Dos mujeres hablan cerca de mí, en el metro. "El abuelo se quedó sin conocimiento, estaba amoratado; lo llevamos a urgencias y allí pudieron reanimarlo. La tercera vez, en este mes...".
. . . . . . .
Cuando el ejecutor quería ensañarse, ahorcaba al reo hasta que perdía el conocimiento. Entonces lo descendía de la soga y lo reanimaba echándole agua y esperando que se recuperase para volver a empezar. Esto podía repetirse durante horas... (Historia de la tortura).
La decisión
Pocos días antes
de mi octogésimo quinto cumpleaños recibí una carta, un acontecimiento poco
frecuente. Hacía mucho tiempo que casi toda la correspondencia de la ciudad
circulaba por correo electrónico. El sobre provenía de la Oficina de Bienestar
Global de mi distrito y sólo contenía una cuartilla que era una simple
citación: Le rogamos se presente en estas oficinas antes de treinta días a
partir del recibo de esta nota. Nuestro horario es... etc., etc.
A mi edad tengo pocas obligaciones que atender y mucho tiempo libre, el plazo me venía largo, así que al día siguiente me puse el traje de los domingos, tomé mi bastón de caoba con empuñadura de titanio y me encaminé a la citada oficina.
Paseando bajo el tibio sol de las primeras horas de la mañana me esforzaba en alejar la inquietud que la citación me había producido. ¿Qué podrían querer de mí en la oficina de bienestar? Supuestamente el Departamento de Bienestar Global vela por cubrir las necesidades de las personas con problemas; pero yo, aunque vivía solo, no tenía problemas, al menos no del tipo en el que los políticos puedan meter la nariz.
Ya cerca de mi destino compré el diario en el único quiosco superviviente de la zona y lo guardé bajo el brazo, en previsión de una probable y quizá larga espera. Recorrí con paso decidido los últimos metros y entré en el edificio.
Apenas habría diez personas en el vestíbulo, todas ellas sentadas, dispersas, en unos asientos con acabado en imitación a madera. Tal como había imaginado, la atención al usuario estaba automatizada. Me dirigí a uno de los monitores de cristal líquido del punto de información. La imagen de una muchacha sonriente, que no paraba de hacer muecas que pretendían ser gestos amables, me revolvió el estómago. Una voz femenina, sensual y melodiosa salió de alguna parte:
Coloque su dedo pulgar derecho sobre la zona marcada en la parte inferior de la pantalla, por favor.
Seguí la indicación y al momento la muchacha sonriente desapareció para dejar paso a una ficha personal que contenía mis datos.
Confirme su identificación pulsando el botón verde; si es errónea, pulse el rojo.
Toqué el botón verde y la empalagosa muchacha de las sonrisitas reapareció en el monitor. Unos segundos después la voz volvió a darme instrucciones.
Espere en el sillón número veintiuno. Una de nuestras azafatas lo atenderá lo antes posible. El Departamento de Bienestar Global le agradece su visita. Que tenga un buen día, señor.
Agarrando el diario como un salvavidas, caminé hacia la zona donde se alineaban los asientos. Localicé el número veintiuno, me senté en él y me dispuse a soportar estoicamente la tortura de una larga espera. Afortunadamente mis temores resultaron infundados; aún no había terminado de ojear la portada cuando se acercó a mí una mujer bastante gruesa que rondaría la cincuentena. No daba la imagen que yo tenía de una azafata pero ésa parecía ser su función.
—Buenos días. Señor Campos, ¿verdad? Sígame, por favor.
Su voz auténtica y su actitud amable derrumbaron mis prejuicios al instante. Caminé tras ella por un vericueto de pasillos hasta una puerta de cristal opaco. Golpeó con los nudillos antes de abrir invitándome a pasar.
—Don Vicente Campos —anunció y, dirigiéndose a mí, añadió con simpatía— ¡Que tenga suerte! Volveré a recogerlo cuando terminen.
Todos los temores que antes había logrado conjurar se agolparon en mi mente en ese momento. ¿Por qué me habría deseado suerte?
La pieza era un pequeño despacho con una mesa blanca de escritorio, dos sillas frente al sillón del anfitrión y absolutamente nada más. El hombre que lo ocupaba se alzó ligeramente de su asiento a modo de saludo.
—Siéntese, ¿quiere? —invitó.
Lo hice, y me quedé mirándolo con cara de "usted dirá…". Él era muy joven. Noté que estaba tenso. Sonrió nerviosamente y comentó algo banal, no recuerdo qué. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta la nota que había recibido y la puse sobre la mesa.
