Este cuento recoge una antigua costumbre de algunos lugares de Extremadura,
que perduró hasta bien entrado el pasado siglo XX.
La tía Tomasa enviudó hace tres años. Aún va de luto, aunque ya no se cubre la cabeza con la saya como hizo durante el primer año. Arrendó las tierras y va saliendo adelante. Desde que se casó su hijo, vive sola, en una casina a las afueras del pueblo. "Una hija que tuvieras y no te verías así", le dicen las vecinas, sin misericordia. Tomasa desvía la mirada y no hace caso. "¡Qué sabrán ellas!", piensa.
Diego cumplió los cincuenta hace poco. Es uno de los escasos solterones del lugar. Un hombre de campo que ha dormido más noches en los chozos con el ganado que en su casa del pueblo. Es de pocas palabras y mirada esquiva con las mujeres. Le han puesto fama de huraño y solitario. Cuando dio el pésame a la viuda, no llegó a hablarle. Sólo la miró. A Tomasa se le grabó esa mirada, tan distinta de las otras.
Ambos han coincidido en misa algunas veces desde entonces. Encuentros breves, aparentemente desabridos. Desde hace tiempo se les ve juntos todos los domingos al salir de la iglesia. Sólo unos minutos, la ocasión no da para más. Y pasan los meses.
Uno de esos domingos, él toma una decisión. A ella le da apuro, pero Diego está resuelto. "No hay más que hablar", dice.
Aquella noche, sobre la fuente del Castaño, una figura siniestra envuelta en una sábana da terribles aullidos. Las pocas almas que circulan por las calles corren a sus casas, persignándose. Algunos se preguntan: "¿Quién será?, ¿adónde irá?". Las calles han quedado inusualmente vacías pero, tras los postigos entornados, algunos pares de ojos escrutan la oscuridad. El fantasma baja de la fuente y cruza el umbral de Tomasa.
Al día siguiente no se habla de otra cosa en todo el pueblo. "El aullón ha vuelto", comentan las comadres. Todas miran a Tomasa, como quien sabe algo y calla. Si no fuera por los hombres le darían a la lengua, pero la desgracia está siempre al acecho y la ley del silencio es sagrada.
La viuda ha salido a barrer el porche con el corazón encogido y un rubor en la cara. Por fin, la tía Julia, ¡buena es ella!, no puede contenerse más y rezonga:
—¡Vaya!, parece que tendremos boda.
Todas las mujeres ríen sin malicia.
Tomasa las mira de lejos y sonríe. "¡Ya está!", piensa con alivio. Y sigue barriendo la calle.
El aullón © Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2011
1 comentario:
Ja, ja, ja.
Muy bueno, Fer
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