Condado de Cottle, Texas, agosto de 2007
Caía la tarde. George aplastó el último cigarrillo en el cenicero, lleno hasta el borde. Como si el mismo diablo le hubiera leído el pensamiento, apareció el maldito bar. Tomó el desvío y tras dejar el coche aparcado frente a la puerta entró al salón. El camarero, un hombre mayor, lo miró con desconfianza antes de preguntar:
—¿Qué va a ser?
—Una cerveza helada y un paquete de Winston.
El barman puso el tabaco y la botella sobre la barra. Tras dar un buen
trago, el recién llegado se quedó mirando el paisaje a través del ventanal.
—¡Qué solitario está esto! —comentó.
—Desde que hicieron la autopista por aquí no pasa ni dios.
—¿Tiene una habitación?
El hombre secaba los vasos de espaldas y no respondió.
—¡Oiga!, necesito una habitación. Y también he de poner gasolina —insistió
George, alzando la voz.
El otro se volvió, con mucha calma.
—Hace tiempo que no traen gasolina. Y las habitaciones ya no están en uso.
Pero puedo prepararle una si me paga por adelantado.
—Pues no me queda apenas combustible —replicó, contrariado.
—Tiene suerte. Creo que queda un par de latas en el cobertizo. Podrá llegar
a la próxima gasolinera, a unas sesenta millas. —Sonrió mostrando sus dientes
amarillos.
George encendió un pitillo y pidió otra cerveza.
—Me gustaría ocupar la habitación cuanto antes, pero primero quiero verla.
—Claro, claro...
El hombre tomó una llave colgada en la pared y subieron al piso alto, donde estaba la
habitación, un cuarto oscuro y destartalado. Un colchón sobre un viejo somier y
una silla de color indeterminado formaban todo el mobiliario. Una sábana cubría
la ventana a modo de cortina y, enfrente, el lavabo con marcas de herrumbre.
—El baño está al final del pasillo. La muchacha arreglará esto en un
momento. Las habitaciones no están en uso, ya se lo dije —explicó, a modo de
excusa.
—Está bien. ¿Cuánto pide?
—Treinta dólares, la cena incluida. Las bebidas, aparte. Y ya me debe dos
cervezas. ¡Ruth!, ¡Ruth!, ven a la 101, que tenemos un huésped —gritó,
volviendo la cabeza hacia la puerta—. Mientras tanto, vaya a por sus cosas.
George fue al coche y subió con la maleta. Cuando volvió, Ruth estaba
haciendo la cama. En contra de lo que había imaginado, era una joven bastante
bonita.
—Venga conmigo, he de registrarle en el libro y después le invito a la
tercera. —Le sorprendió la amabilidad. Pensó que quería sacarlo de allí cuanto
antes.
Apuraba la cuarta cuando bajó Ruth y atravesó el salón. La muchacha lo miró de reojo con timidez. George dedujo
que sería hija del dueño; o quizá nieta.
—Es mejor que me pague ahora.
Le dio cuarenta dólares.
—Lo que sobre, de propina para la chica.
El camarero los guardó y sonrió con su acostumbrada malicia.
—Ya puede subir. —Le tendió la llave que Ruth había dejado sobre el
mostrador—. La comida estará pronto.
George tomó una ducha fría y se observó al pasar frente al espejo. Tensó los
músculos del abdomen tratando de disimular la incipiente barriga. No está mal
para un hombre de cuarenta años, se dijo.
Cuando bajó, ocupó una silla frente a unas chuletas de aspecto apetitoso. Ellos
ya habían empezado.
—La comida se enfría. —Se justificó el hombre.
Comieron en silencio hasta que el viejo apuró su segundo vaso.
—Dígame, George, ¿qué hace por aquí? Ah, no le he dicho aún mi nombre: soy
Ben.
—Trabajo. He de ir a Phoenix por un negocio.
—¡Phoenix! Eso está lejos... ¿Cómo no ha ido en avión?
—No me gusta volar. Mil doscientas millas no son tanto.
—¿Y de dónde viene?