— ¿Quería usted verme? He recibido esta carta…
El joven se puso serio y adoptó un aire solemne antes de contestar.
—Verá, señor Campos, el motivo de su presencia aquí es que, según nuestro archivo, usted ha cumplido o está a punto de cumplir ochenta y cinco años… Y aún no ha tomado la decisión —explicó en voz tan baja que apenas pude oírlo.
— ¿La decisión? ¿Qué decisión? —Yo estaba verdaderamente intrigado.
—Verá, señor Campos —repitió—, hace unos años el Gobierno decidió ampliar los servicios a la ciudadanía en un tema muy sensible, pero muy delicado también. Durante décadas la Salud Pública se ocupó de la vida, pero muy poco de la muerte. Los progresos médicos permitieron alargar la vida de los ciudadanos y ciudadanas; no sólo alargarla, también darle calidad y bienestar. Pero eso tiene un límite, que habíamos sobrepasado ampliamente. La consecuencia fue que muchos enfermos y ancianos se veían abocados a una tortura insufrible en sus últimos años. La Medicina había llegado demasiado lejos con ellos, no podía curarlos pero tampoco les permitía morir y vivían una especie de lenta agonía durante largo tiempo. Por otra parte, los costes de todo ese esfuerzo inútil, peor aún, perverso, eran enormes.
— ¿Y qué tiene eso que ver conmigo y con la decisión que dice que he de tomar? —interrumpí. Yo no comprendía para qué me estaba contando todo aquello.
—Déjeme que le explique… Cuando el Gobierno decidió intervenir en esta situación, hace ocho años, en el 2016, se creó un servicio de Eutanatología en todos los hospitales generales del Estado. Cuando algún paciente sobrepasa de modo irreversible los límites de una vida soportable, sus médicos lo dirigen a ese servicio. Allí se le informa de su derecho a una muerte digna, rápida, sin sufrimiento ni dolor, se le propone el ingreso definitivo y el paciente decide. A algunos les cuesta, el instinto de supervivencia es potente, pero en general se impone el sentido común y acaban accediendo.
—No puedo creer que esté usted proponiéndome que yo decida morir… ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Acaso me ve decrépito o agónico? Es la situación más absurda en la que me he visto en toda mi vida —comenté con sarcasmo.
—No se enoje, señor Campos, y déjeme terminar. Hace unos dos años se hizo una revisión sobre el funcionamiento de este sistema y se detectaron varios fallos; el principal, que por algún motivo muchas de las personas candidatas a recibir este servicio nunca llegaban a contactar con él. Un apego irracional a la vida, a cualquier precio, o un malentendido amor de la familia o, en ocasiones, intereses creados, este tipo de cosas interferían en el buen funcionamiento del proyecto. Entonces se decidió que los enfermos con determinadas dolencias y todas las personas a partir de la edad de ochenta y cinco años deberían, anualmente, si tenían buen uso de sus facultades mentales, entrevistarse con un psicólogo y después decidir por sí mismas si querían seguir viviendo o no. Y ésa es la finalidad de esta entrevista, que usted tome esa decisión.
—Así que es usted psicólogo... —deduje—. ¡Qué extraño!, leo la prensa todos los días y no recuerdo nada sobre lo que acaba de explicarme.
—Ya le he dicho que el tema es sensible y delicado. No se ha hecho nada para informar a la población en general, pensamos que hacerlo sólo daría problemas. —El funcionario puso frente a mí un impreso—. Ha de rellenar este cuestionario y firmar debajo. Eso es todo.
Se trataba de marcar las casillas pertinentes en una serie de preguntas sobre mi salud, el tipo de vida que hacía, mis relaciones familiares y hasta mis ingresos mensuales. Y al final, la decisión, planteada en estos términos:
¿Desea usted que el Estado lo/la ayude a terminar drásticamente con sus dolencias, con los mejores medios que la Medicina puede ofrecer en este momento?, y dos opciones: SI/NO.
—Pero aquí no dice nada de eutanasia… —señalé.
—Intentamos no herir ninguna sensibilidad. Cualquiera entiende que ese final drástico no puede ser otro.
Marqué NO, firmé la hoja y la devolví al joven, que la guardó en un cajón sin mirarla.
— ¿Lo ve usted? No era tan difícil; ya está. El año próximo, más o menos por estas fechas, volveremos a vernos. —Se levantó de su silla para despedirme y nos estrechamos la mano—. Que tenga un buen día, señor.
