Dos mendigos, uno a cada lado de la puerta del templo, piden limosna a los pocos feligreses que la cruzan. El más joven, de tupida barba, sentado en el suelo con los ojos cerrados, tiene junto a sus piernas cruzadas un vaso de plástico y un cartel de cartón que con letras toscas cuenta en pocas palabras su miseria. El otro, de pie, lleva un vaso similar en la mano y agita las escasas monedas que contiene frente a los que pasan junto a él. Pero los que entran o salen de la iglesia no prestan atención a uno ni a otro.
De pronto surge del interior un hombre de mediana edad, de aspecto elegante. Tiene los ojos enrojecidos y un rictus de tristeza, casi desconsuelo. El pordiosero una vez más agita su vaso con gesto de súplica. El caballero, que hasta ese momento no había reparado en él, lo mira con sorpresa, como quien encuentra casualmente algo que necesita. Se palpa los bolsillos y hace una mueca de disgusto. Junta las manos y, tras un momento de vacilación, desabrocha su reloj de pulsera, lo deja en el vaso del viejo y sigue camino hacia la calle. Ninguno de los dos hombres ha dicho una palabra.
El anciano toma el reloj y deja el vaso en el suelo. Lo examina con atención. Es de metal amarillo y brillante. Lo acerca al oído para escuchar el tic-tac sin conseguirlo, aunque la manecilla se mueve dentro de la esfera. El otro indigente abre un ojo. El viejo advierte la escrutante mirada y se apresura a guardar con disimulo el reloj en el bolsillo de su chaqueta, junto con las monedas del vaso. Después, con un gesto de la mano se despide de su compañero, se aleja y desaparece al doblar la esquina.
Camina deprisa un largo trecho hasta esconderse en el umbral de un edificio abandonado. Se sienta en una piedra y observa de nuevo el reloj. Lo sopesa, lo mira por todos lados... Le parece una valiosa joya. Pero su alegría está teñida de angustia. ¿Cómo podrá venderlo? Todos creerán que lo ha robado. Lo devuelve al bolsillo y cuenta las monedas. Pocas, mas darán para un bocado.
El hombre pasa la tarde deambulando por el extrarradio, sólo piensa en el modo de vender el reloj, pero no conoce a nadie que pueda comprarlo. ¿Cuánto valdrá?, se pregunta. Y se hace ilusiones de que valga mucho dinero, suficiente para salir, al menos por una temporada, de su miseria. Lo aprieta en el puño dentro del bolsillo como una balsa de salvación.
Al oscurecer se dirige al portal de oficinas donde pasa las noches sobre un lecho de cartones doblados. Se asegura de que nadie lo ve cuando esconde el reloj entre ellos. Y, en su obsesión, trata en vano de dormir durante unas horas.
Amanece. Es hora de levantarse y esconder los cartones, antes de que los empleados más madrugadores lo sorprendan. Pero hoy el viejo no se ha despertado, quizá por tanto como le costó conciliar el sueño. La señora de la limpieza es la primera en llegar y ve el bulto del hombre tendido bajo el sucio gabán que le sirve de manta. Contrariada, le pide a gritos que se largue y se lleve todas sus cosas; pero el hombre no se mueve. Cuando se decide a tirar del abrigo, descubre la gran mancha de sangre sobre el cuerpo inerte.
El mendigo de barba cerrada lleva un rato mirando el escaparate de la joyería. Tanto, que ha levantado las sospechas del dueño, que lo vigila desde el interior con desconfianza. Por el extremo de la calle aparece un agente de policía y el hombre de la barba echa a andar, alejándose del escaparate. No se ha atrevido a preguntar el valor del reloj que guarda celosamente en el bolsillo de su chaqueta, aunque ha visto algunos similares en el aparador de la tienda que cuestan mucho dinero. Durante la mañana recorre varios establecimientos. Él sabe que, además de vender, compran. Pero también sabe que le harán preguntas que no puede contestar. No debe arriesgarse. Quizá a algún conocido le interese el reloj, alguno de los pequeños rateros con los que ha coincidido alguna vez. No le dará todo lo que vale pero tampoco podrá engañarlo, él ya se ha hecho una idea... Todo esto cavila mientras va camino del tugurio donde a veces toma unas cervezas. Piensa en el Carapena, que anda a menudo con cosas robadas.
El Carapena lo mira de arriba abajo con prepotencia y tira el reloj sobre la mesa del rincón que ocupan.
—Esto no vale nada, es bisutería.
—Esto es oro y vale un buen dinero —insiste el otro.
—Mira... y mira... —El Carapena ha cogido el reloj y señala con el dedo varios puntos—. Es una imitación de ésas que traen de China. Te doy veinte euros y aún pierdo dinero. —Vuelve a tirar el reloj sobre el mármol.
—¡Veinte euros! ¡¿Te crees que me vas a engañar, miserable cabrón...?!
El Carapena se enciende, pero conserva la calma.
—Veinte euros es mi última palabra. Y lleva cuidadito con lo que dices —amenaza.
El mendigo recoge el reloj, lo guarda y con una mirada de despecho abandona el bar. Un momento después, otro hombre sale también y cautelosamente le sigue los pasos. Esta misma noche lo verán tratando de vender un valioso reloj en el puerto.
Piadosa limosna © Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2016
1 comentario:
Ufff!! ¡Qué cuento, Fernando! ¡Tener una pieza valiosa es un problema similar al de la pobreza!
Publicar un comentario