Decidí no volver a la petanca, ya estaba harto. Tanta banderita y tanto politiqueo. Además, me aburría muchísimo. No sólo las broncas, estupideces y discusiones, también el jueguecito, insulso como él solo. Acabé, como tantos otros jubilados, mirando a los albañiles trabajar en las obras. Ahora hay pocas, por la crisis, pero alguna queda. Ya no se ven tantos moros como antes, diría que casi todos son del país. Y más bien jóvenes.
Cuando la mujer abría la ventana del comedor era la hora de salir a la calle. Ni yo sé estar en casa mientras ella hace sus cosas ni ella se siente bien si yo estoy allí. Los seis o siete euros que solía llevar en el bolsillo dan para poco, así que paseaba, que es gratis. La verdad es que no sabía qué hacer. Y miraba las obras. Ahora avanzan muy rápido, donde hace dos meses sólo había un solar vi días atrás una estructura que ya iba por el cuarto piso. Mucha maquinaria, muchas piezas prefabricadas. Y menos albañiles que antes. Me quedé un rato observando la pericia del gruista y, al irme, me fijé en un perro que daba vueltas a mi alrededor. Parecía un perro vagabundo, de aspecto deslustrado, sin collar y más flaco que un galgo. Se me acercó con su cara de payaso triste, olfateó mis zapatos y se quedó mirándome, como si esperara algo de mí. Me conmovió y le rasqué entre las orejas. Busqué en mis bolsillos una galleta, que él devoró en un instante.
De regreso a casa, el perro me siguió. Al principio, a distancia; después muy de cerca, incluso adelantándome. Iba y venía, hurgaba allí, olisqueaba allá, y parecía que volviera para contarme lo que iba descubriendo. Ya no tenía el aire tristón del principio, hasta se le veía feliz. Como si el hambre y la falta de todo lo necesario no fueran importantes y le bastara la compañía de un ser humano. En uno de sus retornos volví a acariciarlo y le hablé: "¿Cómo te llamas, eh? ¿Cómo te llamas? ¿O es que nadie te ha puesto nombre todavía?". Le rascaba las orejas, le palmeaba el lomo y el perro se volvía loco de contento, revolcándose en el suelo y correteando para volver jadeante a mi lado.
Al pasar frente a un supermercado entré a comprarle un paquete de galletas y en el resto del camino se las fui dando una a una hasta que las terminó. Cuando llegamos a la puerta del edificio donde yo vivía me agaché y le dije sonriendo: "Que tengas suerte, amigo, yo vivo aquí. Ha sido un placer conocerte", y le estreché la mano cogiendo una de sus patas delanteras. Al traspasar el portal no hizo intención de seguirme. Se quedó mirándome con los ojos de nuevo tristes y brillantes mientras yo desaparecía escalera arriba.
"Ya estás manchando el piso" fue el saludo de la mujer. Y era verdad; a pesar de que había frotado las suelas en el felpudo, mis huellas iban quedando marcadas sobre las inmaculadas baldosas. Me quedé inmóvil, sin saber por dónde tirar. Ella trajo la bayeta: "Anda, límpiate bien y pasa a la galería. Ahora te llevo las zapatillas". Obedecí y me dediqué a limpiar la jaula del jilguero hasta la hora de comer.
La televisión es igual que la petanca: un nido de consignas, de broncas y una cosa insulsa. No todo, depende de la emisora, pero sí la mayoría. Yo prefiero ver documentales interesantes o buenas películas pero a la mujer le ha dado por esos programitas de cotilleo que se me hacen insufribles. Ella se acalora: "Será la tía asquerosa... ¡Pues no se acostó ella antes con el otro!". Yo desconectaba, me entraba modorra y solía echar una siesta, aunque a veces soñaba con fulanos y fulanas de mal vivir, supongo que por la influencia de lo que llegaba a mis oídos. Cuando me despertaba, ella dormía también y todo estaba en silencio. Así pasábamos la tarde.
