En mis primeros recuerdos aparece un hombre, un buhonero tullido que recorría los pueblos con una carreta. Si cierro los ojos, aún puedo verlo, dormido al fondo del carro. Un día me abandonó en un cruce de caminos. Yo tenía entonces seis años.
Me recogieron dos mujeres, madre e hija, que se apiadaron y me llevaron a su casa; mejor diría su choza, que no cabe otro nombre para el cuchitril donde pasé los años siguientes. Raquel, la mayor de las dos, fue lo más parecido a una madre que tuve en mi infancia.
Vivían solas, a una legua del pueblo más cercano, del fruto de unas pocas tierras que cultivaban a tercias con el amo y de un pequeño rebaño de ovejas y algunas cabras de cuyo pastoreo me encargaron cuando tuve la edad. Nada abundaba allí más que las chinches, pero no faltaban un vaso de leche al levantarse ni un trozo de queso para el almuerzo, que yo estiraba con un buen mendrugo del pan que Raquel cocía cada dos semanas. Ni las cebollas a diario, con algo de carne los domingos, que, después de horas de hervir en el puchero, no resultaba tan dura y correosa como de cabra vieja. Su hija, Catalina, hubiera parecido hermosa de no ser zamba. Yo nunca había visto a alguien como ella, que, pasándome en unos cinco años, se conducía como una niña pequeña.
De tarde en tarde, Raquel iba al pueblo a hacer algún recado. La mujer tardaba casi todo el día, que la muchacha y yo empleábamos en ordeñar el ganado, atender las tareas de la casa y jugar en el tiempo sobrante. En una de esas ocasiones —contaría yo diez u once años—, jugábamos a escondernos alrededor de la cabaña en un día muy caluroso. Ambos sudábamos a chorros. Catalina, pese a sus piernas deformes, corría como un galgo y no tardó en descubrirme, alcanzarme y sujetarme con fuerza. Tras la risa de la victoria, arrugó la nariz y me dijo:
—Apestas. —Y debía de ser verdad, en varios días sólo me había lavado cara y manos, como era costumbre.
La olfateé y respondí:
—Tú también.
Hizo una mueca de desagrado; después me arrastró hacia la piedra donde Raquel molía el grano, plana y bastante grande, protegida bajo un cobertizo.
—Espera —pidió. Fue al aljibe y regresó con un caldero lleno de agua—. Vamos a lavarnos. —Y empezó a despojarse de la ropa.
Yo, que nunca antes había visto a una mujer desnuda, me quedé pasmado viendo aparecer aquellas carnes blancas como la nieve bajo el sayo que se quitó con rapidez.
—¡¡Vamos!! —apremió al ver mi estupor.
Qué apuro sentí, nunca me había desnudado delante de una mujer. Catalina se acercó a mí y en un momento me arrancó toda la ropa. Después me ordenó que me echara sobre la piedra y, con un trapo empapado en agua y algo de jabón, me fue frotando por todas partes. Yo trataba de ocultar con la mano la entrepierna, pero Catalina dijo que era parte principal de la higiene. Apartó mi mano y, con el trapo, se dedicó a una limpieza esmerada. Mi pequeño ariete jamás se había visto en trance similar; se puso hinchado y reventón, con unas intensas ganas de orinar. Lo miré, sorprendido por el tamaño que estaba tomando mientras ella se reía y lo limpiaba una y otra vez, arriba y abajo. Las ganas de mear eran cada vez mayores, pensé que no podría aguantarlas, cuando ella paró y anunció que era su turno.
Medio enjabonado, me levanté y le cedí el sitio. Un poco más alta que yo, se estiró desnuda sobre la piedra, dejando las piernas colgando en el canto. Me dio el trapo jabonoso y con un gesto me señaló el caldero. Con delicadeza, algo asustado, empecé a frotarla. Catalina, con los ojos cerrados, sonreía y, a medida que el trapo iba bajando por su cuerpo, empezó a reír a carcajadas. Me pareció que se burlaba y paré. Ordenó:
—Sigue, tonto. —Y tomando mi mano, me arrancó el trapo, la dirigió hacia las ingles, donde la piel estaba cubierta por un tupido y corto vello oscuro, y presionó mis dedos sobre ella.
