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El diablo siempre llama dos veces
Capítulo II
Capítulo II
Nueva Orleans, Luisiana. 1985
A sus cuarenta y dos años, Frank Murray lucía un magnífico aspecto. Alto,
bien parecido, de cabello moreno siempre impecablemente peinado, era el cliente
preferido de las chicas del Blues Rooster,
un burdel de lujo discretamente situado en el centro de la ciudad, donde
gastaba el dinero a manos llenas. Hasta el día en que desapareció y llegaron
rumores de que se encontraba en prisión por una larga temporada.
Cuando salió, dos años después, Frank no era el mismo hombre. La privación
de libertad para alguien de su temperamento fue un quebranto irreparable: él no
era un ladrón corriente. Alumno distinguido de la Universidad Tulane de Nueva
Orleans en su juventud, tuvo que abandonar los estudios de ingeniería para
empezar a trabajar cuando su padre murió en un accidente, en 1964. No obstante
siguió estudiando computación por su cuenta. Se interesó por los trabajos de
John von Neumann, especialmente por su «Teoría y organización de autómatas
complejos», donde se demostraba la posibilidad de desarrollar pequeños
programas que pudiesen tomar el control de otros. Es decir, de virus informáticos.
Comprendió la importancia que tendrían las computadoras en todos los aspectos
de la vida y que quienes conocieran en profundidad sus entresijos tendrían una
poderosa arma en sus manos. Su temperamento transgresor lo llevó a
apasionarse con la idea de llegar a ser un hacker experto.
Después de algunos años en un taller de electrónica, Frank consiguió empleo
en el principal banco de la ciudad como encargado del incipiente departamento
de computación, un trabajo rutinario que no le satisfacía, pero lo compensaba
disfrutando su soltería con una vida personal llena de alicientes y emociones.
Cuando, a principios de los 80, llegaron los IBM PC, ya era el responsable de
la sección de informática. Entonces pensó que había llegado su oportunidad.
El código que Frank añadió al sistema informático desviaba una pequeña
cantidad, indetectable, de cada transacción a una cuenta que por el momento no
tenía dueño. Cuando comprobó que no saltaba ninguna alarma, puso la cuenta
fantasma a nombre de una falsa identidad: Mark Raunfry. Los pocos centavos,
multiplicados por muchos miles de operaciones cada mes, daban cantidades
sustanciosas, que retiraba regularmente sin que nadie lo advirtiera. Todo fue
bien hasta que en una auditoría apareció una pequeña diferencia contable, una
cantidad ridícula. Empeñado en averiguar el motivo, el auditor no cejó hasta
descubrir los extraños traspasos de calderilla dirigidos siempre a la misma
cuenta, a nombre de un tal Mark Raunfry, nombre que pronto se vio que era un
anagrama de Frank Murray. Se contrató a un experto de Nueva York, que tras
minuciosas investigaciones mostró en la pantalla el código del virus con
tanta satisfacción como lo habría hecho el mismo Pasteur.
Frank creía que su idea no sería descubierta o, de serlo, no tendría
consecuencias graves, siendo tan pequeño cada uno de los hurtos. Nunca imaginó
que descubrirían el alcance global, ni pensó que el Amnorth Bank haría de ello
una cuestión principal y lo llevaría al límite, con una acusación que le
costaría dos años de cárcel. Lo último que le dijo el director fue: «Usted no
volverá a encontrar empleo en Luisiana, se lo prometo», y el hombre no mintió,
pues todas las puertas se cerraban en el momento en que averiguaban sus
antecedentes. Su cómoda vida anterior se convirtió en una difícil
supervivencia, a base de cortos trabajos, penosos y mal pagados. En prisión
hizo amistad con algunos rateros de poca monta, con los que mantuvo contacto y
acabó asociándose como perista. Aprovechando a los viejos conocidos, conseguía
vender los objetos de valor que le traían sus nuevos socios, con lo que se
ganaba la vida.
Ya no frecuentaba el Blues Rooster,
sino las angostas calles cercanas al puerto donde conseguía, unas veces pagando
y otras sin pagar, lo que buscaba. Paseando una tarde por esas callejas vio a
una muchacha de semblante triste que llamó su atención. Se quedó un rato
observándola. Trataba de comportarse como una prostituta, mirando con descaro a
los hombres, pero a Frank le pareció que había algo diferente en ella, una especie
de pudor que la contenía de abordarlos. Tenía claro que las putas estaban
trabajando, de nada valía intentar seducirlas. Por eso fue directo al
grano.
