Vivió en la Qurtuba[1]
de los califas un hombre llamado Halim que siendo joven se unió a las tropas de
Almanzor el Victorioso en sus campañas contra los reinos cristianos del norte.
Pero de eso hacía ya muchos años; el hayib[2]
que fuera azote de Dios descansaba bajo tierra en Medinaceli y la guerra que
siguió entre sus sucesores y los del califa le pareció a Halim demasiado penosa
para un hombre de su edad, de modo que se retiró a la villa de Shantyala[3],
donde esperaba pasar una vejez tranquila y bien acomodada con la pequeña
fortuna que acumuló a lo largo de sus correrías.
Llegó al pueblo montado en una mula marchadora, más manejable que
un caballo, seguido por sus dos mujeres, los criados y algunos carromatos
cargados con sus pertenencias. Se instaló en la casa que había comprado poco
antes, cercana a la mezquita, y dedicó los primeros días a conocer a sus nuevos
vecinos y a tantear el precio de las tierras que pensaba adquirir. Todos
sintieron curiosidad por la llegada del forastero mas, pasada la novedad, la
rutina volvió a la vida del pueblo.
Halim compró algunas fanegas de secano y cada mañana iba a
cuidarlas a lomos de un asno. Diariamente se encontraba en el camino con Ahmed,
un joven aguador tan poco afortunado que sólo contaba con un gran perro para
arrastrar el carrito en el que a duras penas cabían tres cántaros de mediano
tamaño. Ahmed se apartaba del paso del anciano mientras cruzaban los saludos de
rigor: Assalamu alaikum. Walaikum as salam[4].
Un día el aguador se atrevió a hablarle:
—Mi señor, soy Ahmed, el aguador más pobre de Shantyala y el más
dispuesto a servirte. ¿No necesitas agua limpia y fresca en tu casa? Pronto
llegará el verano, que aquí es muy caliente, y los aljibes quedarán secos.
Halim detuvo el asno y se giró para mirar a quien le hablaba. El
joven aguardaba la respuesta.
—Tengo criados que hacen lo que es necesario pero no me parece mal
lo que propones. ¿Cuánto pides por tu trabajo, Ahmed?
—He pensado que, en lugar de darme unas monedas, me cedieses uno
de tus burros mientras dure la labor. Así podría cargar más agua de la que
puede acarrear este viejo perro y obtener más beneficio. Si gano lo suficiente
quizá pueda comprarte el animal al final del estío.
—Está bien, ve y di a mis criados que te presten una de las
best... el asno más chico —rectificó— y un carro pequeño. A partir de mañana,
en cuanto amanezca quiero llenas las cuatro tinajas que están junto a la puerta
de mi casa. Y cuida bien del burro. ¿Estamos?
—Así se hará, y que Alá te bendiga.
A partir de ese día Ahmed cumplió puntualmente el encargo. Cada
mañana, justo al amanecer, llenaba las tinajas de Halim. Dedicaba el resto de
la jornada a sacar provecho de su nuevo asno.
Uno de esos días, al entrar el aguador en el patio vio a una
muchacha recogiendo unas flores. Ahmed se asombró como si hubiera visto a una
hurí[5]
y quedó petrificado pero la joven, lejos de asustarse, le explicó con
naturalidad:
—Debo recoger estas flores antes de la salida del sol o pierden su
fragancia. Es mejor que no digas a nadie que me has visto, aguador. —Le sonrió,
y entró corriendo a la casa.
Ahmed se frotó los ojos, sin darles crédito. ¿Será un ángel?, se
preguntaba. Desde aquel día no pudo apartar de su mente aquella sonrisa, la más
bella que había visto en su vida.
En ocasiones los dos hombres hacían juntos parte del camino,
cuando Ahmed regresaba a la fuente y Halim iba a sus tierras, aunque raras
veces conversaban. Un día el joven se decidió a preguntar:
—¿No tienes hijos, mi señor? —Sospechaba que el ángel de sus
sueños fuera una hija de Halim.
—Cientos, cientos de ellos... seguramente. Así es la vida del
soldado, como la del labrador que lanzara la simiente en tierra a la que no ha
de volver.
Ahmed rió la ocurrencia. E insistió:
—Me refiero a hijos que estén contigo.