Yo nunca había sentido nada igual, aquello me embelesaba, pero por otro lado me sentía raro y las enormes ganas de orinar no hacían más que crecer. Cuando, dirigida con fuerza por las de ella, mi mano se aplastó contra su sexo, no pude contenerme más.
—¡Tengo que mear! —grité, echando a correr. Ya se me escapaban las primeras gotas de una orina que parecía fuego.
—¡Pero qué bobo eres! —la oí decir mientras me fugaba.
Al rato reaparecí, vestido; ella también se había puesto de nuevo la ropa, y pasamos el resto del día cada uno en lo suyo, sin apenas hablar, hasta que regresó Raquel. De vez en cuando me miraba de un modo que me pareció burlón. Yo estaba algo enojado, con una mezcla de sensaciones difícil de explicar. Durante la tarde oriné a menudo, con cierto escozor, hasta pensé que podría estar enfermando. Y, cada vez, un alivio extraño me recorría. Al acostarme no pude dormir, obsesionado con lo sucedido. Nada era comparable a aquella desconocida sensación. Maquinalmente, reproduje con la mano los roces que Catalina había realizado en mi cuerpo, a la vez que recordaba el suyo. De nuevo el miembro se hinchó y al cabo de poco rato volvieron las ganas incontenibles de mear. Aquello era muy inquietante... y muy agradable. Salí a orinar al lado del aprisco, volví a la cama y me dormí por fin.
Nada volvió a ser como antes. A partir de aquel día, esa nueva sensación quedó fija en mis pensamientos y no hubo noche en que, antes de dormir, no pasara un rato buscándola. Con el tiempo supe que eso es normal, pero entonces pensaba que había hecho un hallazgo extraordinario que sólo yo conocía y practicaba. Y que, por supuesto, era algo que debía ocultar a todos. Comprendí que, si bien el roce me excitaba, lo que realmente producía aquella ola de placer era el recuerdo del contacto con Catalina y con su sexo. Yo fantaseaba con un nuevo encuentro, pero no me atrevía a proponérselo, y ella parecía distante desde que aquello sucedió, aunque a veces la descubría observándome mientras yo estaba distraído.
Unas semanas después, Raquel hubo de volver al pueblo. Nos dejó solos de nuevo, con todo el día por delante. Catalina limpió la casa mientras yo ordeñaba las ovejas, y después vino a ayudarme, en silencio. A punto de terminar, sin alzar la vista del cubo donde recogía la leche, me dijo con sorna:
—Eres un miedica, Daniel.
Pensé que tenía algo de razón.
—Me puse malo —dije a modo de disculpa—. Podríamos lavarnos ahora —sugerí.
—Hoy soy yo quien está mala. —Se alzó la enagua y, sin pudor, me mostró el sexo, del que salían unos hilos de sangre. Me asusté mucho.
—¿¡Qué te pasa!? ¿Lo sabe tu madre?
Ella se rió.
—Claro que lo sabe. Esto nos pasa a las mujeres cada mes, mientras somos jóvenes. Dura varios días, en los que no se puede mojar el cuerpo porque se podría una morir.
—Vaya... ¡Qué cosa más rara! Si me saliera sangre de esa forma creo que me moriría aun sin mojarme; sólo del susto.
Catalina volvió a reír.
—Eres muy asustadizo, Daniel. No te saldrá sangre, pero pronto te saldrá otra cosa. Y más de una vez al mes.
—¿Sí...? ¿Qué? —pregunté con curiosidad.
Ella dio un apretón a la ubre que tenía en la mano, que soltó un chorrito blanco y, mirándome con picardía, dijo:
—¡Ya lo verás!
