17 de octubre de 2019

153ª noche El diablo siempre llama dos veces Capítulo III

Ir a capítulo I
Ir a capítulo II


Capítulo III


Martha sabía que su relación con Frank no duraría mucho. Era atractivo, amable en la intimidad, atento cuando quería... Después de ocho meses de convivencia, se había acostumbrado a él tanto como a las comodidades que disfrutaba. Intuía que Frank tampoco estaba enamorado, pero que la amaba a su manera; él nunca le echó en cara su pasado y a menudo trataba de complacerla con pequeños detalles. Y cuando empezaba a hacerse a la idea de que aquello duraría más de lo imaginado, Frank desapareció. 
Al cabo de unos días, Martha comprendió que no iba a volver. No previó que el final sería tan brusco y decepcionante. Mirando a su alrededor, no vio más que un piso de alquiler y, en el espejo, a una chica mediocre y desorientada. Poca cosa para retener a un hombre atractivo como él. Pasada una semana, se presentaron dos inspectores de policía preguntando por Frank. Revolvieron todo y la interrogaron a fondo, insistiendo en indagar su paradero. Cuando se convencieron de que ella no sabía nada, se marcharon sin dar explicaciones.

Martha volvió a su vida anterior, a las callejas cercanas al puerto donde antes se ganaba la vida. Unas semanas después, tomando una copa en un bar con un cliente, vio la foto de Frank en una revista sobre el mostrador. Saltó como un resorte. El reportaje explicaba con detalle el sofisticado robo, las pesquisas de la policía, su completa desaparición... «¡950.000 dólares, y el muy cabrón me deja en la miseria!». Lo sintió como un ultraje, como un absoluto desprecio. Días después supo que estaba embarazada.

Liza Mayfield era bien conocida en el barrio. Años antes, tuvo una casa de citas en la calle Saint Maxent, un lugar frecuentado por marineros y gente de paso. Una noche oyó gritos y golpes que provenían de una de las habitaciones. La puerta estaba cerrada con llave, nadie respondió a las llamadas de la dueña así que con su voluminosa humanidad la echó abajo. Encontró a un hombre desnudo, borracho, golpeando furiosamente a la chica que había subido con él, que sangraba en el suelo. Sin pensarlo, le rompió una silla en la cabeza. En realidad rompió ambas cosas: el hombre quedó inconsciente y murió en el hospital aquella misma noche. La policía detuvo a Liza y cerraron el burdel, pero la mujer alegó defensa propia y varios testigos lo corroboraron, por lo que quedó libre en poco tiempo y fue absuelta en el juicio que más tarde se celebró. Aunque pudo hacerlo, nunca más quiso reabrir el negocio. Alquiló entonces las habitaciones a prostitutas de la zona, con la advertencia de que no podían, de ninguna manera podían —insistía— subir hombres a la casa. La que lo hiciera sería expulsada inmediatamente y sin contemplaciones.
Cuando Martha se enteró de que una habitación había quedado libre, fue a hablar con Liza y ambas mujeres se entendieron bien. Recogió sus pocas pertenencias de la que había sido la casa de Frank y se trasladó. Desoyendo los consejos de las compañeras, Martha decidió seguir la gestación. Estaba decidida a tener el hijo que la uniría a esos 950.000 dólares cuando Frank, tarde o temprano, reapareciera. Fueron meses difíciles, disimulando su embarazo mientras fue posible para no ahuyentar a los clientes. 
La joven despertó en Liza una profunda simpatía, y también Martha se sentía atraída por el carácter sólido y franco de la patrona. Cuando, avanzada la gestación, tuvo que descansar por un tiempo, Liza le ofreció su ayuda.
—Haces bien en tener a tu hijo. Ya me pagarás cuando vuelvas al trabajo, ahora no te aflijas. No voy a ser más pobre por unos pocos dólares. 
—¿Has tenido hijos? —preguntó Martha.
Liza la miró con un asomo de tristeza.
—Sólo uno, y murió muy pequeño. Entonces no había las medicinas que hay ahora. Ni yo hubiera tenido dinero para pagarlas. 
—¿Y no más? —insistió la joven.
—No, ¿para qué? No he encontrado a ningún hombre con el que valiera la pena tenerlos. Con un poco de cuidado puedes evitarlo. ¿El padre de tu hijo...? 
Martha comprendió la pregunta que Liza dejó en suspenso.
—Sé quién es, sí. Estuvimos casi un año juntos, hasta que desapareció. 
—¿Desapareció? ¡Vaya novedad! Todos son iguales.
Martha contó entonces lo sucedido con Frank y el robo del dinero. 
—Por eso quiero tener este hijo. Parte de ese dinero es suyo.
—No será fácil. El hijo de una mujer con tu historia... —Liza torció el gesto.
—Demostraré que es el padre. 
—Pero, pequeña, ¿no comprendes que a ése no le verás más el pelo? —La mujer acarició el brazo de Martha, mostrando una sonrisa que invitaba a ser realista—. Ten a tu hijo para ti, para no estar sola —aconsejó.

