Mi José siempre ha sido un hombre muy fogoso; cuando éramos novios, no pensaba en otra cosa que en hacer el amor. En cualquier sitio que estuviéramos, de pronto me llevaba a algún rincón discreto. No fue el primer muchacho que conocí, y ése fue un punto a su favor pues mis relaciones anteriores me habían dejado una pobre expectativa sobre el sexo. Me dijo mi mejor amiga alguna vez: "Mejor que lo haga contigo que con otras", y yo le daba siempre a José lo que él pedía. Por lo demás, nuestra relación iba como la seda: trabajador, honrado, responsable, atento...
En los primeros tiempos de matrimonio el dormitorio era un volcán en permanente erupción. Por aquel entonces, un sábado propuso José ir a tomar una copa a una discoteca. Después de movernos un poco por la pista, me tomó del brazo y me condujo a una zona cerca de los servicios. Estaba tan oscuro que apenas pude distinguir lo que nos rodeaba pero el ruido de alguna respiración entrecortada me indicó que no estábamos solos. Me empujó contra la pared, levantó la falda, me bajó la braguita y embistió con fuerza durante varios minutos hasta que se desahogó. Por primera vez, no sentí nada. Tenía la cabeza en otro sitio: ¿qué hacíamos allí, en lugar de disfrutar con entera libertad en nuestro dormitorio? Caí en cuenta entonces de que a José lo excitaba ese tipo de situaciones; el sexo furtivo no había sido sólo una necesidad cuando no teníamos adonde ir sino que también formaba parte de sus fantasías.
Durante los días siguientes yo no dejaba de dar vueltas en la cabeza a lo que había sucedido. Todo el mundo sabe que el sexo no es sólo roce, también es imaginación. Y me preguntaba qué era lo que José imaginaba cuando hacíamos el amor. Y las palabras de mi amiga retumbaban cada vez con más fuerza: "Mejor que lo haga contigo que con otra".
En las semanas siguientes se repitió la escena de la discoteca y yo aprendí a relajarme para encontrar placer. En una ocasión, sentí una mano en la nalga. Creí que sería la de mi marido, pero en seguida me di cuenta de que él tenía ambos brazos sobre mis hombros. No pude evitar un grito. La mano desapareció al momento, y desde la oscuridad empezaron a oírse una risa burlona y algunas groserías. Me liberé de José y salí corriendo hacia la puerta. Cuando él me alcanzó, ya fuera del local, quiso quitarle importancia, no era más que una inocua mano anónima. Esa noche, cuando llegamos a casa, José quiso continuar lo empezado. No dejó de hacer bromas sobre la mano y mi susto. Ya no volvimos por la discoteca.
En los primeros tiempos de matrimonio el dormitorio era un volcán en permanente erupción. Por aquel entonces, un sábado propuso José ir a tomar una copa a una discoteca. Después de movernos un poco por la pista, me tomó del brazo y me condujo a una zona cerca de los servicios. Estaba tan oscuro que apenas pude distinguir lo que nos rodeaba pero el ruido de alguna respiración entrecortada me indicó que no estábamos solos. Me empujó contra la pared, levantó la falda, me bajó la braguita y embistió con fuerza durante varios minutos hasta que se desahogó. Por primera vez, no sentí nada. Tenía la cabeza en otro sitio: ¿qué hacíamos allí, en lugar de disfrutar con entera libertad en nuestro dormitorio? Caí en cuenta entonces de que a José lo excitaba ese tipo de situaciones; el sexo furtivo no había sido sólo una necesidad cuando no teníamos adonde ir sino que también formaba parte de sus fantasías.
Durante los días siguientes yo no dejaba de dar vueltas en la cabeza a lo que había sucedido. Todo el mundo sabe que el sexo no es sólo roce, también es imaginación. Y me preguntaba qué era lo que José imaginaba cuando hacíamos el amor. Y las palabras de mi amiga retumbaban cada vez con más fuerza: "Mejor que lo haga contigo que con otra".