La azafata apareció en la puerta como por arte de magia y me dispuse a seguirla hasta la salida. Mientras caminaba tras ella me crecía la sensación de haber caído en una trampa, no estaba seguro de no haber firmado mi condena a muerte. En realidad, en ese momento empecé a darme cuenta, había renunciado por escrito a la ayuda médica del Estado. Pero me daba igual, ya sólo quería salir de aquel asfixiante lugar cuanto antes.
A mi edad tengo pocas obligaciones que atender y mucho tiempo libre, el plazo me venía largo, así que al día siguiente me puse el traje de los domingos, tomé mi bastón de caoba con empuñadura de titanio y me encaminé a la citada oficina.
Paseando bajo el tibio sol de las primeras horas de la mañana me esforzaba en alejar la inquietud que la citación me había producido. ¿Qué podrían querer de mí en la oficina de bienestar? Supuestamente el Departamento de Bienestar Global vela por cubrir las necesidades de las personas con problemas; pero yo, aunque vivía solo, no tenía problemas, al menos no del tipo en el que los políticos puedan meter la nariz.
Ya cerca de mi destino compré el diario en el único quiosco superviviente de la zona y lo guardé bajo el brazo, en previsión de una probable y quizá larga espera. Recorrí con paso decidido los últimos metros y entré en el edificio.
Apenas habría diez personas en el vestíbulo, todas ellas sentadas, dispersas, en unos asientos con acabado en imitación a madera. Tal como había imaginado, la atención al usuario estaba automatizada. Me dirigí a uno de los monitores de cristal líquido del punto de información. La imagen de una muchacha sonriente, que no paraba de hacer muecas que pretendían ser gestos amables, me revolvió el estómago. Una voz femenina, sensual y melodiosa salió de alguna parte:
Coloque su dedo pulgar derecho sobre la zona marcada en la parte inferior de la pantalla, por favor.
Seguí la indicación y al momento la muchacha sonriente desapareció para dejar paso a una ficha personal que contenía mis datos.
Confirme su identificación pulsando el botón verde; si es errónea, pulse el rojo.
Toqué el botón verde y la empalagosa muchacha de las sonrisitas reapareció en el monitor. Unos segundos después la voz volvió a darme instrucciones.
Espere en el sillón número veintiuno. Una de nuestras azafatas lo atenderá lo antes posible. El Departamento de Bienestar Global le agradece su visita. Que tenga un buen día, señor.
Agarrando el diario como un salvavidas, caminé hacia la zona donde se alineaban los asientos. Localicé el número veintiuno, me senté en él y me dispuse a soportar estoicamente la tortura de una larga espera. Afortunadamente mis temores resultaron infundados; aún no había terminado de ojear la portada cuando se acercó a mí una mujer bastante gruesa que rondaría la cincuentena. No daba la imagen que yo tenía de una azafata pero ésa parecía ser su función.
—Buenos días. Señor Campos, ¿verdad? Sígame, por favor.
Su voz auténtica y su actitud amable derrumbaron mis prejuicios al instante. Caminé tras ella por un vericueto de pasillos hasta una puerta de cristal opaco. Golpeó con los nudillos antes de abrir invitándome a pasar.
—Don Vicente Campos —anunció y, dirigiéndose a mí, añadió con simpatía— ¡Que tenga suerte! Volveré a recogerlo cuando terminen.
Todos los temores que antes había logrado conjurar se agolparon en mi mente en ese momento. ¿Por qué me habría deseado suerte?
La pieza era un pequeño despacho con una mesa blanca de escritorio, dos sillas frente al sillón del anfitrión y absolutamente nada más. El hombre que lo ocupaba se alzó ligeramente de su asiento a modo de saludo.
—Siéntese, ¿quiere? —invitó.
Lo hice, y me quedé mirándolo con cara de "usted dirá…". Él era muy joven. Noté que estaba tenso. Sonrió nerviosamente y comentó algo banal, no recuerdo qué. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta la nota que había recibido y la puse sobre la mesa.
— ¿Quería usted verme? He recibido esta carta…
El joven se puso serio y adoptó un aire solemne antes de contestar.
—Verá, señor Campos, el motivo de su presencia aquí es que, según nuestro archivo, usted ha cumplido o está a punto de cumplir ochenta y cinco años… Y aún no ha tomado la decisión —explicó en voz tan baja que apenas pude oírlo.
— ¿La decisión? ¿Qué decisión? —Yo estaba verdaderamente intrigado.
