Tras todo el día arrastrándome arriba y abajo, llegué a la lechuga. La olí y mordisqueé con precaución. Tal como había imaginado, estaba crujiente y deliciosa, mucho más que las hojas del árbol que había abandonado. Como ya oscurecía, me acurruqué cerca del cogollo para pasar la noche.
Con los primeros rayos del sol, estiré mis patitas y me lancé sobre una de las hojas más tiernas. La perforé cerca del centro y fui mordiendo de modo regular, dejando un agujero de bordes festoneados cada vez mayor. En uno de los bocados noté algo viscoso. Dos cuernecillos asomaron por el agujero:
—¿Qué haces? ¡Me has mordido...! —Se quejó el caracol.
—Disculpe, señor caracol, no lo había visto. —Me excusé—. Ya lo ve, estoy comiendo esta hoja tan jugosa... ¿Usted no come? Está muy buena.
—Hoy haré dieta, esta noche he ido un poco suelto... —El caracol se deslizó hasta ponerse a mi lado. Me miraba con curiosidad, moviendo sendos ojillos que remataban cada uno de los dos cuernos—. Pero ¿tú no eres un gusanito de seda?
—¿De seda...? No lo sé. Todos mis hermanos están allí, en aquel árbol de hojas ásperas y malolientes. —Señalé la morera.
—Y allí deberías estar tú también. No tengo duda de que eres un gusano de seda, y aquella es tu comida, no ésta. Harías bien en volver allí si no quieres tener problemas. —Y, muy despacio, el caracol se fue deslizando hacia otra hoja, sin despedirse.
Seguí a lo mío, saboreando cada mordisco de aquel manjar recién descubierto. El esfuerzo había valido la pena. Estaba a punto de terminar la hoja cuando pasaron a mi lado dos mariquitas. Caminaban rápidamente, como si tuvieran prisa, y apenas me prestaron atención. Alcancé a oír algo de lo que hablaban:
—¿No es éste un gusano de seda?
—Lo es. Y, si come lechuga, se le van a secar los sesos. Allá él, no es cosa nuestra.
¡Qué sabrán esas mariquitas!, esto está buenísimo, me dije. Empezaba a sentir la panza llena, pero aún cabría algún bocado más, por lo que me moví a otra de las tiernas hojas y seguí mordisqueando. Una fila de hormigas se cruzó conmigo. Eran muchas, y cada una me decía algo diferente:
—Gusanito...
—Si comes lechuga...
—Te quedarás ciego...
—Se te hinchará la panza...
—Te saldrá rabo...
—Te volverás tonto...
—Te quedarás cojo...
—Se te caerá la piel a tiras...
Y siguieron pasando y haciéndome terribles predicciones. Yo me decía: ¡qué sabrán estas hormigas ignorantes!, siempre unas detrás de otras. Algo tan delicioso no puede ser malo. Unos días después se me hinchó la panza, empezó a caer la piel a tiras y me asusté. ¿Tendrían razón las hormigas? Pero debajo de aquella piel apareció otra más bonita, y no hice más caso.
—¿Qué haces? ¡Me has mordido...! —Se quejó el caracol.
—Disculpe, señor caracol, no lo había visto. —Me excusé—. Ya lo ve, estoy comiendo esta hoja tan jugosa... ¿Usted no come? Está muy buena.
—Hoy haré dieta, esta noche he ido un poco suelto... —El caracol se deslizó hasta ponerse a mi lado. Me miraba con curiosidad, moviendo sendos ojillos que remataban cada uno de los dos cuernos—. Pero ¿tú no eres un gusanito de seda?
—¿De seda...? No lo sé. Todos mis hermanos están allí, en aquel árbol de hojas ásperas y malolientes. —Señalé la morera.
—Y allí deberías estar tú también. No tengo duda de que eres un gusano de seda, y aquella es tu comida, no ésta. Harías bien en volver allí si no quieres tener problemas. —Y, muy despacio, el caracol se fue deslizando hacia otra hoja, sin despedirse.