—¿Cuánto pides? —preguntó al alcanzarla.
Ella lo miró de arriba abajo.
—Depende. ¿Qué te gusta? —preguntó a su vez.
Frank se rio a carcajadas. La chica pensó que se estaba burlando.
—No sé qué te hace tanta gracia. No me hagas perder el tiempo. —E hizo
ademán de marcharse. Él la agarró del brazo, con fuerza pero sin violencia.
—Me río de tus aires de mujer fatal, siendo todavía una chiquilla. Me
gustas tú y quiero estar contigo ahora.
Ella siguió en su actitud arisca, intentando soltarse.
—Ven. —La tomó de la mano y entró con ella a un bar próximo. La chica se
dejó llevar.
Ocuparon una mesa al lado de la ventana.
—Soy Frank, ¿y tú...?
—Martha —respondió secamente.
—Ya basta de enfado, ¿no? ¿Amigos? —Frank lució su mejor sonrisa. Martha cedió.
Se acercó el camarero y pidieron dos copas.
—No puedo perder la tarde —avisó ella.
—No vas a perderla. Ahora tomaremos un trago y después iremos a divertirnos
un rato.
A partir de ese día Frank se encontró con Martha asiduamente. Al principio
la buscaba en la misma calle donde la vio por primera vez, ella siempre andaba
por allí, pero pasado un tiempo empezaron a citarse en lugares más comunes. Era
cariñosa y dócil. Le contó que hacía poco que había salido de su pueblo, al
morir su madre. La relación fue estrechándose, hasta que un día la llevó a su
casa y le pidió que se quedara. Martha nada tenía que perder y la idea le
resultó tentadora.
Pasado el ardor de los primeros tiempos, Frank volvió a sus antiguas
costumbres: llegaba tarde por las noches, bebía demasiado... La consideraba un
objeto más de su propiedad. Por su parte, Martha le tenía aprecio, se sentía
segura con él y lo admiraba en muchos aspectos, pero nunca dejó de verlo como a
un cliente. Pasaba sola mucho tiempo y se aficionó a la marihuana. Sabía que él
se veía con otras mujeres pero en realidad no le importaba.
Desde que estaba con Martha, los trapicheos de Frank
apenas alcanzaban para pagar las facturas. Temía volver a prisión si lo
pillaban y sabía que tarde o temprano eso iba a suceder; por experiencia había
aprendido que cuando el cántaro hace muchos viajes siempre acaba rompiéndose.
Lo único que podría evitarlo era retirarse a tiempo, para lo que necesitaba dar
un buen golpe. Pero él no era un atracador, ni un hombre violento; simplemente
sabía mover los hilos para que el dinero cayera en sus bolsillos, y esos hilos
estaban por el momento lejos de su alcance.
En 1988 Internet experimentó un enorme auge, se abrió al
comercio electrónico y las revistas de todo tipo le dedicaron cientos de
artículos, por los que Frank estuvo muy interesado. Comprendió que con un
simple módem y sus conocimientos sería capaz de manipular cualquier computadora
conectada. Los fallos de seguridad de los sistemas operativos eran escandalosos
y él sabía cómo explotarlos a su favor.
Por esas fechas se hizo famoso el caso de un tal Armand
Devon Moore. Era el empujón que Frank necesitaba. Moore tuvo la idea de robar
al First National Bank mediante transferencias electrónicas. Para ello buscó a
dos socios empleados del banco. Consiguieron un botín de casi setenta millones
de dólares en una hora. Sólo debían retirarlos de la cuenta a la que fueron
transferidos, en Viena. Pero Moore no sabía informática; simplemente llevó a
cabo un engaño, y cometió varios errores: demasiado ambicioso, demasiadas
pistas sueltas, demasiado lento, demasiado lejos. Los detuvieron en el mismo
día y acabaron los tres en la cárcel. Frank analizó detenidamente los fallos y
construyó su propio plan, sin socios, sin cabos sueltos, limitado a cantidades
que no fueran en exceso llamativas y sólo a través de conexiones remotas. Y
después, desaparecería sin dejar rastro.