—De Tulsa. Mi empleo me obliga a viajar. Y usted, Ben, ¿qué hace en esta
gasolinera sin gasolina y este motel sin habitaciones? ¿Cómo no se trasladó
cuando hicieron la autopista?
—No es fácil. Uno se hace mayor.
Ruth comía en silencio, con los ojos fijos en el plato. Cuando terminaron,
recogió la mesa y desapareció en la cocina.
Los hombres salieron al porche. El crepúsculo teñía el cielo de un rojo
sanguíneo y el viento balanceaba dos mecedoras vacías. Ben se sentó en una e
indicó a George con un gesto que ocupase la otra.
—¿Quiere un whisky?
George asintió con la cabeza. Ben trajo una botella y dos vasos. Bebieron
en silencio mientras se deslizaba la noche. Con la oscuridad apareció un cielo saturado
de estrellas. La temperatura era agradable y por primera vez en todo el día
George se sintió a gusto. Ben volvió a llenarle el vaso, dejó a un lado el suyo
y dio un buen trago de la botella.
—¿Por qué no tomó la autopista? —preguntó,
sin dejar de mirar el cielo.
—Confundí la ruta y después me dio pereza volver atrás. No sabía que fuese
una zona tan desolada.
—En invierno aún es peor.
—No comprendo qué hace usted aquí.
—Yo tampoco; la vida te lleva adonde quiere.
—Siempre se puede tomar una decisión —arguyó George.
—Las decisiones no las tomamos nosotros.
—¡Ah!, ¿no? ¿Quién, entonces?
—Podemos elegir pocas cosas, las menos importantes. Todo está decidido ya.
¿Ve las estrellas? ¿Quieren estar donde están, brillar como brillan? ¿Decide
una gota de lluvia dónde va a caer? Los hombres funcionamos del mismo modo,
pero nos imaginamos que elegimos nuestro futuro. Un día ves a una mujer y te sientes
atraído. Sabes que te dará problemas, que te va a llevar adonde no querrías ir,
pero ya está decidido y no hay escapatoria. O el juego, o la bebida... —Dio
otro trago—. Nadie decide caer en una trampa, sin embargo vamos de una a otra
toda la vida. No somos libres, no; no lo somos. Ya lo entenderá. Yo a su edad
tampoco lo sabía.
Se quedó ensimismado en sus pensamientos y ambos permanecieron callados
largo rato.
Cuando George se levantó para retirarse, Ben no se inmutó. Había dado
cuenta de la mayor parte del whisky y debía de estar bastante ebrio.
Al pasar por el salón, Ruth estaba barriendo el suelo.
—Quiero salir muy temprano. Me dijo Ben que me vendería un poco de
gasolina, pero él...
—... está borracho. —La chica terminó la frase—. Yo se la pondré.
La siguió hasta el cobertizo. Mientras esperaba fuera, Ruth sacó una lata
bastante pesada. Con un tubo de goma traspasó la mayor parte del contenido al
depósito.
—Hay suficiente para llegar a la próxima gasolinera —aseguró.
Dejó en el suelo la lata y quedaron en silencio. George imaginó que esperaba que le pagara, pero cuando preguntó el precio Ruth cambió de tema.
Dejó en el suelo la lata y quedaron en silencio. George imaginó que esperaba que le pagara, pero cuando preguntó el precio Ruth cambió de tema.
—Quiero pedirle un favor. Ben no es mi padre, sólo era el compañero de mi
madre. Ella murió hace unos meses y desde entonces vivimos los dos solos. Yo
quiero irme pero él no me deja, me dice que adónde podría ir una chica de mi
edad, sola y sin dinero.
—Y tiene razón, eres aún muy joven. Cuando seas mayor seguro que podrás ir
adonde quieras.
—Ya soy mayor de edad. Y usted se equivoca, Ben no es un buen hombre. Me
utiliza, como utilizó a mi madre... hasta que la mató. Dijeron que fue un
accidente pero yo sé que él la mató. Tiene que ayudarme, lléveme con usted
mañana —suplicó con vehemencia.
El hombre se quedó perplejo.
—¿Qué estás diciendo? Es una acusación muy grave. —Sospechaba que la
chica no estuviera en sus cabales.