En las semanas siguientes se repitió la escena de la discoteca y yo aprendí a relajarme para encontrar placer. En una ocasión, sentí una mano en la nalga. Creí que sería la de mi marido, pero en seguida me di cuenta de que él tenía ambos brazos sobre mis hombros. No pude evitar un grito. La mano desapareció al momento, y desde la oscuridad empezaron a oírse una risa burlona y algunas groserías. Me liberé de José y salí corriendo hacia la puerta. Cuando él me alcanzó, ya fuera del local, quiso quitarle importancia, no era más que una inocua mano anónima. Esa noche, cuando llegamos a casa, José quiso continuar lo empezado. No dejó de hacer bromas sobre la mano y mi susto. Ya no volvimos por la discoteca.
Poco después quedé embarazada. José se puso loco de contento. Lloré de felicidad, era la culminación del gran amor que sentía por mi marido, amor que estaba desarrollando una parte hasta entonces para mí desconocida: la desconfianza y los celos. Especialmente a medida que el embarazo avanzaba y el sexo entre nosotros se enrarecía. En tres años llegaron dos pequeños, Tino y Lita. Ellos lo cambiaron todo: volqué en la casa todo el tiempo que me dejaba libre mi empleo de media jornada y José se dedicó a su trabajo en cuerpo y alma. Algunos días regresaba muy tarde. Asuntos de última hora, plazos improrrogables que había que cumplir... Una gestoría es como un servicio de urgencias, me explicaba. El día en que me descubrí husmeando su ropa interior sentí vergüenza de mí misma. Nuestras relaciones seguían siendo maravillosas y yo no tenía motivo para comportarme como una paranoica. Hacía mucho tiempo que nuestras aventuras arriesgadas habían terminado, ya no éramos tan jóvenes y sólo cabía pensar que se le habían ido de la cabeza aquellos caprichos de juventud.
Cuando la pequeña Lita cumplió cinco años, los padres de José propusieron llevarse a los niños con ellos unos días, a una casita en la playa no lejos de donde vivimos. No hubo inconveniente y, por primera vez en bastante tiempo, José y yo volvimos a tener la libertad de los días de recién casados. La primera noche fuimos al teatro y después a tomar un refresco en una terraza cerca del parque municipal. Yo había imaginado algo muy distinto. Me sentí defraudada, pero por otra parte me alegré. A la noche siguiente tuvimos una cena en casa de una pareja de viejos amigos, un poco mayores que nosotros; los cuatro nos conocíamos desde la adolescencia. No se habían casado ni tenido hijos, pero parecían muy unidos y felices. Se diría que hubieran quedado anclados en la época hippy: ella, con túnicas, flores e inciensos por toda la casa; él, con su artesanía caprichosa, su cabello largo recogido en una cola y un porrito(*) siempre entre los labios. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
La cena fue tan exótica como ellos: garbanzos molidos con especias y un surtido de hortalizas caramelizadas, a decir verdad, exquisito. Todo ello servido con pan de pita, en una mesa baja, nosotros sentados en cojines alrededor. El nombre de ella es Ángeles aunque hace tiempo que le gusta más al revés: Selegna. Dice que es adoradora de la Luna. Está llena de ese tipo de tonterías. Cuando Selegna sirvió los pistachos, higos secos y el dulce de calabaza que formaban el postre, Austin —antes Agustín— puso a trabajar los dedos. Era un maestro liando porros, ni imagino cuántos habría hecho en su vida. Ellos bebieron un anisado al estilo sirio, nosotros preferimos tomar ron con cola. Circulando el cigarrillo y tomando tragos, nos relajamos totalmente. Salieron las risas tontas, los recuerdos que parecían olvidados, y fueron cayendo las barreras.
De pronto Selegna propuso:
—Juguemos al juego de la verdad...