Preparó durante semanas todos los detalles. Rastreó los
movimientos de dinero habituales de las compañías que había elegido para
simularlos lo más fielmente posible cuando llegara el momento, aunque dirigidos
a sus propias cuentas. El 29 de noviembre de 1988 abrió tres depósitos a su
nombre en sendas oficinas bancarias de Canal Street, bastante cercanas entre
sí. En la tarde del jueves 1 de diciembre, tras violar los sistemas de
seguridad de la red, accedió a los servicios de banca electrónica del Amnorth
Bank, el mismo para el que había trabajado, y realizó veintidós transferencias
por un importe total de 950.000 dólares. Por la mañana, se vistió con su mejor
traje y recorrió los tres bancos, liquidando los depósitos. Poco antes de las
diez y media subió al Ford y tomó la calle Doctor Timberlane para abandonar la
ciudad.
No sabía cuándo sería descubierto el robo. Con suerte, no
antes de mediodía, lo que significaba poner por medio el fin de semana. Por
algo había elegido un viernes. Mientras conducía pensó en lo que quedaba atrás
para siempre: la tumba de sus padres, los recuerdos de tantos años, no siempre
buenos; bastantes amigos, algunos enemigos. Y Martha. Le habría gustado
ayudarla y despedirse de ella, pero era arriesgado aparecer por la casa y no
estaba seguro de poder confiar en la chica. Por diez dólares se podría matar a
un hombre, por novecientos mil se haría cualquier cosa. Conocía bien el lado
duro de la vida.
Miró por el retrovisor la bolsa colocada sobre el asiento
trasero y sintió euforia. Pero no debía echar las campanas al vuelo todavía.
Las primeras horas eran decisivas. Sintonizó una emisora de noticias, hablaban
de la toma de posesión de Carlos Salinas, en México. Después, en un boletín
local comentaron algunos asuntos de poca importancia. Parecía seguro que aún no
se había detectado el robo.
Cuando cruzó al estado de Mississippi se tranquilizó. Al
llegar a Jackson aparcó junto a un desguace de coches, en una zona poco
transitada. Quemó sus documentos y los sustituyó por los que había preparado minuciosamente
antes del golpe. Se cambió el elegante traje por unos vaqueros y una camisa de
franela, cogió la bolsa del asiento y se dirigió a pie hacia la estación de
autobuses.
Cambió tres veces de línea hasta llegar a Amarillo, en
Texas. Examinando el mapa decidió ir a Lubbock, una ciudad cercana en la que
muchos de sus habitantes procedían de países latinoamericanos. Un lugar donde
sería fácil pasar desapercibido. Una vez allí, alquiló una habitación a un
matrimonio de origen mexicano y dejó pasar algunos días. Aunque vivía
modestamente para no llamar la atención, el simple hecho de saber que guardaba
una fortuna en el armario le hacía sentirse bien. Sólo debía esperar sin
cometer errores.
Compró un coche de segunda mano en el que recorría a
diario los alrededores, buscando el lugar adecuado donde instalarse
definitivamente. Un día, tomando el almuerzo en un bar de carretera se enteró
de que, en el condado de Cottle, el motel de los McQuayle estaba en venta. Era
un lugar bastante apartado, en dirección a Vernon, cerca de Oklahoma. Fue para
allá y le pareció el sitio ideal. El edificio, de dos plantas, era bastante
nuevo, confortable, un oasis en una zona aislada. Los propietarios, un
matrimonio de avanzada edad, querían venderlo para trasladarse a Austin con sus
hijos.
—Además del restaurante, tiene diez habitaciones en el
piso alto —explicó Andrew McQuayle—. Y la gasolinera. Es un buen negocio, se lo
aseguro, señor...
—Soy Benjamin Slide. —Se presentó—. ¿Cuánto quiere por
él?
—Sólo setenta mil dólares.
—Es una zona muy apartada. No pensaba gastar más de cincuenta
mil —objetó Frank.
—Es suyo por sesenta mil. Ni un dólar menos.
Con su nueva identidad, Frank compró el motel, sobre el
que puso un enorme rótulo de neón de llamativos colores: «Ben´s House». Él
tenía tres obsesiones en su vida: la informática, el dinero y las mujeres. Una
lo había llevado a la otra, y ahora iría a por la tercera, a lo grande.
Convirtió el motel en un prostíbulo de los muchos que
bordean las carreteras del país. Acondicionó las habitaciones para que
resultaran cómodas y excitantes, y seleccionó cuidadosamente a las chicas. El
lugar era discreto, los clientes podían acudir a divertirse sin recelo y alojarse
en las habitaciones si lo deseaban, teniendo a las mujeres a su disposición, o
simplemente tomar unas copas con ellas y disfrutar de un rato agradable. Ben se
cuidaba de tener buenas relaciones con la policía y no era raro ver algún coche
patrulla en el aparcamiento. Los agentes se convirtieron en amigos bien
tratados que hacían la vista gorda cuando convenía. Eso, además, dio a Ben la
seguridad de que su pasado quedara atrás definitivamente.
El negocio funcionaba bien. No sólo no necesitaba echar
mano del dinero que trajo de Nueva Orleans —no era fácil ponerlo en
circulación— sino que su capital iba aumentando. Aunque pronto sus gastos
también crecieron, el dinero estaba muy lejos de ser una preocupación.
Con frecuencia iba a Reno y a Las Vegas buscando diversión
e ideas para su local. Gastaba fortunas, sobre todo en los casinos, a los que
era muy aficionado. Así pasaron diez años, en una vida como la que siempre
soñó.
En la Nochevieja de 1999, se encontraba en el hotel
Eldorado, de Reno. Ya era tarde y la mujer que lo acompañaba estaba
completamente borracha, recostada sobre la silla. Ben pidió a una de las
camareras que la llevara a la habitación, adjuntando una buena propina, y con
su bebida en la mano decidió dar un paseo entre el gentío que abarrotaba la
sala de fiestas. Al pasar cerca del bar se cruzó con una joven preciosa.
—Feliz Año Nuevo —dijo, levantando la copa.
—¡Feliz siglo! —respondió ella con tono eufórico.
—El siglo acabará el año próximo —corrigió él.
—Pues volveremos a celebrarlo el año próximo. —Ambos
rieron.
—¿Puedo invitarte? —preguntó George. Sin esperar
respuesta, llamó con un gesto al camarero y pidió una botella de Grande Dame
Rosé. El barman la trajo en un cubo con hielo y dos copas.
—Disculpe, señor, pero en esta barra se pagan las
consumiciones. Si desea que se cargue en la cuenta del hotel, el camarero se lo
llevará a una de las mesas —explicó amablemente el empleado.
Ben sacó un fajo de billetes del bolsillo y pagó. Tras un
brindis, ella dijo que su nombre era Romy y estaba de vacaciones con unos
amigos, señalando a un grupo cercano.
—Acércate. —Lo llevó hacia donde había señalado.
Alrededor de una mesa se encontraban dos hombres y cuatro
mujeres, una de ellas de avanzada edad y vestida con un terno de corte
masculino. Los recibieron alegremente.
—Os presento a... —Entonces Romy se dio cuenta de que no
conocía el nombre.
—Ben, Ben Slide —continuó él—. Feliz Año Nuevo a todos.
—¿No querrá robarnos a Romy? —bromeó la anciana.
—Ustedes son muchos y yo me quedé solo. No es mala idea.
—Ben siguió la broma.
—Ella es mi maestra, Nancy Award. Una pintora famosa,
quizá la conozcas —explicó Romy.
Ben no la conocía; apenas sabía de pintura, ni le
interesaba. Se sentaron y, en la conversación, se enteró de que Romy estaba
intentando abrirse camino en el difícil mundo del arte.
—Tiene un gran talento —aseguró Award—, sólo necesita un
empujoncito. —Y rio, no sin cierta malicia.
—¿Qué es eso de un «empujoncito»? —preguntó Ben.
—Los inicios siempre son difíciles, más aún para una
mujer. Si gusta lo que haces, ¡malo!, porque significa que no estás haciendo
nada nuevo. Todos los grandes pintores empezaron siendo rechazados: Van Gogh, Picasso,
Kandinsky... Se adelantaron a su tiempo. Por eso es necesario alguien que crea
en tu trabajo y te dé su apoyo. Un empujoncito. Eso es lo que Romy necesita.
—Miró el reloj—. Ya tengo que dejarles, es muy tarde para una joven de mi edad —dijo
con sarcasmo.
Nancy se despidió y los demás también se retiraron.
Cuando Romy dio la mano a Ben, él no la soltó.
—¿Quieres tomar una última copa conmigo?—propuso.
—He de acompañar a Nancy —adujo ella.
—Me gustaría que me hablaras sobre tu trabajo.
—¿Te parece bien mañana? Podemos comer juntos.
Ben había quedado impresionado por la personalidad de
Romy. Estaba acostumbrado a tratar a mujeres bonitas pero con poca clase,
muchas de ellas prostitutas o algo parecido. Conocer a Romy le impactó tanto
que no podía dejar de pensar en ella. A mediodía se encontraba, nervioso como
un colegial, esperándola en el comedor del hotel donde se habían citado. Ella
se presentó con algunos de los amigos del día anterior, incluida la anciana,
que saludaron a distancia con un gesto, dejando a la pareja a solas. Durante la
comida, Ben se enteró de que Romy tenía veintisiete años y había nacido en
Cleveland. En el instituto se apasionó por la pintura, especialmente por el
nuevo realismo de Alice Neel, lo que la llevó a Nueva York, donde conoció a Nancy
Award, también de Ohio, que la tomó como pupila. Influenciada por ésta se
decantó hacia el arte feminista, que combinaba con el realismo y el pop art.
—Me gustaría ver algunos de tus cuadros —pidió Ben.
—En mi habitación tengo varias fotografías. A mí también
me gustaría que las vieras. ¿Y qué me cuentas de ti? —preguntó Romy.
Ben disimuló su historia.
—Bueno, nada interesante... Soy de Montgomery, en
Alabama, y también me fui siendo muy joven. Siempre me he dedicado a los
negocios y no me ha ido mal. Ahora tengo un hotel cerca de Lubbock, en Texas.
Es un sitio tranquilo —mintió—. Tú... ¿estás casada? —Ben pensaba que no debía
de estarlo, pero quería cerciorarse.
—Te seré sincera. No estoy casada, pero tengo pareja. Te
sorprenderá. —Lo miró, resuelta—. Es Nancy.
Ben, efectivamente, quedó sorprendido.
—¿Quieres decir que...?
—Exacto —cortó ella—. ¿Te parece mal?
—Te iba a preguntar si no te gustamos los hombres.
—¡Oh, sí! Claro que sí. Pero Nancy es diferente. Con un
hombre se puede tener una aventura maravillosa, pero no casarse. Sois
dominantes, celosos, posesivos y desconsiderados. Una mujer comprende mejor a
otra mujer. Siempre.
—¿A ella no le importa que estés con otros?
—Supongo que no le agrada, pero me respeta. Además, se ha
hecho mayor y también es muy independiente. Planea retirarse. Ya no se vale
bien por sí misma. Dice que donde ella va no es lugar para una mujer joven.
—¿Y tú qué opinas?
—Es realista. Yo he de vivir mi vida y Nancy la ha vivido
ya. La visitaré, la ayudaré en lo que pueda, pero no me confinaré con ella.
Desde el principio sabíamos que llegaría este momento.
Ben cambió de tema.
—¿Me enseñarás esas fotos?
—Cuando quieras. ¿Vamos?
Fueron a la habitación. Romy sacó un álbum del armario y
pasaron un rato mirándolo. A Ben le pareció que había algo salvaje en aquellas
pinturas obscenas, sexualmente grotescas, rabiosas. Mujeres encadenadas por
hombres castrados, escenas lésbicas sutilmente sádicas, a menudo rodeadas de
estridentes mensajes escritos...
—¿Te gusta? Sé sincero —pidió Romy.
—¿Le gusta a Nancy?
—Sí, mucho. Pero ella, siendo mujer... —Romy se rió—. Es
una feminista terrible.
—¿Por qué pintas estos temas? ¿Es así como ves a mujeres
y hombres?
—Más o menos. Dime qué piensas tú.
—La primera impresión es incómoda. No entiendo de pintura.
—¿Nunca has estado casado?
—No. Pero he conocido a muchas mujeres y siempre ha sido
muy agradable para los dos. Ahora sí querría casarme.
—Comprendo, te haces mayor y buscas a alguien que te
cuide. Una criada, una enfermera... ¿Alguien de tu edad? —Había ironía en la
pregunta.
Ben parodió una sonrisa.
—¿Entiendes ahora lo que significan mis cuadros?
No contestó. Se sentía turbado. Intuía lo que ella quería
decir y contrariaba su modo de pensar.
—Ven. —Romy lo llevó a la cama—. Quiero hacer el amor
contigo. —Él se dejó quitar la chaqueta y se tendieron sobre la colcha.