Al día siguiente salí a dar mi acostumbrado paseo. ¿Qué habría sido del perro?, era la pregunta que me rondaba la cabeza. Tenía la esperanza de encontrarlo frente al portal, pero no fue así. Aunque era lo mejor; yo no podía hacerme cargo y sería cruel para el animal alimentar falsas esperanzas. Cuando giré la esquina mis remilgos se fueron al traste: el perro estaba allí, corrió a mi encuentro y me puso sobre el pecho sus patas manchadas. Lo abracé, eufórico como si hubiera reencontrado a un viejo amigo. Pasamos juntos toda la mañana, fuimos hasta la playa, en esa época casi desierta. Él era buen nadador, me remangué el pantalón y entré en el agua hasta las rodillas. Cuando me parecía que se alejaba demasiado le gritaba: "¡Yaso!, ven aquí" —así había empezado a llamarlo— y venía inmediatamente, mordisqueando las olas. De camino a casa compré en una pollería un buen paquete de despojos que el perro engulló como si no hubiera comido en su vida. Después volvimos a despedirnos, igual que el día anterior.
"¡Vas lleno de arena!, ¿dónde has estado?", fue el saludo de la mujer. "Se me ocurrió acercarme a la playa...", justifiqué. "Si hasta traes mojados los pantalones... Esto no me lo hagas más, que bastante tiene una..." y siguió abroncándome un buen rato hasta que fui a limpiar la jaula del jilguero. La comprendí. Para ella la casa lo es todo. Ni una mota de polvo, ni una brizna en el suelo, todo en orden y en su sitio, cada tapete, cada figurita, cada florecilla de ésas que venden los chinos, cada espejo... Ella cree que es importante, que necesitamos que la casa esté así. No se da cuenta del modo en que todo eso me asfixiaba.
Pasaban los días y Yaso me esperaba cada mañana, no junto al portal sino al volver la esquina, parecía que percibiera de algún modo que no debía acercarse a la casa. Es un perro muy despabilado, como todo el que ha pasado hambre. Me encariñé con él desde el primer día y pasadas dos semanas el perro se volvió el centro de mi vida. Ya no hacía siesta sino que bajaba también por las tardes a dar paseos con él, que cada vez eran más largos. Y le contaba mis cosas.
Llegó un momento en que la mujer se mosqueó. Ayer, al regresar a la hora de la cena me dijo: "Oye, tú me escondes algo. Estás raro. ¿No tendrás algún asunto por ahí...?". "Que ya no tengo edad para eso, mujer, ¡cómo se te ocurre! Ves demasiada televisión". Ella no dio su brazo a torcer: "Ah, hay mucha loba que sólo mira lo que puede sacar, y tú eres tan tonto... Aunque ya habría que tener ganas, ya, porque...", y me miraba con cara de asco, de pensar "pero ¿a quién le vas a gustar tú?".
Esa mirada fue para mí un aguijón. De pronto me vi allí, como un payaso triste, frente a una mujer a la que apenas reconocía, tan enjaulado como el jilguero y con una vida vacía a la que aún le quedaban algunos años por delante... Esa era la cruda verdad y nada más importaba. Fui al dormitorio, metí lo indispensable en una bolsa y bajé a la calle a encontrarme con mi amigo.
©Fernando Hidalgo Cutillas 2013
©Fernando Hidalgo Cutillas 2013
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1 comentario:
Hay una concienzuda y perfecta descripción de unos personajes, una edad, unos papeles, un tipo de jubilados que se enfrentan a la edad y a la pérdida de una importante parte de su actividad (el trabajo fuera de casa y los hijos, fundamentalmente) y que cada uno afronta como puede o como se lo permite su forma de ser, su cultura, etc. El detalle de referirse a la esposa como “la mujer” es genial por lo normal. Una mujer que esconde tras su brusquedad y preocupación por la limpieza el proteger su propio espacio e importancia. El relato, de principio a fin, cuenta algo que vemos a diario, pero sobre lo que el autor nos invita a reflexionar. El chucho representa a un tiempo la vida, la vitalidad y la necesidad de querer y que te quieran. Todo lo que ha perdido esta pareja.
En un relato muy emotivo y muy pegado a la tierra, todos y cada uno de los detalles son familiares. No me creo el final que intuye que el hombre lo deja todo por irse con su amigo. No es tan fácil. Sería lo deseable, pero no nos engañemos. Pero así será en el caso de este hombre si sí lo ha querido el autor. Uno de los objetivos de la literatura es hacernos soñar.
Me ha encantado.
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