Seguí a lo mío, saboreando cada mordisco de aquel manjar recién descubierto. El esfuerzo había valido la pena. Estaba a punto de terminar la hoja cuando pasaron a mi lado dos mariquitas. Caminaban rápidamente, como si tuvieran prisa, y apenas me prestaron atención. Alcancé a oír algo de lo que hablaban:
—¿No es éste un gusano de seda?
—Lo es. Y, si come lechuga, se le van a secar los sesos. Allá él, no es cosa nuestra.
¡Qué sabrán esas mariquitas!, esto está buenísimo, me dije. Empezaba a sentir la panza llena, pero aún cabría algún bocado más, por lo que me moví a otra de las tiernas hojas y seguí mordisqueando. Una fila de hormigas se cruzó conmigo. Eran muchas, y cada una me decía algo diferente:
—Gusanito...
—Si comes lechuga...
—Te quedarás ciego...
—Se te hinchará la panza...
—Te saldrá rabo...
—Te volverás tonto...
—Te quedarás cojo...
—Se te caerá la piel a tiras...
Y siguieron pasando y haciéndome terribles predicciones. Yo me decía: ¡qué sabrán estas hormigas ignorantes!, siempre unas detrás de otras. Algo tan delicioso no puede ser malo. Unos días después se me hinchó la panza, empezó a caer la piel a tiras y me asusté. ¿Tendrían razón las hormigas? Pero debajo de aquella piel apareció otra más bonita, y no hice más caso.
Seguí comiendo y comiendo día tras día, hasta que de pronto un hilo muy fino que salía de algún lugar de mi cabeza empezó a envolverme. Yo no sabía qué era aquello, pero tenía tanto sueño que me acurruqué sin moverme, hasta sentir que estaba completamente envuelto en una capa muy suave y amarillenta. Después, debí de quedar dormido.
Cuando desperté, no me reconocí. Mi cuerpo, antes largo y delgado, era entonces una bola rechoncha y peluda, con unas alas demasiado pequeñas para algo tan pesado. Sentí que me asfixiaba y mordí con furia la capa suave y amarilla para escapar de mi prisión. Avancé unos pasos y me quedé, ciego e inmóvil, sobre los restos de la hoja que días antes había empezado a mordisquear.
Llevo así tres días. Soy incapaz de probar bocado y de moverme. Sólo espero no sé qué, pero no llega. Siento un ansia que no comprendo, la necesidad de estar con mis hermanos, mas las fuerzas me han abandonado y se me hace imposible volver al árbol donde sé que ellos están. Recuerdo ahora las advertencias de las hormigas sabias y me pregunto por qué, entre tantas calamidades como me anunciaron, ninguna me avisó de la verdad: Te quedarás solo.
MORALEJA
Buscándose una vida diferente,
Gusanito bajó de la morera,
decidido a saltar cualquier barrera,
a conocer el mundo y a otra gente.
Llegó a su nuevo hogar tras la carrera,
rompiendo de este modo la costumbre
de mil generaciones, mansedumbre
de quien acepta el sino que le espera.
Cuando lo ven, todos le dan consejos:
que vuelva con su gente y sus hermanos
y Gusanito piensa: ¡Bah!, son viejos
asustadizos, necios y villanos.
No soportan que yo llegue tan lejos
y mi valor confunde a estos ancianos.
Así que Gusanito no hizo caso.
Después, su soledad fue su fracaso.
Buscándose una vida diferente,
Gusanito bajó de la morera,
decidido a saltar cualquier barrera,
a conocer el mundo y a otra gente.
Llegó a su nuevo hogar tras la carrera,
rompiendo de este modo la costumbre
de mil generaciones, mansedumbre
de quien acepta el sino que le espera.
Cuando lo ven, todos le dan consejos:
que vuelva con su gente y sus hermanos
y Gusanito piensa: ¡Bah!, son viejos
asustadizos, necios y villanos.
No soportan que yo llegue tan lejos
y mi valor confunde a estos ancianos.
Así que Gusanito no hizo caso.
Después, su soledad fue su fracaso.
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2015
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