos. Con un poco de cuidado puedes evitarlo. ¿El padre
de tu hijo...?
Martha comprendió la pregunta que Liza dejó en suspenso.
—Sé quién es, sí. Estuvimos casi un año juntos, hasta que
desapareció.
—¿Desapareció? ¡Vaya novedad! Todos son iguales.
Martha contó entonces lo sucedido con Frank y el robo del
dinero.
—Por eso quiero tener este hijo. Parte de ese dinero es
suyo.
—No será fácil. El hijo de una mujer con tu historia...
—Liza torció el gesto.
—Demostraré que es el padre.
—Pero, pequeña, ¿no comprendes que a ése no le verás más
el pelo? —La mujer acarició el brazo de Martha, mostrando una sonrisa que
invitaba a ser realista—. Ten a tu hijo para ti, para no estar sola —aconsejó.
A principios de agosto llegó el momento del parto. Fue
difícil, se alargó peligrosamente y el ginecólogo decidió hacer cesárea, que
también se complicó. Cuando Martha abandonó el Hospital Universitario, tres
semanas después, llevaba un bebé en los brazos y una horrible cicatriz
cruzándole el vientre.
Una vez más Liza le demostró su afecto. Dado que era
impensable que la joven volviera a su labor habitual en bastante tiempo, le
ofreció trabajo en la pensión y la ayudaba también cuidando de la pequeña Ruth.
Martha se sentía muy desgraciada, echado a perder su atractivo y atada a una
niña que no deseó tener más que por su ansia de venganza. Se veía prematuramente
envejecida; aún no había cumplido los veinticuatro y parecía una mujer de mucha
más edad. Permanentemente malhumorada, maldecía la hora en que decidió tener a
la pequeña, a quien trataba de un modo frío y falto de cariño. Liza la
comprendía, pero esa forma de actuar acabó por distanciarlas y sólo por la niña
siguió ofreciéndole ayuda.
A medida que crecía, el parecido de Ruth con su padre se
hacía notable. Martha conservaba una foto de Frank, nunca quiso desprenderse de
ella aunque en varias ocasiones estuvo a punto de hacerla trizas. A veces se la
mostraba a Ruth.
—Éste es tu padre, el hijo de puta que me preñó y nos
dejó tiradas. Y tú eres igual que él.
Ruth destacó pronto por su inteligencia. Sin embargo, no
era aplicada, no le gustaba estudiar y cuando cumplió dieciséis años decidió
que ya era bastante. Ni su madre ni Liza querían que terminara ejerciendo la
profesión, pero la chica, aun siendo menor de edad, ya había iniciado algunos
escarceos. Prefería a los hombres mayores, según ella menos exigentes, más
manejables, a los que podía encandilar con su aparente ingenuidad. Les sacaba
cuanto quería, llegando en ocasiones a chantajearles veladamente. Ella no lo
consideraba un trabajo sino una forma de divertirse y conseguir dinero para sus
caprichos, que no compartía con nadie. La relación con su madre era tensa, con
frecuentes disputas que terminaban con un portazo de Ruth, para volver a los
pocos días, cuando se le acababa el dinero.
Liza acusaba la edad, ya no era la mujer vigorosa y
corpulenta de años atrás, y Martha fue paulatinamente haciéndose cargo de los
trabajos de la casa. La tensa relación con Ruth enrareció el ambiente entre las
mujeres y puso un punto de desconfianza en Liza, que controlaba a Martha de
cerca.
Algunas pupilas volvían pasado un tiempo a sus lugares de
origen; otras, pocas, conseguían casarse; la mayoría de ellas simplemente se
mudaban a su propia casa. Por ello abundaban en la pensión las mujeres jóvenes,
recién llegadas a la ciudad, que en ocasiones pasaban por algún apuro. La
patrona no tenía inconveniente en prestarles algo de dinero, que ellas
devolvían con un bajo interés.
Un día se presentó una mujer a la que llamaban «Dallas»
porque provenía de esa ciudad. No era tan joven, pero sí exuberante, con
grandes pechos y muslos prietos, el tipo de mujer que atrae a los hombres que
buscan voluptuosidad. Llegó con lo puesto, que era más bien poco, y un enorme
sombrero tejano. Después de ocupar su habitación, habló con Liza.
—Me han dicho que me podría prestar unos dólares, mientras
empiezo a trabajar. Se los devolveré en pocos días.
—¿Cuánto necesitas?
—¿Cien? —propuso Dallas.
—De acuerdo. —Pidió a Martha que le trajera los billetes
del cajón del aparador.
Dallas sacó su cartera del bolsillo trasero. Cuando la
abrió para guardarlos, una fotografía quedó a la vista por un instante. El
corazón de Martha dio un vuelco. No podía creerlo: en la foto, Dallas se
encontraba al lado de un hombre que le recordó a Frank. Tuvo la intuición de
que era él. Debía cerciorarse.
—¿Eres tú la de la foto? Déjame ver... —El halago siempre
funciona, pensó.
Dallas la sacó del plástico que la cubría y la enseñó,
complacida.
—Es de hace tiempo, yo era más joven.
¡Era Frank! Sí, con algunos años más, pero a Martha no le
cabía duda.
—¡Qué guapa! ¿Y él? —preguntó como de modo casual.
—Un conocido. Me contrató hace unos años en el Ben´s House, cerca de Vernon. Un sitio
increíble. Y el imbécil lo cerró, ¿puedes creerlo? —dijo de modo despectivo. Guardó la foto y
salió por el pasillo.
Las dos mujeres se miraron. ¡Por fin había aparecido
Frank!
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Liza.
—Cobrarme lo que me debe ese cabrón —respondió Martha.
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2013
Todos los derechos reservados - Prohibida la reproducción
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