José sale de su casa a las ocho horas, tres minutos y doce segundos de la mañana. En cincuenta y siete segundos recorre el tramo hasta el café de la esquina; un minuto y doce segundos después tiene ante él un humeante pocillo. Hojear el periódico y un poco de paciencia para no quemarse los labios retrasan su salida de la cafetería hasta las ocho horas, once minutos y tres segundos, exactamente. Aún no sabe que el destino lo está cronometrando con absoluta precisión.
Seis minutos y catorce segundos después corre para alcanzar el autobús que se le escapa, pero no lo consigue. La espera hasta el siguiente es de ocho minutos y medio, de conversación con un conocido que también aguarda. El hombre espera otra línea y José se despide cuando llega el bus que debe tomar. Aunque él no sea consciente de ello, son las ocho, treinta y ocho minutos y cuarenta segundos cuando baja del vehículo y se dispone a recorrer a pie el último tramo de su trayecto al trabajo.
Felisa, la asistenta de doña Mercedes, empieza su jornada a las siete de la mañana, en el último piso del número 323 bis de la avenida del General Castaños. Abre la puerta con su propia llave, se cambia de ropa en el trastero y se dirige a la cocina para preparar los desayunos de los niños, que pronto saldrán para el colegio. Mientras la familia se pone en marcha, ella da un repaso al salón, siempre impecable, sin hacer mucho ruido. Doña Mercedes aún dormirá hasta las nueve. Felisa aprovecha el resto de ese rato de obligado silencio en el interior para limpiar la terraza. Son las ocho, veinticinco minutos y nueve segundos cuando, después de admirar una vez más las magníficas vistas del ático, suelta los toldos y empieza a fregarlos con un cepillo empapado en detergente. Después los rociará con la misma manguera que sirve para regar las macetas que adornan el barandal, llenas de colorido en estos días. Algo que suele hacer los sábados pero que esta semana, por excepción, hará en viernes, porque mañana libra.
José dispone de casi veintidós minutos para recorrer los apenas quinientos metros que hay hasta el despacho. A paso tranquilo, llega al cruce y gira hacia General Castaños, la misma avenida donde, en el número 341, está la empresa donde trabaja. Si alguien se fijara, comprobaría que da diez pasos cada ocho segundos, y en cada uno de ellos avanza cuarenta y ocho centímetros. Treinta y seis metros por minuto, dos kilómetros y ciento sesenta metros por hora. Trece minutos lo separan de su destino, tiene tiempo de sobra. Al pasar junto al quiosco situado frente al número 319, observa que ha salido ya un nuevo ejemplar de Flaps, la revista de aeromodelismo que compra todos los meses. Aguarda, sin prisa, a que la señora que ha llegado antes que él se decida entre Hola y Lecturas. Por fin compra las dos, paga y se va. Mientras el quiosquero abre el paquete que acaba de recibir, José mira el reloj. Son las 8:51, ya no puede entretenerse más. A las ocho, cincuenta y dos minutos y cincuenta y siete segundos, con la revista bajo el brazo y paso rápido, enfila el último trecho.
Felisa ha terminado de limpiar los toldos y trata de fijarlos con las cintas de lona. Se ha levantado algo de viento y a la mujer, menuda, se le hace difícil sujetarlos. A las ocho y cincuenta y tres minutos exactos, una ráfaga inesperada empuja el toldo con fuerza contra una de las macetas, que se vuelca y, en dos segundos y siete décimas, ni una más ni una menos, cae hasta la calle. Felisa grita horrorizada temiendo lo peor. Se asoma con angustia y descubre al hombre tirado sobre un charco de sangre. Presente, con exquisita puntualidad, en la última y más importante cita de su vida.
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2015
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2 comentarios:
Después de leer este cuento narrado con tal minuciosidad es imposible dejar de pensar que cada minuto de nuestras vidas está cronometrado.
Muy bueno, Fernando, hacía tiempo no leía un relato corto de esta calidad. Son las 8 de la noche quince minutos y cuarenta segundos exactos. Tendré cuidado al dejar la silla en la que suelo hacerlo para escribir en el ordenador, no sea que...
Genial! Admiro mucho a los buenos cuentistas..
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