29 de junio de 2014

83ª noche - El aguador


Vivió en la Qurtuba[1] de los califas un hombre llamado Halim que siendo joven se unió a las tropas de Almanzor el Victorioso en sus campañas contra los reinos cristianos del norte. Pero de eso hacía ya muchos años; el hayib[2] que fuera azote de Dios descansaba bajo tierra en Medinaceli y la guerra que siguió entre sus sucesores y los del califa le pareció a Halim demasiado penosa para un hombre de su edad, de modo que se retiró a la villa de Shantyala[3], donde esperaba pasar una vejez tranquila y bien acomodada con la pequeña fortuna que acumuló a lo largo de sus correrías.  

Llegó al pueblo montado en una mula marchadora, más manejable que un caballo, seguido por sus dos mujeres, los criados y algunos carromatos cargados con sus pertenencias. Se instaló en la casa que había comprado poco antes, cercana a la mezquita, y dedicó los primeros días a conocer a sus nuevos vecinos y a tantear el precio de las tierras que pensaba adquirir. Todos sintieron curiosidad por la llegada del forastero mas, pasada la novedad, la rutina volvió a la vida del pueblo.  

Halim compró algunas fanegas de secano y cada mañana iba a cuidarlas a lomos de un asno. Diariamente se encontraba en el camino con Ahmed, un joven aguador tan poco afortunado que sólo contaba con un gran perro para arrastrar el carrito en el que a duras penas cabían tres cántaros de mediano tamaño. Ahmed se apartaba del paso del anciano mientras cruzaban los saludos de rigor: Assalamu alaikum. Walaikum as salam[4].  

Un día el aguador se atrevió a hablarle:
—Mi señor, soy Ahmed, el aguador más pobre de Shantyala y el más dispuesto a servirte. ¿No necesitas agua limpia y fresca en tu casa? Pronto llegará el verano, que aquí es muy caliente, y los aljibes quedarán secos.
Halim detuvo el asno y se giró para mirar a quien le hablaba. El joven aguardaba la respuesta.
—Tengo criados que hacen lo que es necesario pero no me parece mal lo que propones. ¿Cuánto pides por tu trabajo, Ahmed?
—He pensado que, en lugar de darme unas monedas, me cedieses uno de tus burros mientras dure la labor. Así podría cargar más agua de la que puede acarrear este viejo perro y obtener más beneficio. Si gano lo suficiente quizá pueda comprarte el animal al final del estío.
—Está bien, ve y di a mis criados que te presten una de las best... el asno más chico —rectificó— y un carro pequeño. A partir de mañana, en cuanto amanezca quiero llenas las cuatro tinajas que están junto a la puerta de mi casa. Y cuida bien del burro. ¿Estamos?
—Así se hará, y que Alá te bendiga.  

A partir de ese día Ahmed cumplió puntualmente el encargo. Cada mañana, justo al amanecer, llenaba las tinajas de Halim. Dedicaba el resto de la jornada a sacar provecho de su nuevo asno.
Uno de esos días, al entrar el aguador en el patio vio a una muchacha recogiendo unas flores. Ahmed se asombró como si hubiera visto a una hurí[5] y quedó petrificado pero la joven, lejos de asustarse, le explicó con naturalidad:
—Debo recoger estas flores antes de la salida del sol o pierden su fragancia. Es mejor que no digas a nadie que me has visto, aguador. —Le sonrió, y entró corriendo a la casa.
Ahmed se frotó los ojos, sin darles crédito. ¿Será un ángel?, se preguntaba. Desde aquel día no pudo apartar de su mente aquella sonrisa, la más bella que había visto en su vida.  