Austin se quedó mirando las volutas de humo del cigarrillo como si no hubiera oído. José —lo conozco bien— se puso en guardia. Y a mí me pareció interesante.
—Si lo jugamos, prohibido preguntar sobre cuernos. Y las preguntas tontas, ésas de me quieres, no me quieres... —dijo Austin desde su ensimismamiento.
—Es sólo la verdad, replicó Selegna. A nadie puede hacer daño. Y si a alguien se lo hiciera, es quien más necesita saberla.
—¡Venga! —animé—, ¿quién empieza?
—Yo misma, y pregunto a Austin: ¿por qué no quieres tener un hijo conmigo?
Austin pasó el porro, se llevó una mano a la boca y quedó unos instantes con la mirada perdida antes de responder:
—Ni contigo ni con nadie. Sólo lo tendría si pudiera pedirle permiso para traerlo a este mundo extraño. Pero como eso no es posible, no lo tendré. ¿Satisfecha?
Selegna asintió con un gesto.
—Te toca —dijo a José.
Pensé que me preguntaría a mí, pero se dirigió a Selegna:
—¿Crees que tu relación con Austin va a durar para siempre?
Ella no dudó un instante:
—Ni lo sé, ni me preocupa. Llevamos juntos diez años, eso es ciclo y medio. Estaremos juntos mientras nos apetezca, no necesito imaginar más.
Tras un momento de silencio, señaló:
—Tu turno, Vicky.
Yo había estado dando vueltas a mi pregunta desde el principio del juego, pero necesitaba más tiempo.
—Déjame para el final —pedí—. Ahora tú, Austin.
Me miró con sus ojos azules y vidriosos, nunca los había visto brillar así.
—¿De qué tienes miedo, Vicky? Ésta es mi pregunta...
Era lo que menos esperaba. Traté de ser sincera:
—Soy muy feliz, mi vida es como un velero que navega en aguas calmas. Tengo miedo de que eso cambie.
—No, Vicky, te he observado durante toda la noche y hay algo más. Algo en esas aguas que te asusta...
A modo de respuesta, entonces hice yo mi pregunta:
—José, nuestra relación sexual ¿te satisface? ¿Hay algo que eches en falta?
Después de apurar el porro hasta casi quemarse los dedos, él lo aplastó en el plato y empezó a contestar, mirando la colilla todavía.
—Nuestra relación sexual, como tú la llamas, es muy satisfactoria. Pero sé por dónde vas y te pregunto —me miró a los ojos—: ¿Tú sabes lo que es el morbo? ¿No has fantaseado nunca con situaciones que jamás se darán pero que te excitan más que ninguna otra cosa?
—¿Qué quieres decir?, ¿acaso piensas en otras cuando haces el amor conmigo...?
—Vamos a dejarlo aquí —atajó Selegna—. Es tarde y, además, lo que sigue del juego es cosa vuestra, sólo vuestra. Si os apetece, podéis seguirlo en casa. Pero os prevengo de que no se puede buscar la verdad sin estar preparado para encontrarla.
El paseo hasta casa era corto y lo hicimos en silencio. Ya en el dormitorio, José me miró con ojos tristes.
—Estás disgustada, ¿verdad? —preguntó.
—Un poco —asentí.
—No lo comprendes. ¿De verdad no conoces el morbo? ¿No te dio morbo, por ejemplo, cuando te pusieron la mano en el culo aquel día, en la discoteca?
—¡Me dio asco!
—Antes esas cosas te excitaban. Como, cuando novios, hacíamos el amor en cualquier rincón.
—Yo... lo hacía por ti. —Me sentía confusa.
José me miró unos instantes como si acabara de descubrirme.
—Hemos bebido demasiado... Vamos a dormir y ya hablaremos —cortó. Salió al balcón a fumar el último cigarrillo mientras yo usaba el baño. Después nos dispusimos a dormir, sin más palabras.
© Fernando Hidalgo Cutillas - 2014
Los mejores cuentos y fábulas en un solo tomo
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