El edificio de oficinas estaba rodeado por varios solares en los que pronto se levantarían nuevos bloques y que, mientras tanto, eran utilizados como aparcamiento, en espera de que el garaje del área de negocios entrara en servicio. La reunión se prolongó más de lo previsto; el cliente era meticuloso y no dejó punto del contrato sin repasar. Mayte miró su reloj una vez más: las nueve y veinte de la noche. Por el amplio ventanal del piso 28 podía ver la ciudad como un enorme conglomerado de pequeñas luces amarillas.
—No firmaré el contrato si no se especifica una cláusula de penalización. —El hombre parecía sabérselas todas—. Un retraso en la entrega podría hundir mi negocio...
Mayte empezaba a desesperar. Se levantó con la excusa de tomar un vaso de agua y cuando se situó a espaldas del cliente, lanzó una mirada de apremio sobre su socio.
—Un segundo —se disculpó éste, alzándose del asiento. Fue hacia Mayte y ambos se alejaron unos metros de la mesa de reuniones—. ¿Sucede algo? —preguntó en voz baja.
—No puedo quedarme más tiempo, Luis, es tardísimo. Sigue tú, estaré de acuerdo con cualquier cosa que decidas. Tengo a los niños solos en casa, ya son mayores pero estoy preocupada...
—Claro, está bien. Ve tranquila, no tengo prisa. Y parece que él tampoco —añadió el socio, con un gesto de fastidio.
Minutos después Mayte caminaba hacia su coche. El solar, en el que horas antes parecía imposible encontrar un hueco, estaba ahora casi desierto, ocupado sólo por algunos camiones y cuatro o cinco automóviles cubiertos de polvo. La zona estaba apenas iluminada por la lejana luz de una farola situada en el cruce con la avenida. La mujer aceleró el paso mientras buscaba las llaves en su bolso. De pronto, de detrás de uno de los camiones allí aparcados vio salir la figura de un hombre que se dirigía hacia ella. Mayte sintió helarse la sangre en sus venas. ¡Había temido tantas veces que sucediera algo así...! Intentó no perder la calma, no gritar ni correr, quizá el hombre iba a alguna parte y simplemente se cruzasen. Con la mano aún en el bolso, soltó las llaves del coche y cogió el espray que nunca pensó que llegara a usar. Le temblaban las piernas en cada paso pero siguió avanzando con toda la naturalidad de que fue capaz, confortada por el artilugio que sostenía en su mano derecha, medio oculto en la bocamanga de su chaqueta. Sintió alivio al notar que la dirección en la que caminaba el hombre no lo llevaba a cruzarse con ella. A medida que se acercaba, pudo distinguir a un joven de mediana estatura y aspecto desaliñado. Desvió ligeramente la dirección de sus pasos, intentando alejarse más del desconocido.
De súbito, el joven cambió de rumbo y se dirigió abiertamente hacia ella, a grandes zancadas. Mayte se detuvo, petrificada. ¡No te entre pánico o estás perdida!, se ordenó enérgicamente. Aún no sabe de dónde pudo sacar el temple necesario. Ninguno de los dos había dicho ni una palabra, el hombre estaba apenas a dos metros de ella, cuando la mujer, mirando con horror por encima del hombro del desconocido, grito con todas sus fuerzas "¡¡Cuidado!!".
Lo había pensado tantas veces... Pero nunca creyó que sería capaz de llevarlo a cabo. El joven se detuvo un instante y miró hacia atrás, desconcertado. Era todo lo que Mayte necesitaba. Cuando él volvió de nuevo la cabeza, un chorro de líquido irritante le llenó los ojos y la boca.
En el suelo, dando boqueadas como un pez en la arena, con los ojos inyectados en sangre, el
desconocido se retorcía. Mayte corrió desesperadamente hacia el coche, revolviendo el contenido de su bolso en busca de las llaves. Se encerraría en él y llamaría a la policía desde el móvil. Aún no podía creer que hubiese salido bien. Jadeante por la carrera, pocos metros la separaban del vehículo cuando un grito tronó en sus oídos:
—¡Hija de puta!, ¡¡zorra de mierda!!... —La retahíla de insultos fue larga y completa—. Te vas a enterar... —El hombre se había puesto en pie, parcialmente recuperado, y daba pasos erráticos, ciego todavía.
Mayte marcó el número de emergencias, encerrada por fin en el coche. Respiró profundamente varias veces, tratando de recuperar el habla, que el pánico había paralizado. El desconocido debió de imaginarlo, porque los gritos seguían:
—Ya puedes llamar a la pasma, puta loca, estoy limpio, tía. Me darán un café con leche y a la calle con una palmadita. ¡Pero tú estás muerta! ¡¡¡Kaput!!! He visto tu cara de fulana, ya te pillaré. Y le daré también recuerdos a tu familia... —sentenció el frustrado agresor, con una cínica carcajada.
—Emergencias, ¿en qué le puedo ayudar? —dijo una voz de timbre metálico desde el teléfono.
Maite cortó la llamada. En eso no había pensado. La policía... bueno, ya se sabe. Ella trabajaba allí, tenía que ir todos los días, el hombre sabía dónde encontrarla. ¿Qué podría hacer? ¿Pedirle perdón, ofrecerle su dinero, su coche, su cuerpo, todo lo que él quisiera, a cambio de recuperar la tranquilidad? ¿Darle cada mes su nómina, darle su casa y todos sus ahorros? ¿Ser su esclava? Ni lo más ridículamente excesivo sería bastante. Entonces lo vio tambalearse en la explanada. La farola quedaba tras él, marcando perfectamente su silueta. Prendió el motor, arrancó en primera y, sin encender los faros, aceleró a fondo. En el último momento cerró los ojos, justo antes de sentir la fuerte sacudida. Después, siguió camino hacia la comisaría más cercana.
© Fernando Hidalgo Cutillas - 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario