Los Mendoza del Moral eran la más importante familia de El Fontanillo, pueblo sevillano fundado por sus antepasados a finales del siglo XIII, poco después de que el Rey Santo de Castilla sometiera a los moros de aquellas tierras. Hacía siglos que los títulos nobiliarios se fueron por otras ramas de la familia, que se trasladaron a Madrid, pero la hidalguía y pujanza económica de los que quedaron en la casa solariega aseguraban su hegemonía en la comarca. Por eso, cuando Catalina Ojeda de Mendoza abortó por tercera vez, don Rafael fue a la iglesia parroquial de la Asunción con una promesa solemne: si su esposa le daba un heredero, haría a su costa una nueva fachada para el templo en el más puro estilo barroco andaluz. Después se postró ante la Virgen y pasó orando el resto de la tarde.
Los ruegos debieron de ser escuchados, pues al poco tiempo Catalina quedó de nuevo encinta y dio a luz un precioso niño al que bautizaron Pablo. El padre se apresuró a cumplir lo prometido, encargando de ello a los mejores arquitectos cordobeses. En el friso del que arrancaba la espadaña ordenó poner la siguiente inscripción: "GRATIAS AGIMUS TIBI DOMINA EXCELSA - PAULUS 1 NOV 1742". En los años siguientes llegaron dos niñas en sendos embarazos. Rafael se felicitaba por haberse confiado a la Virgen.
El pequeño Pablo, el primogénito tan deseado, era el ojo derecho de sus padres, que no escatimaron a la hora de proporcionarle el bienestar y la educación que le correspondían. Todos los domingos lo llevaban a misa y, al salir del oficio, era Pablo el encargado de repartir algunas monedas entre los pordioseros que aguardaban junto al pórtico. Desde muy chico, Rafael le señalaba el friso donde aparecían su nombre y fecha de nacimiento como recuerdo del milagro de la Virgen. A su corta edad, el niño se hizo la idea de que él mismo era milagroso: su nombre figuraba en el templo al igual que el de los santos, los mendigos le besaban las manos con devoción cuando repartía las limosnas, hasta el párroco en ocasiones se refería a él como fruto de Nuestra Señora. Todo ello hizo que en Pablo creciera un profundo sentimiento religioso, lo que complacía a sus padres hasta que, cerca de la edad de nueve años, manifestó su deseo de hacerse sacerdote.
Rafael quedó muy contrariado. Pablo era su hijo mayor, el único varón, el llamado a continuar el linaje y la pujanza de la familia, no a entrar a la Iglesia, destino más propio para alguna de sus hermanas, si sintiera esa vocación. Como el niño era aún pequeño, el padre creyó que al crecer se le iría la idea de la cabeza. Cuando Pablo recibió la Primera Comunión se interesó por ser monaguillo de la parroquia, donde pasaba todo el tiempo que sus maestros le permitían. La determinación por entrar en el clero se hizo entonces férrea. Don Rafael habló de ello con el párroco pero, como persona principal, buen cristiano y familiar del Santo Oficio, el padre no podía oponerse a la vocación del chiquillo, y el cura estaba entusiasmado con la idea. De manera que, a regañadientes, tuvo que disimular su disgusto, confiando todavía en que, tal vez, cuando tuviera más edad, el niño desistiera.
En poco tiempo, el joven Pablo, inteligente y aplicado, aprendió latín, recitaba de memoria cualquier página del Misal Romano y conocía el templo mejor que el sacristán. A los doce años visitó por primera vez el Seminario Conciliar Sevillano, un viaje de unas dos horas en carreta, acompañado por el cura, para tantear la admisión del muchacho. El Rector quedó impresionado por sus cualidades, y acordó que Pablo ingresara al centro en su próximo cumpleaños, festividad de Todos los Santos e inicio del curso. El párroco y su acólito regresaron exultantes a El Fontanillo.
En los meses siguientes, de nada sirvieron las largas conversaciones de Rafael con su hijo. Argüía aquél que, siendo Pablo el mayor y único varón, debía cuidar de la familia y administrar las propiedades, tener herederos... Pero el muchacho se cerraba en la idea de que su vocación era por voluntad de la Virgen, y más de una vez le mostró el friso en el que esa voluntad quedaba patente. El padre se maldijo mil veces por haberlo colocado allí. Por otro lado, su propia fe y la determinación del chico llegaron a hacerlo dudar. ¿Sería verdaderamente el deseo de Nuestra Señora? ¿Y si Pablo estuviera en lo cierto?