Cogió el cubo y fue hacia la casa, dejándome en un mar de dudas. ¿Leche?
Casi nunca me llevaban al pueblo, pues Raquel quería evitar preguntas e inmiscusiones y, las pocas veces que fui, decía que era el hijo de algún familiar que estaba de visita. Yo crecía en un entorno cerrado con esas dos mujeres , sin hombres, y no podía imaginar qué podría traer el futuro, que no fuese cuidar del rebaño. No había pensado en ello y las palabras de Catalina hicieron que me lo planteara por primera vez. Me estaba convirtiendo en un hombre, pero yo no sabía bien qué era eso.
Raquel iba a menudo al campo y recogía hierbajos que luego secaba al sol, trituraba y conservaba en bolsitas de tela. También traía insectos o pequeñas alimañas que trataba del mismo modo. Yo había observado que, cuando debía ir al pueblo, desde unos días antes preparaba cocimientos que, después de colados, guardaba en botellas de vidrio. La casa apestaba de modo nauseabundo mientras preparaba los brebajes. Cuando le preguntaba, me decía que era para que creciesen mejor los tomates, pero yo sabía que no era verdad, porque nunca la vi echar aquel caldo sobre los tomates, sino ponerlo en pequeños frascos que cerraba cuidadosamente y llevaba después al pueblo en el zurrón. Era muy misterioso y Raquel nunca hablaba de ello.
Al final del otoño los viajes de la mujer se hicieron más frecuentes, y también el tiempo que Catalina y yo pasábamos a solas. Aunque ella siempre me había parecido boba, era mayor que yo y comprendí que sabía algunas cosas que yo ignoraba, por las que sentí curiosidad. Desde el día del baño, meses atrás, ella no volvió a mostrar interés en jugar conmigo de aquel modo, era yo quien buscaba repetirlo y ella quien, por uno u otro motivo, lo rechazaba.
Un día le pregunté
—¿Y tú cómo sabes de hombres?
Esbozó una sonrisa enigmática, pero no dijo nada hasta que insistí.
—¿Es que no has visto nunca a ninguno? —respondió con jactancia.
—¿Un hombre en esta casa? No.
—No eres el único que aprovecha estos pastos, ¿sabes? —añadió con misterio. Recordé haber visto de lejos a algún pastor en el valle.
—¿Y tú y él...?
—¡Claro! ¿Crees que soy tonta? Es un hombre hecho y derecho. Él me enseña.
—Pues enséñame tú a mí.
—Eres demasiado chico todavía.
—¡Que no! Soy un hombre, ya lo verás... Pronto cumpliré doce años.
—Cuando seas mayor —sentenció con aire de superioridad.
En invierno los días eran cortos y, con los campos helados, no había mucho que hacer. Las ovejas comían la cebada que yo había almacenado antes de que cayeran las primeras nieves y parían sus corderitos en el establo. Pasábamos los días dentro de la choza, las mujeres dedicaban el tiempo libre a coser y remendar y yo, a tallar figuritas de madera a partir de raíces o ramas de forma caprichosa. Por las tardes, Raquel nos contaba historias. Decía que, de joven, había trabajado con los cómicos, con quienes recorrió los corrales de media España, y que aún sabía de memoria algunos de los textos que entonces interpretaba:
Dulces señores míos, tras cien males
hasta aquí de Numancia padecidos,
que son menores los que son mortales,
y en los bienes también que ya son idos,
siempre mostramos ser mujeres vuestras,
y vosotros también nuestros maridos.
¿Por qué en las ocasiones tan siniestras
que el cielo airado agora nos ofrece,
nos dais de aquel amor tan cortas muestras?...
Raquel se transformaba al recitar, como si no fuera ella. Catalina no prestaba apenas atención pero yo la escuchaba embobado, sintiendo que había mucha fuerza en aquellas palabras, aunque no las comprendía. Le pedía que me explicara cómo eran las ciudades en las que había estado, y las gentes que en ellas había conocido. Raquel contaba historias maravillosas y yo hubiera querido que aquellos momentos no acabasen nunca.
