Habíamos coincidido en los últimos años de colegio. Antonia era morena, alta como un ciprés, desgarbada como un avestruz y tenía cara de antipática. En resumen, la amiga perfecta para acompañarme al baile. Por entonces empezaban a llamarlos discoteques, sonaba muy moderno. Todos los domingos por la tarde se llenaban de chicos y chicas. Por alguna ley no escrita íbamos siempre en parejas: dos chicos, dos chicas. Al lado de Antonia, mi melena cuidadosamente oxigenada y mi figura armoniosa hacían que yo pareciera Marilyn. Ella asumía su papel de patito feo sin rechistar, y es que en cierto modo nos utilizábamos mutuamente: Antonia era mi carabina y yo era su gancho.
Uno de esos domingos estábamos sentadas en una de las pequeñas mesas que bordeaban la pista, hablando de nuestras cosas y simulando no prestar atención a lo que sucedía alrededor.
—¿Te has fijado en ése? —me preguntó Antonia, señalando discretamente con su afilada barbilla—. Es un bombón.
Yo lo había visto desde que entró y habló un rato con el camarero. Su acompañante era un joven regordete, con gafas. Ambos vestían traje, como era norma por entonces.
—¿Quién? —Lancé una mirada perdida, sin mucho interés—. Ah, ése. Pseee, no está mal —juzgué con displicencia.
—Está buenísimo —insistió.
¡Claro que estaba buenísimo! Pero yo no pensaba admitirlo mientras él no picara el anzuelo. ¡Qué poca clase tenía Antonia!, no dejaba de mirarlo con torpe disimulo. Poco después, ellos se acercaron. En torno a la mesita había cuatro sillas.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó el bombón.
—Bueno —respondí. Y retiré el bolso de la silla donde lo había dejado, para hacer sitio.
En contra de lo previsto y antes de que yo pudiera reaccionar, el guaperas se sentó junto a Antonia; y el gordo, a mi lado. Se presentaron: Enrique y Daniel.
Yo estaba furiosa. Se me pasó el recato de golpe, no hacía más que lanzar miradas a Enrique diciéndole con los ojos: "¿Cómo está con esa fea un hombre como tú?". Pero Antonia no paraba de hablar y distraerlo, captando toda su atención. Entonces pusieron una canción lenta. Era mi oportunidad.
—Me encanta esta canción —dije, mirando directamente a Enrique.
—A mí también. ¿Bailamos?
El muy imbécil se lo pidió a Antonia. Daniel apenas sabía bailar y yo estaba bastante enojada. Así que la tarde fue un desastre para mí, mientras la bruja, a la que sólo faltaba la escoba, se divertía con "mi" chico.
—¿Te has fijado en ése? —me preguntó Antonia, señalando discretamente con su afilada barbilla—. Es un bombón.
Yo lo había visto desde que entró y habló un rato con el camarero. Su acompañante era un joven regordete, con gafas. Ambos vestían traje, como era norma por entonces.
—¿Quién? —Lancé una mirada perdida, sin mucho interés—. Ah, ése. Pseee, no está mal —juzgué con displicencia.
—Está buenísimo —insistió.
¡Claro que estaba buenísimo! Pero yo no pensaba admitirlo mientras él no picara el anzuelo. ¡Qué poca clase tenía Antonia!, no dejaba de mirarlo con torpe disimulo. Poco después, ellos se acercaron. En torno a la mesita había cuatro sillas.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó el bombón.
—Bueno —respondí. Y retiré el bolso de la silla donde lo había dejado, para hacer sitio.
En contra de lo previsto y antes de que yo pudiera reaccionar, el guaperas se sentó junto a Antonia; y el gordo, a mi lado. Se presentaron: Enrique y Daniel.
Yo estaba furiosa. Se me pasó el recato de golpe, no hacía más que lanzar miradas a Enrique diciéndole con los ojos: "¿Cómo está con esa fea un hombre como tú?". Pero Antonia no paraba de hablar y distraerlo, captando toda su atención. Entonces pusieron una canción lenta. Era mi oportunidad.
—Me encanta esta canción —dije, mirando directamente a Enrique.
—A mí también. ¿Bailamos?
El muy imbécil se lo pidió a Antonia. Daniel apenas sabía bailar y yo estaba bastante enojada. Así que la tarde fue un desastre para mí, mientras la bruja, a la que sólo faltaba la escoba, se divertía con "mi" chico.
Aquél fue el final de mi amistad con ella. A Enrique volví a verlo en mi boda, un año después. Fue uno de los padrinos, como amigo íntimo de Daniel. Una boda un poco precipitada, como todas las de penalti.
El Orotava © Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2016
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