—No ha querido Alá darme esa bendición, todavía. He pasado largos
años en la guerra, lejos de mi casa. Mi primera esposa, Nadima, se hizo mayor.
Además, creo que ella no... —Halim torció el gesto—. Debí repudiarla, pero
siempre la he amado. Ahora tengo una nueva esposa muy joven y lozana con la que
espero procrear el vástago que continúe mi linaje. Más de uno, con la ayuda del
Profeta —auguró, mostrando una desdentada sonrisa.
El aguador dedujo que la mujer que había visto en el patio no era
otra que la esposa lozana a la que se refería. Halim continuó:
—Ya hace más de un año que vamos tras ello pero hasta ahora no ha
habido suerte. Es una maldición, no podría creer que Yasmina fuese también
estéril. ¡Alá no lo permita! —Hablaba con resentimiento—. Si antes del invierno
no queda preñada la apartaré y tomaré nueva esposa.
Se separaron los dos hombres y Ahmed caminó pensativo al lado del
burro. ¿Qué sería de ella, si la repudiara Halim? Dos esposas y... ¿nada?,
cavilaba.
—Sí va a necesitar ayuda, sí.
Y no sólo del Profeta —le dijo al animal, sabiendo que éste no podría
contarlo.
Un atrevido plan empezó a tomar forma en su cabeza.
El joven aguador era apuesto. Su llegada a las casas siempre
coincidía con curiosos movimientos de sombras tras las celosías. Y algo más que
agua le requerían en ocasiones. Pero desde su encuentro con Yasmina sólo
pensaba en ella. Por fin conocía el nombre de su amor. Le pareció muy
apropiado, era delicada y perfecta como la flor del jazmín. Debía hablar con
ella cuanto antes, lo que no sería nada fácil.
Empezó a merodear la casa cada atardecer, evitando ser visto. Así
pudo averiguar cuál de las ventanas correspondía al aposento de la joven. Una
mañana, antes de entregar el agua, esperó oculto a que Halim saliera. Llegó
luego hasta el patio, llenó las tinajas y fue bajo la ventana de Yasmina,
imaginando que ella aún dormía. Lanzó unas piedrecillas a la celosía a la vez
que imitaba el canto de la tórtola. Al poco rato, oyó un susurro:
—Eres muy atrevido, aguador, y muy imprudente.
—He de hablar contigo, mi señora. Es por tu bien...
Se hizo un largo silencio.
—Di, pues —pidió Yasmina, sin dejarse ver.
—Las paredes tienen ojos y oídos. Esta noche, bajo el olivo al
lado del pozo. No faltes. Te esperaré hasta el alba si es necesario...
Yasmina acudió con sigilo, pasada la medianoche. Reprochó en voz
muy baja:
—¿Qué es lo que has de decirme por mi bien, aguador? ¿No sabes que
Halim nos mataría si nos encontraran aquí, juntos a esta hora?
Ahmed le contó lo que había averiguado:
—Tu esposo te repudiará si antes del invierno no quedas encinta,
eso me dijo. Quería advertirte.
La joven, tras un momento de vacilación, respondió:
—Bien quisiera yo darle el hijo que él desea, pero...
—Su primera mujer tampoco engendró. ¿No lo entiendes? —interrumpió
el aguador—. Las alforjas de Halim están vacías. Si Alá no lo remedia, tu
desgracia es inevitable.
Al comprender, Yasmina se tapó la cara con las manos y comenzó a
sollozar. Ahmed se asomó al pozo, que estaba seco.
—¿Qué haces cuando un pozo se seca? —preguntó inesperadamente.
—Hay que buscar agua en otro sitio —respondió ella con voz
entrecortada, sin entender el motivo de la extraña pregunta.
—Pues eso mismo has de hacer. Tú quedarás embarazada, Halim tendrá
el hijo que desea y la vida continuará sin sobresaltos.
Siguió un largo silencio en el que Ahmed esperaba ansiosamente la
reacción de la muchacha. Por fin ella secó las lágrimas que aún corrían por sus
mejillas.
—¿Y tú...? —preguntó.
—Yo daría mi vida por ti. Nada has de temer.
Con voz firme, Yasmina tomó la decisión:
—Está bien, aguador. Pero debes prometerme que cuando yo quede
encinta te apartarás de mí y nunca, ¡nunca!, lo contarás a nadie; ni a tu
familia, ni a tu mejor amigo... ¡Nadie debe saberlo jamás!
—¡Sea como dices! —respondió Ahmed; y allí mismo trataron por primera vez de dar
a Halim lo que él quería.
El otoño trajo la
felicidad a la casa de Halim. ¡Yasmina estaba por fin embarazada! El anciano no
cabía en sí de gozo. Como un loco corrió por la aljama vociferando la buena
nueva a todo el que encontraba.
Con las primeras lluvias, Ahmed fue a casa de Halim para hablar
del burro prestado.
—Vengo a devolverte el asno, según lo convenido. Si recuerdas, te
dije que quizá podría comprarlo, y deseo saber cuánto pides por él, pues me
ayuda mucho en el trabajo. He ahorrado algo...
—¿De cuánto dispones?
—Seis dírham de plata y algunos feluses. Es poco pero...
—Dame tres dírham y estamos en paz. La suerte me ha favorecido y
debo ser generoso, según las enseñanzas del Profeta.
El aguador se retiró arrastrando los pasos; había cerrado un buen
negocio pero se sentía triste. Ya no podría volver a encontrarse con Yasmina,
respetando lo prometido. Estaba muy enamorado pero debía distanciarse y tratar
de olvidarla, por lo que decidió ir a Montiya[6]
e instalarse allí.
Nació el pequeño Zafir entre bendiciones y festejos. Hasta la edad
de dos años, como era costumbre, el niño apenas salía de entre las mujeres pero
cuando comenzó a andar y a chapurrear lo suficiente, Halim le dedicaba mucho
tiempo. Mas a medida que Zafir crecía, una gran inquietud crecía también en el
anciano. Por insondables designios del destino, el pequeño se estaba
convirtiendo en el vivo retrato de Ahmed. Halim miraba sus ojos ambarinos, el
modo en que el cabello se rizaba sobre la frente, las facciones angulosas, y
cada detalle le recordaba al que fuera su aguador. Una terrible sospecha anidó
en él. De ser cierto lo que imaginaba, ¿qué sería del niño? ¿Debería arrancarlo
de su lado y condenarlo a la ignominia? No sería capaz , pero ¿cómo ignorar lo
que la naturaleza pregonaba a voces?
Nadima lo encontró una tarde cabizbajo en el rincón más umbrío del
patio. Ella sabía por qué; lo supo antes que nadie. Se acercó a su esposo y
trató de consolarlo:
—Alá te ha dado un hijo, no le des más vueltas. No sabes lo
sensible que es una mujer preñada. Ve una fresa, ¡y el niño nace con una fresa
en la nalga!, ¿no has oído hablar de ello? Ese hombre anduvo por aquí todo
aquel verano, seguro que tu joven mujer lo vio y de ahí el parecido. No has de
dudar de que el hijo es tuyo. Tú lo engendraste. Es un don de Alá...
Halim alzó la cara, miró a Nadima e hizo un intento de sonreír que
quedó en una mueca triste.
—¿Cómo puedes dudarlo? —insistió Nadima—. ¿Acaso quieres traer la
desgracia a esta casa por una idea tan absurda y que a nadie beneficia?
Agradece tu suerte y no seas egoísta...
El hombre asintió con la cabeza repetidamente, se arrodilló y
elevó ambas manos hacia el cielo:
—¡Oh, Alá, el más grande!, cubre mis debilidades y sosiega mis
temores. Te doy las gracias, Señor, por infundir en Nadima la sabiduría para
hacerme entender tus designios. Afirmo que Zafir es carne de mi carne y sangre
de mi sangre, y con estas manos aniquilaré a cualquiera que diga lo contrario.
Ante ti lo prometo, y que no vea yo la luz del día si falto a mi palabra.
Pasadas unas semanas, Nadima buscó a Yasmina para decirle:
—Ahora que nuestro amado esposo, que Alá tenga en el Paraíso, nos
ha dejado, deberías buscar a alguien que cuide de la casa y nos traiga agua de
la fuente, ¿no crees, Yasmina? Dicen que en Montiya hay buenos aguadores...
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2014
[5] Cada una de las mujeres bellísimas creadas, según los musulmanes,
para compañeras de los bienaventurados en el Paraíso.
[6] Montilla
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2014
Los mejores cuentos y fábulas en un solo tomo