El abuelo tenía un reloj de bolsillo. No un reloj cualquiera: era de oro, con dos tapas bien labradas que se abrían presionando una pestaña a cada lado. En la de delante, un grueso relieve de una escena de campo; en la posterior, un esmalte de tonos rojizos en forma de mariposa con unos pequeños diamantes incrustados en las puntas de las alas.
Desde que el hombre se puso enfermo apenas salía de casa, pero cada día sacaba el reloj del cajón de la mesilla donde lo guardaba para darle cuerda. Si algo no se usa, acaba estropeándose, decía. Lo verdaderamente especial en aquel reloj era la sonería. Un delicado tintineo daba las horas y las medias como un reloj de pared, pero mucho más suave.
Cuando yo contaba nueve años, aquel maravilloso artefacto me hacía alucinar. A menudo me llamaba el abuelo antes de darle cuerda, faltando pocos minutos para mediodía. A las doce en punto: tin, tin, tin… La campanita me parecía tan hermosa como la que debe sonar a las puertas del Cielo. Nunca me dejó darle cuerda, ni siquiera sostenerlo en las manos; decía que yo era demasiado pequeño y podría romperlo. Entonces me entristecía y él me consolaba: «Cuando yo falte, este reloj será tuyo». Y así empecé a desear que el abuelo faltara.
El reloj era muy antiguo, a pesar de lo cual funcionaba como el primer día. Por entonces me contó el abuelo que había pertenecido a su abuelo Fausto, el que fuera maestro nacional y más tarde alcalde del pueblo de origen de esa rama de nuestra familia. Fue quien lo compró, en la joyería de más postín de la ciudad de Cáceres. Y desde don Fausto la máquina había pasado de padre a hijo ya en dos ocasiones. Al saberlo, quise asegurarme de que el abuelo me daría el reloj a mí, y no a papá. Su respuesta me decepcionó: «Las cosas de familia pasan de padres a hijos». Le recriminé que me hubiera engañado con falsas promesas, por lo que añadió: «No te he engañado, niño, el reloj será tuyo cuando yo falte… y tu padre también». Y así empecé a desear que mi padre también faltara.
En las vacaciones de aquel verano entraron ladrones a la casa y una de las cosas que robaron fue el reloj. Jamás lo recuperamos. Mi disgusto fue largo y espantoso, pero con el tiempo he llegado a alegrarme de que aquel reloj desapareciera. Mi hijo, igual que yo hice, tendrá que comprarse sus propios relojes.
© Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2017
Desde que el hombre se puso enfermo apenas salía de casa, pero cada día sacaba el reloj del cajón de la mesilla donde lo guardaba para darle cuerda. Si algo no se usa, acaba estropeándose, decía. Lo verdaderamente especial en aquel reloj era la sonería. Un delicado tintineo daba las horas y las medias como un reloj de pared, pero mucho más suave.
Cuando yo contaba nueve años, aquel maravilloso artefacto me hacía alucinar. A menudo me llamaba el abuelo antes de darle cuerda, faltando pocos minutos para mediodía. A las doce en punto: tin, tin, tin… La campanita me parecía tan hermosa como la que debe sonar a las puertas del Cielo. Nunca me dejó darle cuerda, ni siquiera sostenerlo en las manos; decía que yo era demasiado pequeño y podría romperlo. Entonces me entristecía y él me consolaba: «Cuando yo falte, este reloj será tuyo». Y así empecé a desear que el abuelo faltara.
El reloj era muy antiguo, a pesar de lo cual funcionaba como el primer día. Por entonces me contó el abuelo que había pertenecido a su abuelo Fausto, el que fuera maestro nacional y más tarde alcalde del pueblo de origen de esa rama de nuestra familia. Fue quien lo compró, en la joyería de más postín de la ciudad de Cáceres. Y desde don Fausto la máquina había pasado de padre a hijo ya en dos ocasiones. Al saberlo, quise asegurarme de que el abuelo me daría el reloj a mí, y no a papá. Su respuesta me decepcionó: «Las cosas de familia pasan de padres a hijos». Le recriminé que me hubiera engañado con falsas promesas, por lo que añadió: «No te he engañado, niño, el reloj será tuyo cuando yo falte… y tu padre también». Y así empecé a desear que mi padre también faltara.
En las vacaciones de aquel verano entraron ladrones a la casa y una de las cosas que robaron fue el reloj. Jamás lo recuperamos. Mi disgusto fue largo y espantoso, pero con el tiempo he llegado a alegrarme de que aquel reloj desapareciera. Mi hijo, igual que yo hice, tendrá que comprarse sus propios relojes.
© Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2017
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