29 de diciembre de 2014

90ª noche - El extraño caso del Dr.Jekill y Miriam Hyde


       
Tras doctorarme en el MTI, recibí una extraña oferta de trabajo: el cargo de jefe de un Equipo Alfa en el Centro Nacional de Biología Aplicada de las Fuerzas Armadas, que dependía directamente de la Casa Blanca.  Se trataba de uno de esos empleos que deben ocultarse a todos, incluida la familia. Aparentemente, yo trabajaba en un laboratorio farmacéutico de ámbito multinacional, así lo creían mis padres, mis hermanos, los amigos y —cuando me casé— también mi esposa Miriam.
La labor requería por largas temporadas una dedicación intensiva e ininterrumpida. Pasados un par de años de matrimonio, Miriam empezó a sentirse molesta por esas ausencias de difícil justificación. Yo argüía viajes de trabajo y otros motivos similares,  pero la explicación no lograba que se sintiera menos sola. Sus quejas, a veces mimosas y a veces airadas, agriaban nuestra relación hasta el punto en que ella dijo que no era ésa la vida que deseaba llevar a mi lado y que, de no encontrar solución, pediría el divorcio.  La idea de separarnos me atormentó desde el principio. El problema parecía no tener arreglo: yo no podía dejar de lado mis investigaciones y ella —yo la comprendía— llevaba la vida de una viuda, la mayor parte del tiempo.

Mi trabajo consistía en la transmutación genética. ¿Se imaginan un toro con la capacidad mental de un chimpancé? ¿Un hombre, con la fuerza proporcional a la de un escarabajo pelotero? Se trataba de introducir en los genes de un individuo otros, de diferente especie, que contuvieran las cualidades que se quería conseguir. Trabajábamos con una gran variedad de animales, cuyos genomas estudiábamos continuamente.
Una mañana, en mala hora se me ocurrió comentar mis cuitas con un compañero del equipo, un buen investigador, del que conocía su divorcio, pocos meses antes. Un día, sin más,  su mujer se largó con otro.  Y allí nos quedamos los dos, fumando sendos cigarrillos con cara de palo. Antes de volver cada uno a lo suyo, mientras mi amigo apagaba la colilla, soltó con acritud:
—Ahora tengo un perro, seguro que él no me va a dejar. —Y se fue a su lugar de trabajo.
El comentario quedó rondando en la cabeza. A la hora de comer, ya no pensaba yo en otra cosa. Y a media tarde, caí en cuenta de que, sin pretenderlo, mi amigo había dado en el clavo.
Repasé el genoma canino buscando los genes y alelos de los que depende la inquebrantable fidelidad de esos animales. Pronto los encontré. En la pantalla del microscopio electrónico estaba la clave de todo. En los días siguientes, partiendo de un magnífico ejemplar de pastor alemán extraje, purifiqué y preparé con gran cuidado todo lo necesario, hasta concentrar en un centímetro cúbico de suero amarillento la mayor carga de fidelidad nunca vista. Sólo faltaba encontrar la excusa para inocularla a Miriam, lo que no sería problema, aprovechando alguno de los tratamientos que le administraba de vez en cuando para la alergia. Dejé el vial en el frigorífico de casa, a la espera del momento adecuado.

Ya hacía un mes de la inyección cuando noté los primeros cambios. Miriam me esperaba junto a la puerta con gran excitación, daba vueltas a mi alrededor con alegría, atenta a cualquiera de mis deseos sin mostrar contrariedad por mi ausencia o los retrasos. A la menor oportunidad, se arreglaba para salir conmigo, me arrastraba ansiosamente a pasear a la calle, adelantándose para curiosear algún escaparate o alcanzándome, si había quedado atrás en su correteo. Se obsesionó con los collares, me hizo comprar varios de ellos. En una ocasión estuvo a punto de orinar en un parterre, apenas conseguí evitarlo. Yo la reñía dulcemente tratando de controlar esos excesos, ante lo que Miriam bajaba la cabeza y emitía un lastimoso y leve gruñido. Pero inmediatamente recobraba su vigor y jovialidad. Por lo demás, seguía siendo la de siempre y estoy seguro de que ella no notó nada extraño. Cuando logré mitigar las efusiones de la nueva Miriam, todo pareció quedar bajo control. A nadie, ni siquiera al amigo divorciado, conté nada, pues no hace falta decir que lo realizado contravenía todos los códigos imaginables y no quería correr riesgos. Y así pasaron cinco meses más.
Un día me sorprendió no encontrarla en casa a mi regreso. Llamé por teléfono a varios conocidos y nadie sabía nada de ella. Esperé, sin resultado.  Por la noche, estaba a punto de avisar a la policía  cuando oí unos suaves golpes y gemidos en la puerta. Abrí, y allí estaba Miriam, con las ropas sucias como si se hubiera revolcado en el barro, greñuda, los brazos y piernas llenos de arañazos, con una cara de pena que partía el corazón. Entró temerosa, tomó una ducha y nos acostamos sin cenar ni mediar palabra. Ella se enroscó a mí inmediatamente, como si nada hubiera pasado. Por la mañana, actuó como otro día cualquiera.
Habíamos decidido no tener niños  hasta encontrar la ocasión idónea, por eso nos preocupó el retraso menstrual, y más aún nos sorprendió un test de embarazo positivo. Aceptamos la decisión del destino, pero pasadas unas semanas, la ecografía mostró algo inaudito: Miriam esperaba quintillizos. Y lo más sorprendente: tres de los fetos no parecían humanos, sino perrunos. Yo miraba las imágenes sin poder dar crédito. Aquello no podía seguir adelante.
Empecé a dejarla encerrada en casa con llave, pero no tardé en advertir que ella escapaba fácilmente, saltando la valla entre los setos del jardín. Regresaba a los dos o tres días, con tan lamentable aspecto como si volviera de la guerra. Pero feliz y tan fiel en su afecto hacia mí como siempre.

Los cambios en la política del país llevaron a cancelar muchos de los proyectos del Departamento de Defensa, entre ellos el de experimentación genética en que yo estaba trabajando. Con una pluma de oro, un contrato de confidencialidad y una palmada en la espalda, me enviaron a casa. Allí me esperaba Miriam con un negro y enorme pastor alemán que había encontrado vagabundeando por la calle, apoltronado sobre el sillón que yo solía usar.
—¿A que es precioso? —dijo, y me sacó la lengua.

 
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2014

 
TIEMPO EN HISTORIAS
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