El pequeño
Shutso había cumplido diez años. Era momento de emprender camino a Beijing para
conocer a sus abuelos paternos; un viaje de casi dos mil lis, que su
padre Yiu esperaba recorrer en no más de una luna, pues debía estar de vuelta
para la próxima siembra, al final del invierno. Con las bendiciones de sus
suegros y dejando con ellos a su esposa, Yiu y su hijo partieron en el amanecer
del cuarto día del Año Nuevo.
Abandonaron
la aldea por la vereda que, tras atravesar las terrazas de cultivo, termina en el
valle, en una de las ramas de los caminos imperiales. Una vez allí no les fue
difícil encontrar quien se ofreciera a llevarlos en carreta o a lomos de algún
animal, a veces pagando una pequeña cantidad y otras como simple favor. Shutso
nunca había salido de la aldea por lo que todo cuanto veía lo llenaba de
asombro, especialmente los deslumbrantes uniformes de los soldados que patrullaban
los caminos, con los que se cruzaban de vez en cuando. O la pareja de elefantes
que encontraron trabajando en un aserradero, ya cerca de la capital.
En los
suburbios de la gran ciudad, los caminos se iban llenando de gente. Llegado el
último día de su viaje, padre e hijo recorrieron a pie el trecho final.
—Padre, ¿qué debo hacer cuando vea al abuelo? —preguntó el niño.
—Él es para mí como yo soy para ti, ¿comprendes?
Shutso asintió con un movimiento de cabeza.
—Eres hijo de su hijo, sangre de su sangre...
—¿Y cómo es que ellos viven en Beijing y nosotros en la aldea?
—Yo nací aquí, Shutso. Es una vieja historia, ahora no la entenderías. Hice algo que ellos no querían, por eso tuve que irme lejos. Pero tú eres su nieto y quieren conocerte. No tienes por qué preocuparte —concluyó Yiu.
—Padre, ¿qué debo hacer cuando vea al abuelo? —preguntó el niño.
—Él es para mí como yo soy para ti, ¿comprendes?
Shutso asintió con un movimiento de cabeza.
—Eres hijo de su hijo, sangre de su sangre...
—¿Y cómo es que ellos viven en Beijing y nosotros en la aldea?
—Yo nací aquí, Shutso. Es una vieja historia, ahora no la entenderías. Hice algo que ellos no querían, por eso tuve que irme lejos. Pero tú eres su nieto y quieren conocerte. No tienes por qué preocuparte —concluyó Yiu.
Los abuelos
vivían en una casa modesta, aunque bastante confortable y con dos criados a su
servicio. El viejo Tian se dedicaba al comercio de grano, y no le iba nada mal.
Pero su máxima era: «El indiscreto siembra a voces su desgracia», así que,
siguiendo su propia enseñanza, evitaba dar la apariencia de un hombre rico.
Shutso disfrutaba las comodidades que les ofrecían los abuelos y aprovechaba
cualquier oportunidad para conocer lo que sucedía en Beijing. Poco tardó en
descubrir que el abuelo, bajo su aparente severidad, era un anciano amable y bondadoso.
Asistió al teatro cómico, a las carreras de atletas, a espectáculos de magia,
al desfile militar y a torneos de weiqi, pero Tian esperaba deslumbrar a
su nieto en la última noche: con motivo del cumpleaños del Emperador habría un
extraordinario espectáculo de fuegos artificiales. El niño nunca había oído
hablar de ese tipo de fuegos; imaginaba que se trataría de hogueras, o
antorchas, o cualesquiera otras cosas ardiendo. Al llegar la noche señalada y
ver el cielo cubierto por miles de puntos luminosos quedó profundamente
impresionado. Cuando Tian vio el reflejo de los cohetes en los brillantes ojos
de su nieto tuvo la certeza de que el niño nunca olvidaría aquel viaje. Y aún
le tenía preparada otra sorpresa.