Con mucha paciencia, me enseñaba a leer en alguno de sus viejos libros. Los leía una y otra vez. Tenía varios, recuerdo que por entonces usábamos uno titulado Calila e Dimna, que yo llevaba siempre en el morral, en cuya última página ella había escrito de su puño y letra las tablas de multiplicar. A falta de papel y tinta, a menudo afilaba alguna de las pequeñas ramas carbonizadas del hogar y me animaba a escribir con ella en las paredes, que cada cierto tiempo encalaba. Me decía:
—Un día saldrás de este pequeño rincón y conocerás el mundo. Has de prepararte para eso.
Insistía en que pusiese interés en aprender cuanto pudiera. Y que me apartara de las malas personas... Entonces callaba y, por su gesto, yo comprendía que la asaltaban malos recuerdos. Pero nunca me atreví a preguntarle por ello.
Yo no era consciente entonces del diferente trato que nos daba a Catalina y a mí, a pesar de ser ella su hija. Nunca la vi dedicarse a la muchacha, ni poner interés en su preparación, más allá de las tareas de la casa. No fue hasta mucho más adelante que comprendí que entre ellas debía de existir algún motivo para esa indiferencia.
En los veranos todo era distinto. Cuando los pastos se secaban en el valle, yo debía llevar el rebaño a tierras más altas donde a veces pasaba varios días. Me gustaba estar en plena naturaleza, descifrando los libros que me diera Raquel. A partir de septiembre, alguna de las ovejas se portaba de modo extraño y olía de manera especial. Entonces el carnero la montaba, mientras ella se estaba muy quieta. Nunca vi a ninguna quejarse ni rechazar al macho como Catalina me rechazaba a mí. Había pasado tanto tiempo desde mi juego con la muchacha que parecía que ella lo hubiera olvidado y ya no estuviera en sus planes repetirlo; pero yo, que me hacía mayor, no me resignaba a seguir consolándome con fantasías solitarias, estaba decidido a hacer como el carnero en la primera ocasión y Catalina no podría negarse porque era la única hembra. Con estas ideas regresaba a la choza, pero una vez allí, ante las dos mujeres se desinflaba mi determinación. Con Raquel en casa a todas horas, no veía modo.
Al final del verano, todos los años la mujer dedicaba una tarde a contar las monedas que guardaba en una alcancía rota y las amontonaba en varias pilas. En una de esas ocasiones, yo miraba con curiosidad y ella me advirtió:
—Si no entiendes de cuentas, nunca sabrás lo que tienes ni lo que debes, y todos abusarán de tu ignorancia.
Me mostró los reales de plata y vellón, los maravedíes y algún ardite, y me explicó su valor y equivalencia.
—También hay monedas de oro, ya las conocerás cuando seas rico —bromeó.
Al terminar, guardó dos de los montones en un cinto.
—¿Para quién son? —pregunté.
—¡Para el diablo! —contestó con desaliento.
El día de San Miguel, ellas llevaron las monedas al cura, como pago de la parte que correspondía al priorato propietario de las tierras. Así hacían cada año.
Yo no sabía mi edad, ni en qué año nací, aunque Raquel calculaba que debió de ser sobre 1673. Recuerdo el invierno de 1687 como el más crudo de cuantos allí pasé. Desde la casa oíamos aullar a los lobos, agresivos como nunca, espoleados por el hambre y el frío. Por la noche los escuchaba hurgar en el establo, que yo cerraba siempre a cal a canto. Las ovejas balaban, aterrorizadas.