En ocasiones los dos hombres hacían juntos parte del camino, cuando Ahmed regresaba a la fuente y Halim iba a sus tierras, aunque raras veces conversaban. Un día el joven se decidió a preguntar:
—¿No tienes hijos, mi señor? —Sospechaba que el ángel de sus sueños fuera una hija de Halim.
—Cientos, cientos de ellos... seguramente. Así es la vida del soldado, como la del labrador que lanzara la simiente en tierra a la que no ha de volver.
Ahmed rió la ocurrencia. E insistió:
—Me refiero a hijos que estén contigo.
—No ha querido Alá darme esa bendición, todavía. He pasado largos años en la guerra, lejos de mi casa. Mi primera esposa, Nadima, se hizo mayor. Además, creo que ella no... —Halim torció el gesto—. Debí repudiarla, pero siempre la he amado. Ahora tengo una nueva esposa muy joven y lozana con la que espero procrear el vástago que continúe mi linaje. Más de uno, con la ayuda del Profeta —auguró, mostrando una desdentada sonrisa.
El aguador dedujo que la mujer que había visto en el patio no era otra que la esposa lozana a la que se refería. Halim continuó:
—Ya hace más de un año que vamos tras ello pero hasta ahora no ha habido suerte. Es una maldición, no podría creer que Yasmina fuese también estéril. ¡Alá no lo permita! —Hablaba con resentimiento—. Si antes del invierno no queda preñada la apartaré y tomaré nueva esposa.
Se separaron los dos hombres y Ahmed caminó pensativo al lado del burro. ¿Qué sería de ella, si la repudiara Halim? Dos esposas y... ¿nada?, cavilaba.
—Sí va a necesitar ayuda, sí.  Y no sólo del Profeta —le dijo al animal, sabiendo que éste no podría contarlo.
Un atrevido plan empezó a tomar forma en su cabeza.

El joven aguador era apuesto. Su llegada a las casas siempre coincidía con curiosos movimientos de sombras tras las celosías. Y algo más que agua le requerían en ocasiones. Pero desde su encuentro con Yasmina sólo pensaba en ella. Por fin conocía el nombre de su amor. Le pareció muy apropiado, era delicada y perfecta como la flor del jazmín. Debía hablar con ella cuanto antes, lo que no sería nada fácil.
Empezó a merodear la casa cada atardecer, evitando ser visto. Así pudo averiguar cuál de las ventanas correspondía al aposento de la joven. Una mañana, antes de entregar el agua, esperó oculto a que Halim saliera. Llegó luego hasta el patio, llenó las tinajas y fue bajo la ventana de Yasmina, imaginando que ella aún dormía. Lanzó unas piedrecillas a la celosía a la vez que imitaba el canto de la tórtola. Al poco rato, oyó un susurro:
—Eres muy atrevido, aguador, y muy imprudente.
—He de hablar contigo, mi señora. Es por tu bien...
Se hizo un largo silencio.
—Di, pues —pidió Yasmina, sin dejarse ver.
—Las paredes tienen ojos y oídos. Esta noche, bajo el olivo al lado del pozo. No faltes. Te esperaré hasta el alba si es necesario...
Yasmina acudió con sigilo, pasada la medianoche. Reprochó en voz muy baja:
—¿Qué es lo que has de decirme por mi bien, aguador? ¿No sabes que Halim nos mataría si nos encontraran aquí, juntos a esta hora?
Ahmed le contó lo que había averiguado:
—Tu esposo te repudiará si antes del invierno no quedas encinta, eso me dijo. Quería advertirte.
La joven, tras un momento de vacilación, respondió:
—Bien quisiera yo darle el hijo que él desea, pero...
—Su primera mujer tampoco engendró. ¿No lo entiendes? —interrumpió el aguador—. Las alforjas de Halim están vacías. Si Alá no lo remedia, tu desgracia es inevitable.
Al comprender, Yasmina se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar. Ahmed se asomó al pozo, que estaba seco.
—¿Qué haces cuando un pozo se seca? —preguntó inesperadamente.
—Hay que buscar agua en otro sitio —respondió ella con voz entrecortada, sin entender el motivo de la extraña pregunta.
—Pues eso mismo has de hacer. Tú quedarás embarazada, Halim tendrá el hijo que desea y la vida continuará sin sobresaltos.
Siguió un largo silencio en el que Ahmed esperaba ansiosamente la reacción de la muchacha. Por fin ella secó las lágrimas que aún corrían por sus mejillas.
—¿Y tú...? —preguntó.
—Yo daría mi vida por ti. Nada has de temer.
Con voz firme, Yasmina tomó la decisión:
—Está bien, aguador. Pero debes prometerme que cuando yo quede encinta te apartarás de mí y nunca, ¡nunca!, lo contarás a nadie; ni a tu familia, ni a tu mejor amigo... ¡Nadie debe saberlo jamás!
—¡Sea como dices! —respondió Ahmed;  y allí mismo trataron por primera vez de dar a Halim lo que él quería. 