—Vi a los dos discutiendo en el rellano y después cayó mi madre por la
escalera.
—¿Por qué no hablas con la policía?
—Sólo quiero que me lleve a la ciudad. No puedo pedírselo a nadie más; Ben
ha hecho creer que no estoy bien... —Se señaló la cabeza—. Lo único que
querrían de mí esos babosos es acostarse conmigo. Ya le he dicho que soy mayor
de edad y puedo probarlo.
—De acuerdo. Pero díselo a Ben, no quiero que piense que te he raptado o
algo peor.
—Dejaré una nota, con eso bastará.
George despertó al amanecer. Cuando bajó, Ruth ya esperaba en el porche con
una gran mochila. Colocó el equipaje en el maletero; ella se dio cuenta
entonces de que había olvidado el bolso. Fue a buscarlo mientras arrancaba el
motor. Cuando regresó, salieron inmediatamente, bajo una tenue lluvia.
Había una hora de camino hasta la carretera interestatal y unos treinta minutos
más hasta la ciudad. La joven estaba inquieta, pero se fue tranquilizando a
medida que se alejaban del motel. George no dejaba de pensar en lo que Ruth le había
contado la noche anterior. ¿Sería cierto que Ben mató a la madre? En el fondo
no quería saberlo. Dejaría a Ruth en la ciudad y se olvidaría del asunto. No
estaba seguro de estar actuando bien y prefería no hablar del tema, así que
estuvieron en silencio casi todo el camino.
Llegaron a Lubbock a media mañana. Al acercarse a un restaurante a las
afueras, Ruth indicó:
—Puede dejarme aquí.
Se detuvo en el aparcamiento y bajaron del coche. Cuando se disponía a sacar
la mochila ella le cortó el paso.
—Déjeme que le invite al almuerzo, ha sido usted muy amable. —No era la
muchacha tímida y reservada del día anterior.
Los clientes abarrotaban el establecimiento pero encontraron una mesa libre
bajo el televisor. Sonaba tan fuerte que apenas podían oírse. Se sentaron y
pidieron unos bocadillos.
—¿Qué vas a hacer ahora? —indagó el hombre.
—He de buscar trabajo, quizá de camarera.
—¿Tienes dinero?
—No mucho; para unos días me alcanzará.
—Me siento responsable de ti. No sé si ha sido buena idea sacarte de tu
casa...
—¿Habré de repetir que soy mayor de edad?
—Ayer me dijiste que Ben te había utilizado como utilizaba a tu madre.
¿Quieres decir que él...? —No terminó la frase.
—Lo intentó. Hasta que un día le juré que, si volvía a tocarme, lo mataría
mientras estuviese dormido.
Un sentimiento de ternura estaba creciendo dentro de George a grandes pasos.
No le gustaba la idea de dejarla a su suerte. Ella insistió en pagar la cuenta,
y ya se levantaban cuando una noticia les hizo prestar atención:
«Esta madrugada se ha producido un incendio en un rancho del condado de
Cottle. Según informes de la policía, un hombre ha muerto. Por el momento se
desconocen las causas...». La locutora siguió hablando mientras aparecía en la
pantalla una vista aérea del motel de Ben, arruinado por las llamas. George se
quedó de piedra. Miró a Ruth, que escuchaba impasible.
—Ese viejo borracho tenía que acabar así algún día —dijo con un rictus
cruel.
La noticia impresionó a George, quizá porque seguía teniendo la sensación
de haber obrado mal. Ben le pareció un tipo raro pero no un mal hombre. Se
preguntaba si esos sentimientos hacia Ruth que estaba descubriendo no habrían
sido desde el principio el verdadero motivo por el que lo convenció tan
fácilmente de ayudarla.
—Creo que deberías ir a la policía... —aconsejó.
—Cuando sea el momento, iré. Ahora no quiero pensar en eso. Necesito
aire...
Mientras salían, ella lo miraba sonriendo. Una vez fuera, se rio
abiertamente.
—Tendrías que verte. Estás pálido. —De pronto se puso seria—. Sería mejor
que te quedaras hasta que el caso se resuelva, seguro que la policía querrá tu
declaración. Lo siento, George, ¡quién iba a pensar que pasaría algo así!
Subieron al coche y fueron hacia el centro de la ciudad en busca de un
motel. Encontraron un Holiday Inn cerca de Kastman Park. Ruth insistió en tomar
una sola habitación.
—¿Qué vamos a decir cuando la policía nos pregunte por qué me fui contigo?
¿Que Ben mató a mi madre? Él ya ha muerto, ¡qué más da! Podrían pensar que hay
algo sospechoso. Pero si pasamos la noche juntos todo se verá normal: un hombre
y una chica que quieren divertirse un poco. A ellos no les importará eso.
George ya se había hecho a la idea de quedar como un pervertido y el plan
no le desagradaba, así que fue fácil convencerlo.
Por la tarde Ruth quiso conocer Lubbock. Visitaron la zona universitaria y
llegaron a las modernas avenidas del barrio comercial. Después volvieron al
motel, cenaron y se acostaron pronto. George no quiso forzar la situación:
—Dormiré en el sofá —propuso.
—¿Es que no te apetece? —insinuó Ruth con picardía, empezando a
desvestirse.
Su cuerpo andrógino bien musculado y de estrechas caderas, de senos
pequeños y turgentes, le produjo una
morbosa excitación. Cuando besó sus suaves facciones, casi infantiles, intentó
concentrarse para no llegar tan pronto a lo más alto. No lo consiguió y ella se
rió, feliz por sentirse tan excitante. El clímax no acabó con el deseo y
siguieron jugando. Ruth apagó la luz y George notó la caricia de su boca.
Después, inesperadamente le ató las manos al cabezal de la cama y lo azotó con
un cinturón, al principio suavemente, después con fuerza, más fuerte, hasta que sintió arder la piel. En silencio,
George se retorcía de dolor y placer. Consiguió llevarlo al éxtasis varias
veces durante la noche. Para él era algo completamente distinto de todo lo que
conocía. Y era alucinante.
A la mañana siguiente, mientras Ruth tomaba una ducha, George encendió el televisor y buscó un canal de noticias. El locutor explicaba
las declaraciones del presidente Bush pidiendo calma ante la crisis financiera,
aunque el Home Bank se había declarado en bancarrota el día anterior. Cuando terminó, se inició un bloque de
noticias locales. Tal como supuso, el incendio fue el primer tema. Repitieron
las imágenes del helicóptero y a continuación un reportero entrevistó al
sheriff:
«Se ha identificado el cadáver, se trata de Benjamin Slide, el propietario
de la casa, que no es un rancho como se dijo, sino un motel. La autopsia ha
revelado que no murió en el incendio: fue acuchillado. Una joven que también
vivía en la casa está desaparecida. No se descarta que encontremos más víctimas
cuando se retiren los escombros. Afortunadamente, en la gasolinera no había
combustible. Estamos investigando, por ahora no sabemos más...».
Se quedó estupefacto. ¿Acuchillado? ¿Cómo podía ser? ¿Qué habría pasado después
de que salieron? Aún aturdido por el inesperado giro del asunto, lentamente fue
atando cabos. Allí no había nadie más... Recordaba a Ruth subiendo a buscar el
bolso olvidado y su prisa por salir de allí.
Apagó el televisor y esperó a que ella terminara de ducharse. Apareció
sonriente, envuelta en una toalla. No sabía cómo abordarla. Por fin dijo a
bocajarro:
—A Ben lo asesinaron. —Escrutó la reacción de ella.
Tranquilamente, como si no lo hubiera oído, sacó dos cigarrillos de la
pitillera de Ben; tras encenderlos, le
tendió uno. Lo miró con firmeza y preguntó:
—¿Cómo te has enterado? ¿Han dicho algo las noticias?
—Lo acuchillaron. Después incendiaron la casa. Te dan por desaparecida.
—Era un viejo tramposo. Quizá tenía enemigos. En realidad sé poco de él.
—Pero ¿no lo comprendes? ¡Lo han asesinado! Y yo era el único huésped.
Ella seguía callada, con un gesto duro que él no conocía, ni siquiera
cuando le habló de la muerte de su madre.