A principios de agosto llegó el momento del parto. Fue difícil, se alargó peligrosamente y el ginecólogo decidió hacer cesárea, que también se complicó. Cuando Martha abandonó el Hospital Universitario, tres semanas después, llevaba un bebé en los brazos y una horrible cicatriz cruzándole el vientre. 
Una vez más Liza le demostró su afecto. Dado que era impensable que la joven volviera a su labor habitual en bastante tiempo, le ofreció trabajo en la pensión y la ayudaba también cuidando de la pequeña Ruth. Martha se sentía muy desgraciada, echado a perder su atractivo y atada a una niña que no deseó tener más que por su ansia de venganza. Se veía prematuramente envejecida; aún no había cumplido los veinticuatro y parecía una mujer de mucha más edad. Permanentemente malhumorada, maldecía la hora en que decidió tener a la pequeña, a quien trataba de un modo frío y falto de cariño. Liza la comprendía, pero esa forma de actuar acabó por distanciarlas y sólo por la niña siguió ofreciéndole ayuda.

A medida que crecía, el parecido de Ruth con su padre se hacía notable. Martha conservaba una foto de Frank, nunca quiso desprenderse de ella aunque en varias ocasiones estuvo a punto de hacerla trizas. A veces se la mostraba a Ruth.
—Éste es tu padre, el hijo de puta que me preñó y nos dejó tiradas. Y tú eres igual que él.
Ruth destacó pronto por su inteligencia. Sin embargo, no era aplicada, no le gustaba estudiar y cuando cumplió dieciséis años decidió que ya era bastante. Ni su madre ni Liza querían que terminara ejerciendo la profesión, pero la chica, aun siendo menor de edad, ya había iniciado algunos escarceos. Prefería a los hombres mayores, según ella menos exigentes, más manejables, a los que podía encandilar con su aparente ingenuidad. Les sacaba cuanto quería, llegando en ocasiones a chantajearles veladamente. Ella no lo consideraba un trabajo sino una forma de divertirse y conseguir dinero para sus caprichos, que no compartía con nadie. La relación con su madre era tensa, con frecuentes disputas que terminaban con un portazo de Ruth, para volver a los pocos días, cuando se le acababa el dinero. 
Liza acusaba la edad, ya no era la mujer vigorosa y corpulenta de años atrás, y Martha fue paulatinamente haciéndose cargo de los trabajos de la casa. La tensa relación con Ruth enrareció el ambiente entre las mujeres y puso un punto de desconfianza en Liza, que controlaba a Martha de cerca.

Algunas pupilas volvían pasado un tiempo a sus lugares de origen; otras, pocas, conseguían casarse; la mayoría de ellas simplemente se mudaban a su propia casa. Por ello abundaban en la pensión las mujeres jóvenes, recién llegadas a la ciudad, que en ocasiones pasaban por algún apuro. La patrona no tenía inconveniente en prestarles algo de dinero, que ellas devolvían con un bajo interés. 
Un día se presentó una mujer a la que llamaban «Dallas» porque provenía de esa ciudad. No era tan joven, pero sí exuberante, con grandes pechos y muslos prietos, el tipo de mujer que atrae a los hombres que buscan voluptuosidad. Llegó con lo puesto, que era más bien poco, y un enorme sombrero tejano. Después de ocupar su habitación, habló con Liza.
—Me han dicho que me podría prestar unos dólares, mientras empiezo a trabajar. Se los devolveré en pocos días.
—¿Cuánto necesitas?
—¿Cien? —propuso Dallas.
—De acuerdo. —Pidió a Martha que le trajera los billetes del cajón del aparador. 
Dallas sacó su cartera del bolsillo trasero. Cuando la abrió para guardarlos, una fotografía quedó a la vista por un instante. El corazón de Martha dio un vuelco. No podía creerlo: en la foto, Dallas se encontraba al lado de un hombre que le recordó a Frank. Tuvo la intuición de que era él. Debía cerciorarse. 
—¿Eres tú la de la foto? Déjame ver... —El halago siempre funciona, pensó. 
Dallas la sacó del plástico que la cubría y la enseñó, complacida.
—Es de hace tiempo, yo era más joven. 
¡Era Frank! Sí, con algunos años más, pero a Martha no le cabía duda.
—¡Qué guapa! ¿Y él? —preguntó como de modo casual. 
—Un conocido. Me contrató hace unos años en el Ben´s House, cerca de Vernon. Un sitio increíble. Y el imbécil lo cerró, ¿puedes creerlo?  —dijo de modo despectivo. Guardó la foto y salió por el pasillo. 
Las dos mujeres se miraron. ¡Por fin había aparecido Frank!
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Liza.
—Cobrarme lo que me debe ese cabrón —respondió Martha.


            ©Fernando Hidalgo Cutillas - 2013
             Todos los derechos reservados - Prohibida la reproducción


Ir a capítulo 4

No hay comentarios: