No sé cómo se le ocurrió a Diego, el menor de mis tres hijos, la estupidez de pintarse los labios con la barra de carmín de su madre y ponerse unos zarcillos muy vistosos, que ella usaba en los días de feria. Estaba solo en la casa, andaría buscando algo en el tocador y la curiosidad haría el resto. Después se distrajo con cualquier cosa y tuvo la mala suerte de que en ese momento lo llamaran a voces sus amigos desde la calle para que saliera a jugar, lo que Diego hizo sin acordarse de que iba medio disfrazado. De esta guisa recorrió los pocos metros hasta la plazoleta donde lo aguardaba un corro de chiquillos, que nada más verlo soltaron una enorme carcajada. Si Dieguito hubiera seguido la broma nada habría pasado, pero se avergonzó tanto que se encendió como un tomate y corrió a la casa llorando, mientras las burlas crecían. Se lavó bien la boca, dejó los pendientes en su sitio y con el corazón encogido se puso a hacer los deberes, o a simular que los hacía, pues no tenía ánimo. Diego contaba entonces once años.
El rumor corrió por el pueblo y, como suele suceder en estos casos, la familia fue la última en enterarse. Dos días después, Elisa volvió a casa con un gran disgusto por algo tan grave —según ella— que si me lo contara habría una desgracia.
—Habla, mujer, que será peor si me entero de otro modo —apremié.
Entre sollozos, explicó:
—Me ha contado la Tomasa que se dice por ahí que Dieguito es maricón. ¡Nada menos! Que lo han visto en la calle con los labios pintados, zarcillos y un collar. No me lo explico. Parece que es la comidilla del pueblo.
Elisa no se atrevía a mirarme a la cara. De sobra sabía que no me agradaba el modo blando en que estaba criando al muchacho, el benjamín, el que con tanto anhelo había esperado que fuese una niña. Temía que la culpara. Y no digo que no se me pasara por la cabeza, pero el problema no era ése en aquel momento.
Primero debía enterarme de lo sucedido. Llamé a Diego y se lo pregunté. Nunca lo había visto con tanto miedo en el cuerpo. Temblando, se echó a llorar, incapaz de articular palabra. Suavicé el tono, lo abracé y le recordé con cariño que yo era su padre, había aparecido un problema y mi deber era ayudarle. Y para eso era necesario que dijera qué había pasado. Con voz entrecortada explicó lo que he contado antes. Y que en el colegio, desde que eso sucedió, todos se burlaban de él y le decían palabras muy feas. Por fin rompió a llorar otra vez, abrazado a mí como una lapa.
Yo nunca había hablado de sexo con mis hijos, ni siquiera con el mayor, que rondaba ya los dieciocho. Se suponía que la naturaleza se encargaba de todo, siempre había sido así. Estaba seguro de que Dieguito no era maricón, o comoquiera que lo llamen ahora, sencillamente porque aún no era nada, un niño de once años no sabe de eso. Pero es verdad, y yo había conocido alguno en mi juventud, que ciertos muchachos tienen inclinaciones desde muy pequeños, que después acaban por florecer. ¿Sería así Dieguito? Estuve a punto de preguntarle: cuando te la tocas, ¿en qué piensas?, pero no me atreví. El chaval se tranquilizó un poco, parecía que se hubiera quitado un peso de encima, y se acostó tras tomar un vaso de leche, pues se le había ido el apetito. Con la esperanza de que el asunto se olvidara pronto y quedara sólo en cosa de chiquillos, Elisa y yo nos fuimos dormir, también antes de lo habitual.
Al día siguiente, cuando volví del trabajo en la viña, encontré a Diego en casa, en horas de escuela, con un ojo amoratado y el pantalón roto. Elisa estaba hundida y a mí se me llevaron los demonios:
—¡Me cago en diez!, que eres un hombre, Diego, ¡despabila! ¿Quién te ha hecho eso?
El chico siguió en su eterno silencio; quien respondió fue Elisa:
—Dice que ha sido en el patio, Miguelín y Julito le han pegado y le querían bajar los pantalones. Si no es por el maestro ve a saber cómo acaba...
Lo zarandeé:
—Si te pegan, aprieta los dientes y devuélvela, aunque te duela, ¡joder! Si no te defiendes serás el hazmerreír de todos, ¿no lo entiendes? El maestro no puede protegerte siempre...
Por la expresión de su cara, estaba muy lejos de entender. Empecé a enojarme de veras. Mi mujer de pronto recordó:
—¿No es Miguelín el monaguillo de don Cándido? Parece mentira, con el perillán que está hecho. ¿Y si habláramos con el cura?
Dudé de que sirviera de algo, pero ella insistió y consentí. De modo que al día siguiente fue con Diego a la parroquia y cuando por la noche volví del trabajo me contó el resultado.
El cura no sabía nada del asunto y se interesó mucho por el relato de Elisa. Le dijo que, antes que nada, el niño debía confesarse con él y, según lo que Dieguito le contara, vería qué hacer. Pero siendo secreto de confesión, ni ella ni yo debíamos preguntar; tampoco al niño. Elisa se quedó rezando en la capilla mientras don Cándido cuchicheaba con Diego arrodillado en un rincón, fuera del confesionario. Pasó un buen rato y los dos se pusieron de pie. Mi mujer fue hacia ellos, esperanzada. Déjelo en mis manos, no se preocupen; les aseguro que ni Miguelín ni ningún otro niño volverá a meterse con su hijo, fueron las palabras del cura. Y los despidió.
Aunque no confié mucho en la promesa de don Cándido, tampoco podía hacer otra cosa de modo que decidí dejar pasar unos días sin pensar en ello. Pero, en efecto, ya no hubo más altercados en la escuela ni en ninguna otra parte y Dieguito volvió poco a poco a la normalidad. Sin el acicate de las habladurías y burlas de los niños, el rumor se olvidó como si el percance nunca hubiera ocurrido.
A medida que Diego crecía se hacía más varonil, aunque mantenía un cierto amaneramiento que me preocupaba. Él no es tan zafio como sois todos aquí, explicaba Elisa, es más listo y hace las cosas a su manera. Pero la duda en ocasiones me quitaba el sueño. ¡Que no!, decía ella. Y, además, ¿qué tendría de malo? Hoy eso se ve normal, añadía. Yo callaba. Normal, sí, pero de dientes afuera. El que tiene una hija puta o un hijo maricón siempre anda señalado por el dedo. Cuando cumplió los dieciocho Diego fue a la universidad, cerca de la capital, y no sabía de él más que lo que nos contaba por teléfono o en sus cortas visitas por vacaciones. Cuando le preguntaba si tenía novia respondía con bromas y evasivas.
Él se hizo un hombre y yo me hice mayor. Terminó la carrera y entró a cursar la especialidad en el más importante hospital de Madrid. Me sentía orgulloso de él. Un día, cuando menos lo esperaba, llegó al pueblo con una muchacha. Mi novia, nos dijo. Era una chica deliciosa. Mi alegría fue enorme, aunque no tanta como el día en que, seis meses después, se celebró la boda en el pueblo. Don Cándido, anciano pero todavía en activo, fue quien los casó. Con los brindis y la euforia, me achispé un poco más de la cuenta y, con la imprudencia del vino, no pude resistir la curiosidad que había aguantado tantos años. Sabía que a don Cándido no le sacaría prenda, pero a Diego esperaba soltarle la lengua. Así que me senté a su lado, apartados del bullicio, y le sonsaqué:
—¿Qué pasó aquel día con don Cándido?
Él, que también había tomado un par de copas, me miró con fingida severidad.
—Así que aún tienes dudas...
—No, hijo, no, ninguna duda, ¡cómo podría tenerla! Simple curiosidad, fue tan inesperado... ¿Qué pasó? —insistí.
—Has de prometer que no se lo contarás a nadie. Ni a mamá ni a mis hermanos, absolutamente a nadie.
—Hecho.
—Pues muy sencillo. Me dio un encendedor plateado y dijo: "Mañana, antes de ir a la escuela, pásate por el bar del padre de Miguelín y dale discretamente esto, dile que se lo olvidó, él sabe dónde. Y saludos de mi parte". Y eso fue exactamente lo que hice.
Me quedé de piedra. De pronto reparé en don Cándido que, desde el otro extremo de la mesa, estaba atento a nuestra conversación. Cuando lo miré, alzó su copa en un brindis y me guiñó un ojo.
El rumor corrió por el pueblo y, como suele suceder en estos casos, la familia fue la última en enterarse. Dos días después, Elisa volvió a casa con un gran disgusto por algo tan grave —según ella— que si me lo contara habría una desgracia.
—Habla, mujer, que será peor si me entero de otro modo —apremié.
Entre sollozos, explicó:
—Me ha contado la Tomasa que se dice por ahí que Dieguito es maricón. ¡Nada menos! Que lo han visto en la calle con los labios pintados, zarcillos y un collar. No me lo explico. Parece que es la comidilla del pueblo.
Elisa no se atrevía a mirarme a la cara. De sobra sabía que no me agradaba el modo blando en que estaba criando al muchacho, el benjamín, el que con tanto anhelo había esperado que fuese una niña. Temía que la culpara. Y no digo que no se me pasara por la cabeza, pero el problema no era ése en aquel momento.
Primero debía enterarme de lo sucedido. Llamé a Diego y se lo pregunté. Nunca lo había visto con tanto miedo en el cuerpo. Temblando, se echó a llorar, incapaz de articular palabra. Suavicé el tono, lo abracé y le recordé con cariño que yo era su padre, había aparecido un problema y mi deber era ayudarle. Y para eso era necesario que dijera qué había pasado. Con voz entrecortada explicó lo que he contado antes. Y que en el colegio, desde que eso sucedió, todos se burlaban de él y le decían palabras muy feas. Por fin rompió a llorar otra vez, abrazado a mí como una lapa.
Yo nunca había hablado de sexo con mis hijos, ni siquiera con el mayor, que rondaba ya los dieciocho. Se suponía que la naturaleza se encargaba de todo, siempre había sido así. Estaba seguro de que Dieguito no era maricón, o comoquiera que lo llamen ahora, sencillamente porque aún no era nada, un niño de once años no sabe de eso. Pero es verdad, y yo había conocido alguno en mi juventud, que ciertos muchachos tienen inclinaciones desde muy pequeños, que después acaban por florecer. ¿Sería así Dieguito? Estuve a punto de preguntarle: cuando te la tocas, ¿en qué piensas?, pero no me atreví. El chaval se tranquilizó un poco, parecía que se hubiera quitado un peso de encima, y se acostó tras tomar un vaso de leche, pues se le había ido el apetito. Con la esperanza de que el asunto se olvidara pronto y quedara sólo en cosa de chiquillos, Elisa y yo nos fuimos dormir, también antes de lo habitual.
Al día siguiente, cuando volví del trabajo en la viña, encontré a Diego en casa, en horas de escuela, con un ojo amoratado y el pantalón roto. Elisa estaba hundida y a mí se me llevaron los demonios:
—¡Me cago en diez!, que eres un hombre, Diego, ¡despabila! ¿Quién te ha hecho eso?
El chico siguió en su eterno silencio; quien respondió fue Elisa:
—Dice que ha sido en el patio, Miguelín y Julito le han pegado y le querían bajar los pantalones. Si no es por el maestro ve a saber cómo acaba...
Lo zarandeé:
—Si te pegan, aprieta los dientes y devuélvela, aunque te duela, ¡joder! Si no te defiendes serás el hazmerreír de todos, ¿no lo entiendes? El maestro no puede protegerte siempre...
Por la expresión de su cara, estaba muy lejos de entender. Empecé a enojarme de veras. Mi mujer de pronto recordó:
—¿No es Miguelín el monaguillo de don Cándido? Parece mentira, con el perillán que está hecho. ¿Y si habláramos con el cura?
Dudé de que sirviera de algo, pero ella insistió y consentí. De modo que al día siguiente fue con Diego a la parroquia y cuando por la noche volví del trabajo me contó el resultado.
El cura no sabía nada del asunto y se interesó mucho por el relato de Elisa. Le dijo que, antes que nada, el niño debía confesarse con él y, según lo que Dieguito le contara, vería qué hacer. Pero siendo secreto de confesión, ni ella ni yo debíamos preguntar; tampoco al niño. Elisa se quedó rezando en la capilla mientras don Cándido cuchicheaba con Diego arrodillado en un rincón, fuera del confesionario. Pasó un buen rato y los dos se pusieron de pie. Mi mujer fue hacia ellos, esperanzada. Déjelo en mis manos, no se preocupen; les aseguro que ni Miguelín ni ningún otro niño volverá a meterse con su hijo, fueron las palabras del cura. Y los despidió.
Aunque no confié mucho en la promesa de don Cándido, tampoco podía hacer otra cosa de modo que decidí dejar pasar unos días sin pensar en ello. Pero, en efecto, ya no hubo más altercados en la escuela ni en ninguna otra parte y Dieguito volvió poco a poco a la normalidad. Sin el acicate de las habladurías y burlas de los niños, el rumor se olvidó como si el percance nunca hubiera ocurrido.
A medida que Diego crecía se hacía más varonil, aunque mantenía un cierto amaneramiento que me preocupaba. Él no es tan zafio como sois todos aquí, explicaba Elisa, es más listo y hace las cosas a su manera. Pero la duda en ocasiones me quitaba el sueño. ¡Que no!, decía ella. Y, además, ¿qué tendría de malo? Hoy eso se ve normal, añadía. Yo callaba. Normal, sí, pero de dientes afuera. El que tiene una hija puta o un hijo maricón siempre anda señalado por el dedo. Cuando cumplió los dieciocho Diego fue a la universidad, cerca de la capital, y no sabía de él más que lo que nos contaba por teléfono o en sus cortas visitas por vacaciones. Cuando le preguntaba si tenía novia respondía con bromas y evasivas.
Él se hizo un hombre y yo me hice mayor. Terminó la carrera y entró a cursar la especialidad en el más importante hospital de Madrid. Me sentía orgulloso de él. Un día, cuando menos lo esperaba, llegó al pueblo con una muchacha. Mi novia, nos dijo. Era una chica deliciosa. Mi alegría fue enorme, aunque no tanta como el día en que, seis meses después, se celebró la boda en el pueblo. Don Cándido, anciano pero todavía en activo, fue quien los casó. Con los brindis y la euforia, me achispé un poco más de la cuenta y, con la imprudencia del vino, no pude resistir la curiosidad que había aguantado tantos años. Sabía que a don Cándido no le sacaría prenda, pero a Diego esperaba soltarle la lengua. Así que me senté a su lado, apartados del bullicio, y le sonsaqué:
—¿Qué pasó aquel día con don Cándido?
Él, que también había tomado un par de copas, me miró con fingida severidad.
—Así que aún tienes dudas...
—No, hijo, no, ninguna duda, ¡cómo podría tenerla! Simple curiosidad, fue tan inesperado... ¿Qué pasó? —insistí.
—Has de prometer que no se lo contarás a nadie. Ni a mamá ni a mis hermanos, absolutamente a nadie.
—Hecho.
—Pues muy sencillo. Me dio un encendedor plateado y dijo: "Mañana, antes de ir a la escuela, pásate por el bar del padre de Miguelín y dale discretamente esto, dile que se lo olvidó, él sabe dónde. Y saludos de mi parte". Y eso fue exactamente lo que hice.
Me quedé de piedra. De pronto reparé en don Cándido que, desde el otro extremo de la mesa, estaba atento a nuestra conversación. Cuando lo miré, alzó su copa en un brindis y me guiñó un ojo.
©Fernando Hidalgo Cutillas 2014
4 comentarios:
La historia perfectamente creíble contada con la maestría de los Maestros. La carita del payasete para achucharlo y llenarla de besos.
Enhorabuena.
Encantador. El mundo está lleno de secretos, algunos permanecen así hasta la tumba, otros pueden ser usados en el momento preciso. ¿Cuál era la verdad de Diego, y cuál la del padre de Miguelín?
Nuevamente una historia que está muy bien contada. Siempre que te leo tengo la impresión de que la historia entra sola y me leería entera aunque no me gustara. Tienes ese don. Pero no es el caso. La historia me ha encantado. Lo que le pasó a este niño le podría pasar a cualquiera. Me ha encantado cómo relatas la reacción del padre, esa mezcla de serenidad y duda y ese poco de frustración. El final, pues el broche que pedía este buena historia: un cura muy humano en todos los sentidos.
Gracias a las tres, me alegro de que os haya gustado. Besos.
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