—Ruth, el incendio fue al amanecer, justo cuando nos fuimos. ¿Había alguien
más en la casa? La policía investigará, acabarán descubriendo la verdad. Yo
quiero saberla ahora. ¿Qué pasó?
Se sentó en la cama frente a él y volvió a ser la joven dulce de aire
ingenuo.
—Te lo contaré, exactamente. Cuando subí a recoger el bolso, Ben se
despertó. Oyó el motor en marcha y comprendió que pensaba irme contigo. Se puso
como loco y se lanzó sobre mí enfurecido. Yo sólo me defendí. Cuando lo vi
muerto, me asusté y prendí fuego para que pareciera víctima del incendio.
Ruth seguía fumando tranquilamente, como si no comprendiera la gravedad de
la situación. George la zarandeó, tomándola del hombro.
—¿Estás loca? ¿Cómo no me lo dijiste antes? Nadie creerá ahora que fue en
defensa propia. Estamos perdidos, Ruth, ¿no lo comprendes? ¡Maldita chiflada!
—Explotó con furia—. Vamos a ir a la policía y les contarás todo lo que pasó,
quizá aún haya arreglo.
Ella le apartó la mano, se levantó despacio y, sin abandonar su aire
ingenuo, dijo:
—No pierdas los nervios ni me tomes por estúpida. Aquí nadie nos conoce y
podemos estar tranquilos. Por ahora nada te relaciona con el suceso pero, si se
llega a saber lo que pasó, no nos creerán y todos pensarán que somos cómplices.
Es mejor para los dos que no vayamos a la policía. Yo te quiero, George. Lo
hice por ti.
Se acercó y lo besó tiernamente en los labios. Su cara de ángel de ojos
negros lo embrujó una vez más y George la llevó sobre la cama. Su furia se
tornó pasión y en los brazos de Ruth se olvidó de todas las preguntas.
Ella decía quererlo, que se había enamorado desde el momento en que lo vio,
y él se preguntaba qué habría de cierto en ello, después de saber el modo en
que lo había utilizado. Era una mujer especial, a pesar de su juventud parecía
tener siempre la respuesta a cualquier situación. Mentía con toda sinceridad,
como otras mujeres que había conocido, pero Ruth conseguía confundirlo y ya no
sabía qué pensar, ni distinguir lo cierto de lo falso. Se sentía atrapado y era
para él como una droga, que le administraba a grandes dosis.
—Actuaremos con normalidad —dijo, después de vestirse—. Saldremos a comer,
daremos un paseo y mañana nos marcharemos hacia Nuevo México. ¿No estará
preocupada tu familia, George?
—Estoy divorciado, nadie va a echarme en falta en bastantes días
—respondió. Ella sonrió, complacida.
Era domingo y la ciudad estaba llena de estudiantes. Ruth parecía una más
de ellos y seguramente todos tomaban a George por su padre. Las noticias locales, en un lugar donde nunca
sucedía nada, no hablaban más que del crimen del motel. Estaban investigando
las huellas de neumáticos en el aparcamiento, y también el libro de registro,
que había aparecido entre los restos del incendio.
—Si encuentran mi nombre estaremos perdidos —dijo George.
—Ben siempre lo dejaba abierto, esa página es la primera que se habrá quemado. —Lo tranquilizó
Ruth—. Pero lo de las huellas me preocupa. Hemos de cambiar de coche. Sería
sospechoso cambiar los neumáticos estando nuevos.
—No suelo viajar con mucho dinero. Y tampoco la tarjeta de crédito dará
para tanto. —Empezaba a inquietarle el coste de la aventura.
—Por eso no te preocupes —replicó ella sin dar explicación.
Por la tarde fueron a un garaje donde había compraventa de coches usados
las veinticuatro horas del día. George explicó que era un regalo para su hija.
El vendedor ni le escuchó, sólo le interesaba su comisión. Ruth eligió un
Chevrolet Malibú blanco con pocos kilómetros. Sacó de su bolso seis mil
quinientos dólares, el precio convenido, y se los dio a él discretamente.
