Y llegó por fin la noche del viernes.
—Así que el personaje más famoso de Santaella fue un loco... —he deducido, con cierta ironía. Rafael la captó al vuelo.
—Así que el personaje más famoso de Santaella fue un loco... —he deducido, con cierta ironía. Rafael la captó al vuelo.
—Al menos eso pensaba el mesonero. Pero ¿acaso no es también un loco el personaje más famoso de la Literatura? La Historia está llena de locos y brujos, simplemente porque eran distintos. ¿Recordáis a Brassens, o a Paco Ibáñez?
—¡Quién podría olvidarlos! —respondimos casi al unísono—. Ya comprendo —añadí.
—Mirad; en Santaella sólo hay dos personajes que conoce absolutamente todo el mundo: Miguel Vicente Fernández Alcaide Lorite, el constructor del Santuario del Valle y de la Casa de Columnas; y Alonso Colorado, el guapo de Santaella. Del primero sabemos casi todo. Del segundo, muy poco, casi es una leyenda. Pero un dicho popular reza
Si me llevas a galeras
llévame por Santaella.
Y esto desde muy antiguo. La tradición oral cuenta que se debe a que un grupo de galeotes fue liberado por Alonso el guapo. Y los documentos históricos confirman que Cervantes, cuya genealogía paterna era completamente cordobesa, anduvo por allí en esas fechas; es más, en los últimos congresos cervantistas se ha llegado a afirmar que Cervantes inició El Quijote durante un breve cautiverio en Castro del Río. Alonso Quijano, Alonso Colorado... no hace falta ser Sherlock Holmes para ir atando cabos. Escuchad el final de la historia...
Al tercer día, yendo Miguel por la Sendilla camino de una de las fincas que quedaban por ese lado del pueblo, vio a Alonso sentado en un poyo.
—¿Qué hacéis por aquí? —preguntó Cervantes en tono jovial, bajando del caballo.
—¿Veis aquella casa con tres ventanales? Allá arriba, la más alta... Allí vive mi amada. De un momento a otro se abrirá una de las ventanas y aparecerá la dama más bella que habita sobre la Tierra. Me mirará, la miraré y nos sonreiremos. Después irá adentro, dejando la ventana abierta. Es una señal.
Ambos quedaron en silencio, mirando las ventanas. En efecto, al cabo de pocos minutos sucedió tal como Alonso había predicho. Miguel pensó que la muchacha tenía un aspecto bastante tosco, seguramente una criada, pero se abstuvo de comentarlo.
—Ya tenéis vuestra señal —bromeó con picardía—. Corred a su encuentro, no os preocupéis por mí, tengo quehacer.
Alonso movió la cabeza a uno y otro lado, rechazando la propuesta de su amigo.
—Entonces, ¿eso es todo? —Cervantes no comprendía—. ¡Alonso!, que tenéis cincuenta años... Si es vuestra amada, ¿no sería mejor que fueseis tras ella?
—Me decepcionáis, Miguel. Sois escritor, tendríais que entenderlo. ¿Queréis decir que debería cambiar esta historia mágica por un vulgar encuentro? ¿Iniciar una relación en la que sólo pueden crecer los problemas y mermar las ilusiones? No haré tal cosa. Ella es mi dama en su castillo y yo su enamorado caballero. Decid que hay mujer más dulce que mi Aldonza y os ensartaré como a una liebre.
Cervantes no estaba seguro, después de la advertencia del mesonero, de que su amigo hablara en broma o no, así que prefirió no abrir la boca.
Unos días después Miguel y Alonso se encontraron por última vez. Fue en la fonda, la víspera de la partida del recaudador, que ya había terminado su cometido. Alonso estaba alegre y locuaz, contando una tras otra las historias más disparatadas que le habían sucedido en el largo camino de regreso a Santaella. Por el contrario Miguel se mostraba triste y preocupado.
—¿Qué sucede, amigo, que vuestra cara parece hoy más larga que un día sin pan? —preguntó el viejo soldado.
—He tenido un mal día. Dos de las familias del pueblo no alcanzan a pagar las alcabalas con sus intereses. No puedo hacer otra cosa que comunicarlo al corregidor. Los dos hombres irán a presidio.
—¿A galeras? —preguntó Alonso, dando un respingo.
—No, ¡por Dios!, nadie va a galeras sólo por deudas —Miguel esbozó una sonrisa por la ocurrencia de su amigo—. Quedarán en la prisión de Écija.