Había conocido cientos de mujeres muy bellas, por eso le
sorprendió que Romy le resultara tan especial. El tacto de su piel tenía algo
que nunca antes había encontrado. Suave, terso como una fruta recién madurada.
Tampoco reconocía su perfume. Ben quedó embelesado. La miró, desnuda sobre la
cama, olfateó su piel y dibujó con el dedo el contorno de la silueta.
—Yo... Yo no he conocido otra mujer como tú. No quiero
perderte.
—¿Perderme? ¿Crees que soy tuya porque has pasado un rato
en mi cama? Tienes una extraña forma de pensar.
—Te amo desde que te vi —confesó Ben.
—Eso no es amor. Hablas como un adolescente.
—Es la primera vez que siento algo parecido.
Ben encendió un cigarrillo y cambió de tema:
—No comprendo por qué Nancy no te ayuda. Dices que ella
es famosa. Ha de tener contactos.
—Esto no funciona de ese modo. Si me presentara como su
alumna, su protegida, nunca sería nada por mí misma. Ella también lo ve así.
—Puedo ayudarte. Te prepararé una exposición en Las
Vegas, allí gustarán esos temas fuertes que pintas. Te daré el «empujoncito»
que decía Nancy, si tú quieres.
—Una cosa es la pintura y otra la relación entre
nosotros. Me agradas, eso lo sabes, pero no voy a ser tu amante y me temo que
esos sean los planes que estás haciendo. No vayas a equivocarte.
Ben la miró con un brillo especial en los ojos.
—¿Te casarías conmigo? —preguntó.
—Ya sabes que no.
—Haremos lo siguiente: dentro de un mes prepararé una
exposición para ti en Lubbock, no es un gran sitio, pero servirá para empezar.
Está cerca de donde vivo, así será más fácil. Después, Las Vegas. ¿Te parece
bien?
—Me parece bien si lo ves como un negocio. Por ahora no
habrá beneficios, eso siempre ocurre al principio. Cuando los haya, iremos a
medias. Yo pongo los cuadros, tú cubres los gastos, sólo eso.
Él aceptó, aunque en su fuero interno sólo deseara seguir
en contacto con Romy. La abrazó de nuevo y estuvieron jugando en la cama hasta
bien entrada la noche. Se sintió seguro de poder convencerla, nunca una mujer
se le había resistido y, aunque sabía que ella era diferente, algo le decía que
todo saldría bien. Cerraría el burdel, no le importaba, ya estaba cansado de
ese tipo de vida y de ese tipo de mujeres. Y debía darse prisa, un mes era el
plazo.
Por la mañana, antes de despedirse para regresar a Texas,
Ben le dio su dirección, su número de teléfono y un cheque por cinco mil
dólares como adelanto para los gastos.
La noticia del cierre fue un terremoto en Ben´s House. Las chicas no podían
creerlo, el negocio funcionaba de maravilla y ellas serían las más
perjudicadas. Pero Ben era el jefe y no había opción. Compensó el despido con
una generosa cantidad a cada una y desmontó la parafernalia propia del local,
incluido el gran rótulo de neón, para transformarlo en un pequeño y acogedor hotel.
Disfrutaba como un chiquillo preparándolo todo. Quería que causara a Romy el
mejor efecto y, a medida que la fecha se acercaba, repasaba cada detalle con
una ilusión para él desconocida. Habían hablado por teléfono algunas veces,
demasiado fríamente para sus deseos, pero confiaba en que cuando se vieran
volvería a aparecer la magia de aquella tarde, en Reno. A fin de cuentas, Romy
era toda una mujer, pensaba.
La última vez que habían hablado por teléfono, ella le
anunció que salía de viaje. Hacía algunos días que Ben no podía localizarla. Se
preocupó, pero quiso creer que estaría atareada con los preparativos. Entonces
recibió una carta:
Querido Ben,
Nancy ha muerto.
Inesperadamente, soy su heredera. Nunca me lo dijo. Estoy desolada, ahora me
doy cuenta de lo egoísta que fui. Me ha dejado una nota sumamente cariñosa y
comprensiva, que no puedo parar de leer y releer. Ella... se quitó la vida. No
por mí, repite una y mil veces. Me dice que estaba cansada, que vivir ya no
tenía ningún sentido. No tengo ánimos para hablar con nadie.
Yo iba a cometer
un gran error. Lo siento. Olvídate de mí.
Romy
Junto a esta nota
te envío un cheque por el importe que me adelantaste.
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