—Verá, señor Campos —repitió—, hace unos años el Gobierno decidió ampliar los servicios a la ciudadanía en un tema muy sensible, pero muy delicado también. Durante décadas la Salud Pública se ocupó de la vida, pero muy poco de la muerte. Los progresos médicos permitieron alargar la vida de los ciudadanos y ciudadanas; no sólo alargarla, también darle calidad y bienestar. Pero eso tiene un límite, que habíamos sobrepasado ampliamente. La consecuencia fue que muchos enfermos y ancianos se veían abocados a una tortura insufrible en sus últimos años. La Medicina había llegado demasiado lejos con ellos, no podía curarlos pero tampoco les permitía morir y vivían una especie de lenta agonía durante largo tiempo. Por otra parte, los costes de todo ese esfuerzo inútil, peor aún, perverso, eran enormes.
— ¿Y qué tiene eso que ver conmigo y con la decisión que dice que he de tomar? —interrumpí. Yo no comprendía para qué me estaba contando todo aquello.
—Déjeme que le explique… Cuando el Gobierno decidió intervenir en esta situación, hace ocho años, en el 2016, se creó un servicio de Eutanatología en todos los hospitales generales del Estado. Cuando algún paciente sobrepasa de modo irreversible los límites de una vida soportable, sus médicos lo dirigen a ese servicio. Allí se le informa de su derecho a una muerte digna, rápida, sin sufrimiento ni dolor, se le propone el ingreso definitivo y el paciente decide. A algunos les cuesta, el instinto de supervivencia es potente, pero en general se impone el sentido común y acaban accediendo.
—No puedo creer que esté usted proponiéndome que yo decida morir… ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Acaso me ve decrépito o agónico? Es la situación más absurda en la que me he visto en toda mi vida —comenté con sarcasmo.
—No se enoje, señor Campos, y déjeme terminar. Hace unos dos años se hizo una revisión sobre el funcionamiento de este sistema y se detectaron varios fallos; el principal, que por algún motivo muchas de las personas candidatas a recibir este servicio nunca llegaban a contactar con él. Un apego irracional a la vida, a cualquier precio, o un malentendido amor de la familia o, en ocasiones, intereses creados, este tipo de cosas interferían en el buen funcionamiento del proyecto. Entonces se decidió que los enfermos con determinadas dolencias y todas las personas a partir de la edad de ochenta y cinco años deberían, anualmente, si tenían buen uso de sus facultades mentales, entrevistarse con un psicólogo y después decidir por sí mismas si querían seguir viviendo o no. Y ésa es la finalidad de esta entrevista, que usted tome esa decisión.
—Así que es usted psicólogo... —deduje—. ¡Qué extraño!, leo la prensa todos los días y no recuerdo nada sobre lo que acaba de explicarme.
—Ya le he dicho que el tema es sensible y delicado. No se ha hecho nada para informar a la población en general, pensamos que hacerlo sólo daría problemas. —El funcionario puso frente a mí un impreso—. Ha de rellenar este cuestionario y firmar debajo. Eso es todo.
Se trataba de marcar las casillas pertinentes en una serie de preguntas sobre mi salud, el tipo de vida que hacía, mis relaciones familiares y hasta mis ingresos mensuales. Y al final, la decisión, planteada en estos términos:
¿Desea usted que el Estado lo/la ayude a terminar drásticamente con sus dolencias, con los mejores medios que la Medicina puede ofrecer en este momento?, y dos opciones: SI/NO.
—Pero aquí no dice nada de eutanasia… —señalé.
—Intentamos no herir ninguna sensibilidad. Cualquiera entiende que ese final drástico no puede ser otro.
Marqué NO, firmé la hoja y la devolví al joven, que la guardó en un cajón sin mirarla.
— ¿Lo ve usted? No era tan difícil; ya está. El año próximo, más o menos por estas fechas, volveremos a vernos. —Se levantó de su silla para despedirme y nos estrechamos la mano—. Que tenga un buen día, señor.
La azafata apareció en la puerta como por arte de magia y me dispuse a seguirla hasta la salida. Mientras caminaba tras ella me crecía la sensación de haber caído en una trampa, no estaba seguro de no haber firmado mi condena a muerte. En realidad, en ese momento empecé a darme cuenta, había renunciado por escrito a la ayuda médica del Estado. Pero me daba igual, ya sólo quería salir de aquel asfixiante lugar cuanto antes.
La decisión © Fernando Hidalgo Cutillas
Los mejores cuentos y fábulas en un solo tomo
1 comentario:
¡Wauuuu, extraordinario! Y es muy posible que algo así se implante dentro de poco. Te felicito por tu creatividad (aunque por tu profesión estás acostumbrado a ver centros y salas de espera como la que describes,la historia en sí es genial).Un abrazo
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