—¿Y no podéis evitarlo? ¿Alguna componenda...?
—Nada puedo hacer y me entristece; es buena gente que está pasando por un mal momento. Al final todo se arreglará, pero el daño estará hecho. ¡Quién sabe el tiempo que estén allí!
—Decidme una cosa... Con sinceridad, sois mi amigo, ¿no? —preguntó de pronto Alonso, en tono franco.
—Bien sabéis que sí.
—¿Os han dicho en el pueblo que soy un lunático?
La pregunta cogió a Cervantes por sorpresa. Por un momento dudó qué contestar.
—Sí —admitió por fin.
—¿Y lo creéis así?
Se hizo un largo silencio. Después Miguel miró directamente a los ojos de Alonso y respondió.
–Sí. Pero la vuestra es una locura maravillosa. Quizá el loco no seáis vos, sino todos los demás.
—Entiendo —dijo el capitán, con semblante hosco.
—Alonso, de niño descubristeis un mundo de honor y de justicia que no es real. Más aún, que es imposible. Pero os refugiáis en él constantemente. Vivís en una fantasía que no existe y ello os lleva a hacer locuras. Los que nos creemos cuerdos también conocimos ese mundo en nuestra infancia, pero lo arrasamos en cuanto nuestros intereses y temores chocaron con él. Sois un idealista impenitente y no se me ocurre locura mayor, ni más sensata.
—Así que esos hombres irán a galeras... —Alonso volvió a cambiar de tema. Miguel desistió de corregir su error, sospechando que sería inútil—. ¿Cuándo vendrán a por ellos?
—Dentro de cuatro o cinco días. Ahora están en la cárcel del pueblo, bajo la custodia del alguacil.
—¿Y cuántos guardias los acompañarán?
—Suelen venir dos, a veces tres... ¿Pero no estaréis pensando...?
—Quedad tranquilo, no estoy pensando nada que no se deba pensar —replicó Alonso con un guiño, otra vez animado.
Miguel se levantó de su asiento y se aproximó despacio a su acompañante.
—Quizá no nos veamos más, capitán, pero siempre os recordaré con afecto. Puede que escriba algo sobre vos...
—¿A quién podrían interesar mis fechorías? —Alonso rio a carcajadas—. Escribid historias galantes con final feliz, eso os dará fama y fortuna, no las andanzas de un lunático que sólo recuperará la razón cuando llegue el momento de pasar cuentas.
—Salgo mañana muy temprano, me despido ya. Hasta un nuevo encuentro, querido Alonso, que tengáis suerte y... sed cauto.
—Si alguna vez estáis en apuros, sabed que en Santaella contáis con un amigo que hará cualquier cosa por vos. Sólo tenéis que avisarme y yo acudiré allí donde estéis.
Los dos hombres se abrazaron y Miguel se retiró a su habitación. Al día siguiente, el largo camino a Castro del Río lo esperaba.
—Y así acaba la historia de Alonso y Miguel. ¿Os ha gustado?
—¡Oh, sí! —ha exclamado Elisa—, mucho; pero usted se la inventó, padrino. —Digamos que he rellenado algunos huecos —Rafael rio con picardía—. Pero así es la Historia, con diez ladrillos se levanta una pared.
El guapo de Santaella (3ª parte) © Fernando Hidalgo Cutillas
4 comentarios:
Veamos si puedo decir algo
Ok! ¿Viste Fernando? Es la configuración, ahora para comentar sale una ventana emergente, igual que en el mío. De la otra manera siempre es más complicado, sucede con todos los blogs que visito.
Decía que me gusta mucho como estás contando El guapo de Santaella, porque la introducción y el epílogo a manera de explicación dialogada dan mucho sentido al cuento, sobre todo a los despistados, o a los que no han leído el cuento en su totalidad.
Besos!
Blanca
Gracias por el aviso, Blanca. Nunca me hubiese dado cuenta si no me adviertes.
Es una historia demadiado larga para una sola noche, ja ja, que hay que dormir. Así ha dado para tres. Todo lo que tiene que ver con El Quijote siempre me resulta apasionante. Celebro que te guste. Besos
Preciosos relatos Fernando! Muy evocadores! Una interesante manera de contar la historia de nuestro pueblo. Te felicito. Eres un verdadero artista! Un fuerte abrazo amigo
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