No hay noche más oscura que el abandono de un niño.
Rafael, el menor de siete hermanos, todos varones; Dolores, hija única por la muerte de su madre pocos días después del parto. Una infección se la llevó por delante sin que pudiesen hacer nada los ungüentos y brebajes que recomendaba don Ernesto. El padre, viudo y jornalero, no encontró mucho donde elegir de nuevo. Saldó el asunto con Teresa, la madrastra, empeñada en borrar cualquier rastro que le recordase su condición de sobrera. Y, entre todos, Dolores era el que más la hería.
Dos casas juntas y tan diferentes. En una, siete chiquillos alegres y unos padres felices en su sencillez. En la otra, el purgatorio.
La madre de Rafael, María, se apenaba al ver a la pequeña Dolores tan diminuta y sola. Para el padre la niña era transparente; la madrastra apenas disimulaba el odio irracional que sentía por ella. Despeinada, andrajosa, con mocos resecos bajo la graciosa naricilla y sospechosos moratones en piernas y brazos, Dolores sólo encontraba algún momento de felicidad cuando pasaba a casa de sus vecinos. Nadie la echaba en falta, lo que para ella era una suerte, pues le permitía estar con María y sus hijos la mayor parte del tiempo. La mujer la bañaba, peinaba sus bonitos cabellos y jugaba con ella siempre que podía, pero lo que más gustaba a Dolores era jugar con sus hijos y, entre ellos, con Rafaelito. No veía el momento de marchar y, cuando por fin la noche imponía el regreso, María la llevaba hasta la puerta de su casa notando el temor de la niña, la mano apretada con fuerza entre la suya. Teresa, seria y distante, recibía a la pequeña con la alegría con que se recibe una maldición.
Dolores tenía tres años, aproximadamente un año después de que su padre se casara de nuevo, cuando Teresa empezó a engordar. Una sonrisa cruel, casi un rictus, se instaló en su cara. Cuatro meses más tarde perdió el hijo que esperaba. El rictus cambió. No mucho después, volvió a engordar, y de nuevo al poco tiempo abortó, esta vez con complicaciones que la tuvieron varias semanas en cama. Cuando se recuperó era una mujer diferente. Si alguien había dicho que las cosas no podrían ir peor, se equivocó. El purgatorio se volvió infierno. Ya no hubo más embarazos, aunque Teresa siguió engordando.
A los siete años Dolores dejó atrás su infancia. Ya era capaz de hacer muchas de las tareas corrientes de una casa, de cuidar a niños pequeños, de hacer recados... En suma, de trabajar. Teresa buscaba por el pueblo comprador para tan pequeña esclava. María hubiese querido llevarla con ella pero era un gasto que no podían permitirse. Recordó entonces a su tía Enriqueta, ya mayor y sola, una mujer de posibles desde que se casó con un terrateniente, un buen hombre de mala salud que dejó viuda a su esposa cuando más falta le hacía. Enriqueta, aunque llena de rarezas, era una buena mujer. Ellas se cuidarán mutuamente, pensó María, y se apresuró a promover el asunto.
Cuando Dolores salió de la casa de su padre, que nunca fue la suya, con un pañuelo en la mano a modo de hato en el que llevaba las pocas cosas que le pertenecían, no miró atrás. Pero sí miró a la casa de sus vecinos. María, en la puerta, le sonrió y la pequeña correspondió al pasar frente a ella. Entonces notó que algo caía en su cabello y levantó la vista. En el ventanuco del doblado, Rafael la observaba, muy serio.
—¿Adónde vas? —preguntó el niño.
Dolores se quedó mirándolo, con la cabeza vuelta, mientras trotaba tras Teresa que, asiéndola por la mano, tiraba de ella con paso rápido y la fuerza de un percherón.
Maternidad © Fernando Hidalgo Cutillas
2 comentarios:
Dolores tendrá una buena vida. Estoy segura, una oportunidad es suficiente para empezar.
Este cuento me ha conmovido.
Besos!
Blanca
Seguro que sí. No sé si se capta que el final de este cuento está en la primera línea.
Besos, Blanca.
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