Cuando cesaron las heladas y se fundió la nieve, volvió la actividad a la casa. Raquel no tardó en dedicarse a cocer sus hierbas por lo que deduje que pronto iría al pueblo, lo que yo esperaba ansiosamente desde hacía muchas semanas. En efecto, la mujer se fue una mañana muy temprano. En cuanto la perdí de vista me acerqué al camastro de Catalina y me acosté junto a ella. Yo estaba muy excitado y decidido a no dejar escapar la ocasión. Le cogí la mano y la puse sobre mis ingles. Ella se despertó.
—¡Vaya! —exclamó—, cómo ha crecido el pequeño Daniel...
Y era cierto, el «pequeño Daniel», como yo mismo, había dado un buen estirón desde que ella lo vio.
—Es de tanto que pienso en ti —respondí, galante.
—Es porque te haces mayor. Ven. —Tiró de mí hasta ponerme encima. —¿No has visto nunca cómo hacen los carneros?
—Claro. Date la vuelta.
—No. —Se rió sin malicia—. Déjame hacer a mí...
Con la ayuda de su mano y unos ligeros movimientos, entró la llave en la cerradura. Me moví sobre ella, al principio suavemente, después de modo frenético, a medida que aumentaba mi excitación. Cuando Catalina notó que se acercaba el éxtasis, se retiró un poco y yo me derramé sobre su vientre, abrazado a ella, con un aullido de placer. Después, extenuado, me dejé caer sobre el colchón. Catalina pasó el dedo por su vientre y me lo mostró, manchado del líquido blanco y viscoso que yo conocía bien.
—¡Te lo dije! ¿Recuerdas? —Los dos nos echamos a reír.
Nadie hubiera pensado que un día que empezó tan bien acabara tan mal. Se hizo noche cerrada y Raquel no había vuelto. Empezábamos a temer por ella cuando vimos acercarse por el camino unas antorchas. Al aproximarse, descubrimos a un grupo de hombres encabezados por uno que se apoyaba en un bastón rematado por una cruz. Catalina me dijo que era un cura, y me pidió que me escondiera, pues, aunque debía correr el rumor, nadie sabía a ciencia cierta de mi existencia allí. Obedecí, y me oculté detrás del establo, en una zona de tupido matorral, desde donde podía ver la casa.
La muchacha salió a recibir a la comitiva, pensando que traería noticias de su madre. Cuando el grupo llegó, el cura agitó la cruz frente a Catalina y le dijo algo de lo que sólo pude entender una palabra: bruja. Después, otro hombre cubrió a la chica con una ropa de arpillera y le ató las manos mientras otros dos entraban con antorchas a la casa y empezaban a removerlo todo. Me asusté tanto que escapé corriendo entre las sombras hacia el bosque, sin mirar atrás. Cuando llegué a los primeros árboles y pude esconderme entre ellos, ya bastante lejos, me giré y vi que de la choza salía un humo espeso y empezaban a escapar algunas llamas. No sé cuánto tiempo estuve allí, mirando cómo se consumía el que había sido mi hogar durante los últimos años, el único que había conocido. Después, debí quedar dormido.
Desperté cuando el sol ya calentaba. Miré la casa, de la que sólo quedaba un rescoldo de humeantes ruinas. Me acerqué con precaución, sin encontrar a nadie. El huerto, del que ya habían empezado a salir algunos brotes, aparecía destrozado. El establo, con la puerta desquiciada, estaba vacío. El morral y la manta estaban en el mismo lugar donde acostumbraba esconderlos. Tomé ambas cosas. Yo era un hombre y no quería llorar, pero algunas lágrimas recorrían por su cuenta mis mejillas. No entendía por qué había sucedido aquel desastre, qué mal podía haber hecho aquella buena mujer para que la llamaran bruja y la castigaran de ese modo. Mucho después comprendí que su pecado era ser diferente, y que la intolerancia, la envidia y la superstición fueron la chispa que encendió aquellas antorchas. Al lado del aljibe encontré una de las figuritas de madera que yo había tallado y la recogí, la puse en el morral y con sólo ese equipaje partí hacia lo desconocido. Corría el mes de marzo de 1688.
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2015
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