—Paga y salgamos de aquí.
Dejaron el nuevo coche aparcado a unas manzanas de distancia del hotel. En
la habitación, después de examinar un mapa de la zona, ella explicó su plan:
«Nos iremos temprano, sin llamar la atención. En tu coche, saldrás de la ciudad
por la carretera de Alburquerque y me esperarás en la primera estación de
servicio que veas. Yo iré con el Chevrolet y me encontraré contigo allí. No me
detendré, pon atención, me seguirás hasta que encontremos el lugar adecuado
para abandonar tu auto, sin matrículas, documentación, ni nada que pueda
identificarlo». Hablaba como una experta. Mientras la escuchaba, él se
preguntaba de dónde habría sacado los seis mil quinientos dólares.
George durmió poco. Se sentía como flotando en un sueño, a ratos pesadilla
y a ratos mágico. Le aterraba que en cualquier momento los detuviera la policía
y les acusara del crimen. Pero Ruth seguía allí, con sus ojos negros y su olor
a lavanda, sus labios carnosos y su cuerpo aniñado y experto. Él se dejaba
arrastrar por el vértigo de sentirla suya, aunque sabía que era ella quien se
estaba apoderando de él. La miró mientras dormía. Sería fácil asfixiarla con la
almohada y escapar. Por un momento se sintió capaz de hacerlo. Entonces cayó en
cuenta de que estaba empezando a pensar como un asesino, y eso lo asustó.
El día amaneció lluvioso. Ruth sacó una gabardina de la mochila y se la
puso, después se cubrió la cabeza con un pañuelo oscuro.
—Tenemos suerte. En los días de lluvia nadie se fija en los demás —comentó.
—Aquí no nos conocen. —George no comprendía tantas precauciones.
—Hay que evitar que puedan relacionar los dos vehículos. Siempre hay
alguien mirando, hagas lo que hagas. Y la policía no es torpe.
Pagaron la cuenta del
hotel, George subió a su coche y Ruth fue al Chevrolet, tal como habían
acordado. Él condujo hasta la gasolinera a las afueras de la ciudad. Mientras
la esperaba, llegó una patrulla de policía. El corazón se le aceleró cuando los
dos agentes se acercaron al aparcamiento. Parecía que buscaban algo concreto,
pues iban mirando los coches uno a uno y consultando su bloc de notas. Decidió
salir de allí antes de que lo alcanzaran. Maniobró con naturalidad aunque
estaba muy nervioso, y volvió a la carretera por el acceso del extremo opuesto.
El incidente torció los
planes; si no encontraba a Ruth, George no sabría qué hacer. Tomó camino de
regreso a Lubbock, esperando cruzarse con ella, lo que sucedió a los pocos
minutos. Vio su cara de sorpresa y le hizo un gesto indicándole que continuara.
En cuanto pudo, George giró en redondo y en seguida alcanzó al Chevrolet. Pisó
el acelerador y lo adelantó.
A medida que se alejaban de la ciudad la carretera se hacía más sinuosa y
solitaria. Una hora después atravesaron la frontera con Nuevo México. Entonces Ruth
tocó el claxon e hizo señas para que tomasen un desvío de tierra a la
izquierda, que bajaba abruptamente hacia una zona frondosa. Era casi
impracticable; apenas entró unos metros, George tuvo que detenerse. Ruth
descendió de su auto y se acercó.
—Llegó la policía y tuve que... —empezó él a decir.
—Te dije que fueras detrás de mí, no delante. —Ruth le tendió un
destornillador—. Quita las matrículas y suelta el freno de mano. Asegúrate de
que no quede nada dentro y que los cristales estén bajados. Date prisa, si
alguien pasara por la carretera podría vernos.
George trasladó el equipaje al otro coche y después empujó el suyo, que en
seguida tomó velocidad en la pronunciada pendiente y se fue ladera abajo hasta
quedar oculto entre la maleza del fondo. Subieron al Chevrolet y regresaron a
la carretera. Al pasar junto a un barranco, Ruth lanzó por la ventanilla las
placas de matrícula del viejo auto.
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2013
Todos los derechos reservados - Prohibida la reproducción
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