Atrapados por las rígidas costumbres de su entorno, los abuelos no podían mostrarse cariñosos con el hijo que les había desobedecido ni con su descendencia. Por ello, a pesar de la cálida relación mantenida durante la visita, la despedida fue fría; poco menos que echarlos de la casa. De otro modo habría parecido deshonroso. Pero Tian sabía cómo conseguir que su nieto no se lo tuviera en cuenta. Al despedirse, le entregó una caja de madera, larga y estrecha como el brazo de un hombre, bien claveteada.
—Dentro encontrarás un cohete como los que viste anoche. Lánzalo en el mejor día de tu vida. Por ahora, guárdalo tal como está; sólo has de evitar que esté cerca del fuego y del agua.
Como suele suceder, el regreso fue mucho más rápido que el camino de ida. Shutso no se separaba de la caja y no hablaba más que de los fuegos artificiales, haciendo mil preguntas —¿de qué están hechos?, ¿por qué suben tan alto?, ¿por qué no hay en nuestra aldea?...— que su padre no sabía responder. Llegaron a su casa algunos días antes de lo previsto y la vida para ellos continuó como si el viaje nunca hubiera existido. Sólo la caja de madera con el cohete, cuidadosamente guardada por Shutso, era la prueba de que los días en Beijing no fueron una fantasía.
Pasaron algunos años y Shutso se hizo mayor. Cuando se señaló el día de su boda, Yiu pensó que sería una buena ocasión para lanzar el cohete que le regaló el abuelo Tian.
—Será un gran día para mí, padre, mas no el mejor ni el más grande en mi vida. Cuando tenga mi primer hijo...
Pasó la boda y al cabo de un tiempo la mujer quedó embarazada. Al acercarse el parto, Yiu recordó las palabras de su hijo.
—¿Lanzarás esta vez el cohete del abuelo? Ése sí será un día muy grande para ti y para toda la familia.
—Lo será, pero creo que aún será más grande el día que, estando mi hijo más crecido, pueda compartirlo con nosotros.
Y llegó el parto, y creció el hijo, y se casó, y nació el primer nieto y murió Yiu, sin que a Shutso le pareciera ninguna ocasión bastante grande para lanzar el cohete que le dio el abuelo.
Shutso ya es viejo y se pone triste al recordar que su hijo —hijo único, es una maldición de la familia— se marchó hace tiempo. Su mujer está enferma, él mismo apenas puede caminar. En un lugar preferente del dormitorio guarda todavía la caja, intacta. De vez en cuando se acerca y pasa sus dedos sobre la madera, como acariciándola. Pero hoy se da cuenta de que su espera no tiene sentido, de que ya no hay más. No permitirá que el cohete que tanto significó para él, el que debió señalar el mejor día de su vida, termine en el vertedero. Con manos temblorosas y la ayuda de un punzón consigue abrir la caja. Dentro, por primera vez puede ver el artefacto. Es impresionante, parece recién fabricado. Shutso llora mientras lo contempla y se maldice mil veces por no haber hecho caso a su padre. ¡Hubo tantas ocasiones...! Las lágrimas van cayendo sobre la caja abierta. Cuando esta noche el anciano salga al patio y encienda la mecha, la pólvora, vieja y húmeda, sólo producirá un fogonazo, un poco de humo y algo semejante a un silbido burlón.
4 comentarios:
¡Uf, qué bueno! Me ha impresionado, qué arte tienes para escribir, Fernando. Un cordial saludo.
Saludos, Juan, eres muy amable. Celebro que te haya gustado.
Pues sí, un gran relato que en su día no aprecié, tan joven era. Hay que vivir el momento porque es lo único que tenemos. Esa ocasión especial, como el mañana solo es una idea.
Aplauso
Excelente, Panchi, propio de ti. Siempre dejando una enseñanza:todos los días deben ser importantes para uno,y nunca debemos dejar la felicidad para cuando no la podamos disfrutar como es debido.
Un abrazo.
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