Un Rafael angustiado se postró ante el altar de la Virgen de la Asunción en la tarde del último día de octubre y musitó: "Señora, si es tu voluntad, dame entendimiento y consuelo. Y, si no lo es, dáselos a mi hijo". Aquella noche no pudo dormir, ni quitarse de la cabeza que, cuando amaneciera, Pablo saldría de su mundo para siempre.
Después del desayuno, Rafael y Pablo estaban vestidos para la ocasión y el carruaje, al que ya se había subido el cura, aguardaba en la puerta. Se despedía el niño de su madre, entre los sollozos de ésta, cuando el suelo empezó a temblar. Primero, despacio, como mecido por suaves olas, y, poco después, con la violencia de un temporal. Todos, muy asustados y sobrecogidos, salieron al patio por temor a que la casa se derrumbara sobre ellos. Los caballos, que ya habían sido enganchados al carro, se lanzaron al galope hacia el campo, como desbocados, sin que el cochero pudiera evitarlo. Pasaron unos largos segundos y todo volvió a la normalidad, pero nadie se movió de donde estaba. Se miraban unos a otros sin entender nada ni saber qué hacer. De pronto, un estruendo anunció otra sacudida, esa vez más fuerte. Algunas de las cornisas se desprendieron y cayeron al patio. Durante cerca de diez minutos, varios temblores se sucedieron con pequeñas pausas entre ellos. Por fortuna, la casa, de tan solo dos plantas y buena fábrica, resistió. Después, tras un largo y tenso silencio, volvió la calma.
Rafael y su hijo se dirigieron a pie hacia el centro del pueblo. En el camino, las casas más humildes aparecían completamente arruinadas, y algunos heridos eran cuidados por familiares y vecinos. Otros se afanaban por sacar de entre los escombros a los que habían quedado sepultados. Y muchos, igual que ellos, caminaban como autómatas hacia la plaza del templo. Al llegar allí, comprobaron que la iglesia seguía intacta, excepto la espadaña que, antes alta y esbelta, se había derrumbado frente a la puerta de entrada. El friso, hecho pedazos, descansaba a un lado, ya ilegible, excepto por dos de las piedras que curiosamente habían quedado juntas, formando la frase EX PAULUS. Era la respuesta de la Virgen.
Ambos se arrodillaron y santiguaron, con la vista elevada al cielo. Después, Rafael juntó las manos y rezó fervorosamente durante largo rato. Al terminar, se alzó y, en voz alta para que todos pudieran oírlo, dijo: "A mi costa reconstruiré todo lo caído, y en esta ocasión el friso agradecerá a la Virgen que nos haya preservado a los que estamos ilesos, y que vele por los que han tenido menos suerte". A continuación abrazó a su hijo y lo devolvió a la casa.
Los ruegos debieron de ser escuchados, pues al poco tiempo Catalina quedó de nuevo encinta y dio a luz un precioso niño al que bautizaron Pablo. El padre se apresuró a cumplir lo prometido, encargando de ello a los mejores arquitectos cordobeses. En el friso del que arrancaba la espadaña ordenó poner la siguiente inscripción: "GRATIAS AGIMUS TIBI DOMINA EXCELSA - PAULUS 1 NOV 1742". En los años siguientes llegaron dos niñas en sendos embarazos. Rafael se felicitaba por haberse confiado a la Virgen.
El pequeño Pablo, el primogénito tan deseado, era el ojo derecho de sus padres, que no escatimaron a la hora de proporcionarle el bienestar y la educación que le correspondían. Todos los domingos lo llevaban a misa y, al salir del oficio, era Pablo el encargado de repartir algunas monedas entre los pordioseros que aguardaban junto al pórtico. Desde muy chico, Rafael le señalaba el friso donde aparecían su nombre y fecha de nacimiento como recuerdo del milagro de la Virgen. A su corta edad, el niño se hizo la idea de que él mismo era milagroso: su nombre figuraba en el templo al igual que el de los santos, los mendigos le besaban las manos con devoción cuando repartía las limosnas, hasta el párroco en ocasiones se refería a él como fruto de Nuestra Señora. Todo ello hizo que en Pablo creciera un profundo sentimiento religioso, lo que complacía a sus padres hasta que, cerca de la edad de nueve años, manifestó su deseo de hacerse sacerdote.
Rafael quedó muy contrariado. Pablo era su hijo mayor, el único varón, el llamado a continuar el linaje y la pujanza de la familia, no a entrar a la Iglesia, destino más propio para alguna de sus hermanas, si sintiera esa vocación. Como el niño era aún pequeño, el padre creyó que al crecer se le iría la idea de la cabeza. Cuando Pablo recibió la Primera Comunión se interesó por ser monaguillo de la parroquia, donde pasaba todo el tiempo que sus maestros le permitían. La determinación por entrar en el clero se hizo entonces férrea. Don Rafael habló de ello con el párroco pero, como persona principal, buen cristiano y familiar del Santo Oficio, el padre no podía oponerse a la vocación del chiquillo, y el cura estaba entusiasmado con la idea. De manera que, a regañadientes, tuvo que disimular su disgusto, confiando todavía en que, tal vez, cuando tuviera más edad, el niño desistiera.
En poco tiempo, el joven Pablo, inteligente y aplicado, aprendió latín, recitaba de memoria cualquier página del Misal Romano y conocía el templo mejor que el sacristán. A los doce años visitó por primera vez el Seminario Conciliar Sevillano, un viaje de unas dos horas en carreta, acompañado por el cura, para tantear la admisión del muchacho. El Rector quedó impresionado por sus cualidades, y acordó que Pablo ingresara al centro en su próximo cumpleaños, festividad de Todos los Santos e inicio del curso. El párroco y su acólito regresaron exultantes a El Fontanillo.
En los meses siguientes, de nada sirvieron las largas conversaciones de Rafael con su hijo. Argüía aquél que, siendo Pablo el mayor y único varón, debía cuidar de la familia y administrar las propiedades, tener herederos... Pero el muchacho se cerraba en la idea de que su vocación era por voluntad de la Virgen, y más de una vez le mostró el friso en el que esa voluntad quedaba patente. El padre se maldijo mil veces por haberlo colocado allí. Por otro lado, su propia fe y la determinación del chico llegaron a hacerlo dudar. ¿Sería verdaderamente el deseo de Nuestra Señora? ¿Y si Pablo estuviera en lo cierto?
Un Rafael angustiado se postró ante el altar de la Virgen de la Asunción en la tarde del último día de octubre y musitó: "Señora, si es tu voluntad, dame entendimiento y consuelo. Y, si no lo es, dáselos a mi hijo". Aquella noche no pudo dormir, ni quitarse de la cabeza que, cuando amaneciera, Pablo saldría de su mundo para siempre.
Después del desayuno, Rafael y Pablo estaban vestidos para la ocasión y el carruaje, al que ya se había subido el cura, aguardaba en la puerta. Se despedía el niño de su madre, entre los sollozos de ésta, cuando el suelo empezó a temblar. Primero, despacio, como mecido por suaves olas, y, poco después, con la violencia de un temporal. Todos, muy asustados y sobrecogidos, salieron al patio por temor a que la casa se derrumbara sobre ellos. Los caballos, que ya habían sido enganchados al carro, se lanzaron al galope hacia el campo, como desbocados, sin que el cochero pudiera evitarlo. Pasaron unos largos segundos y todo volvió a la normalidad, pero nadie se movió de donde estaba. Se miraban unos a otros sin entender nada ni saber qué hacer. De pronto, un estruendo anunció otra sacudida, esa vez más fuerte. Algunas de las cornisas se desprendieron y cayeron al patio. Durante cerca de diez minutos, varios temblores se sucedieron con pequeñas pausas entre ellos. Por fortuna, la casa, de tan solo dos plantas y buena fábrica, resistió. Después, tras un largo y tenso silencio, volvió la calma.
Rafael y su hijo se dirigieron a pie hacia el centro del pueblo. En el camino, las casas más humildes aparecían completamente arruinadas, y algunos heridos eran cuidados por familiares y vecinos. Otros se afanaban por sacar de entre los escombros a los que habían quedado sepultados. Y muchos, igual que ellos, caminaban como autómatas hacia la plaza del templo. Al llegar allí, comprobaron que la iglesia seguía intacta, excepto la espadaña que, antes alta y esbelta, se había derrumbado frente a la puerta de entrada. El friso, hecho pedazos, descansaba a un lado, ya ilegible, excepto por dos de las piedras que curiosamente habían quedado juntas, formando la frase EX PAULUS. Era la respuesta de la Virgen.
Ambos se arrodillaron y santiguaron, con la vista elevada al cielo. Después, Rafael juntó las manos y rezó fervorosamente durante largo rato. Al terminar, se alzó y, en voz alta para que todos pudieran oírlo, dijo: "A mi costa reconstruiré todo lo caído, y en esta ocasión el friso agradecerá a la Virgen que nos haya preservado a los que estamos ilesos, y que vele por los que han tenido menos suerte". A continuación abrazó a su hijo y lo devolvió a la casa.
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2015
Los mejores cuentos y fábulas en un solo tomo
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