      El otoño trajo la felicidad a la casa de Halim. ¡Yasmina estaba por fin embarazada! El anciano no cabía en sí de gozo. Como un loco corrió por la aljama vociferando la buena nueva a todo el que encontraba.
Con las primeras lluvias, Ahmed fue a casa de Halim para hablar del burro prestado.
—Vengo a devolverte el asno, según lo convenido. Si recuerdas, te dije que quizá podría comprarlo, y deseo saber cuánto pides por él, pues me ayuda mucho en el trabajo. He ahorrado algo...
—¿De cuánto dispones?
—Seis dírham de plata y algunos feluses. Es poco pero...
—Dame tres dírham y estamos en paz. La suerte me ha favorecido y debo ser generoso, según las enseñanzas del Profeta.
El aguador se retiró arrastrando los pasos; había cerrado un buen negocio pero se sentía triste. Ya no podría volver a encontrarse con Yasmina, respetando lo prometido. Estaba muy enamorado pero debía distanciarse y tratar de olvidarla, por lo que decidió ir a Montiya[6] e instalarse allí. 

Nació el pequeño Zafir entre bendiciones y festejos. Hasta la edad de dos años, como era costumbre, el niño apenas salía de entre las mujeres pero cuando comenzó a andar y a chapurrear lo suficiente, Halim le dedicaba mucho tiempo. Mas a medida que Zafir crecía, una gran inquietud crecía también en el anciano. Por insondables designios del destino, el pequeño se estaba convirtiendo en el vivo retrato de Ahmed. Halim miraba sus ojos ambarinos, el modo en que el cabello se rizaba sobre la frente, las facciones angulosas, y cada detalle le recordaba al que fuera su aguador. Una terrible sospecha anidó en él. De ser cierto lo que imaginaba, ¿qué sería del niño? ¿Debería arrancarlo de su lado y condenarlo a la ignominia? No sería capaz , pero ¿cómo ignorar lo que la naturaleza pregonaba a voces?
Nadima lo encontró una tarde cabizbajo en el rincón más umbrío del patio. Ella sabía por qué; lo supo antes que nadie. Se acercó a su esposo y trató de consolarlo:
—Alá te ha dado un hijo, no le des más vueltas. No sabes lo sensible que es una mujer preñada. Ve una fresa, ¡y el niño nace con una fresa en la nalga!, ¿no has oído hablar de ello? Ese hombre anduvo por aquí todo aquel verano, seguro que tu joven mujer lo vio y de ahí el parecido. No has de dudar de que el hijo es tuyo. Tú lo engendraste. Es un don de Alá...
Halim alzó la cara, miró a Nadima e hizo un intento de sonreír que quedó en una mueca triste.
—¿Cómo puedes dudarlo? —insistió Nadima—. ¿Acaso quieres traer la desgracia a esta casa por una idea tan absurda y que a nadie beneficia? Agradece tu suerte y no seas egoísta...
El hombre asintió con la cabeza repetidamente, se arrodilló y elevó ambas manos hacia el cielo:
—¡Oh, Alá, el más grande!, cubre mis debilidades y sosiega mis temores. Te doy las gracias, Señor, por infundir en Nadima la sabiduría para hacerme entender tus designios. Afirmo que Zafir es carne de mi carne y sangre de mi sangre, y con estas manos aniquilaré a cualquiera que diga lo contrario. Ante ti lo prometo, y que no vea yo la luz del día si falto a mi palabra.
 Pocos años después a Halim le llegó la hora de reunirse con sus antepasados. Todo el pueblo lamentó la pérdida pues había llegado a ser muy querido, sobre todo desde el nacimiento de su hijo,  que lo convirtió en un hombre más afable y generoso.
Pasadas unas semanas, Nadima buscó a Yasmina para decirle:
—Ahora que nuestro amado esposo, que Alá tenga en el Paraíso, nos ha dejado, deberías buscar a alguien que cuide de la casa y nos traiga agua de la fuente, ¿no crees, Yasmina? Dicen que en Montiya hay buenos aguadores...


[1] Córdoba
[2] Consejero, primer ministro del califa, por encima del visir.
[3] Santaella
[4] La paz esté contigo, contigo esté la paz.
[5] Cada una de las mujeres bellísimas creadas, según los musulmanes, para compañeras de los bienaventurados en el Paraíso.
[6] Montilla

©Fernando Hidalgo Cutillas - 2014

 
TIEMPO EN HISTORIAS
 Los mejores cuentos y fábulas en un solo tomo

22 de junio de 2014

82ª noche - Don Cándido


No sé cómo se le ocurrió a Diego, el menor de mis tres hijos, la estupidez de pintarse los labios con la barra de carmín de su madre y ponerse unos zarcillos muy vistosos, que ella usaba en los días de feria. Estaba solo en la casa, andaría buscando algo en el tocador y la curiosidad haría el resto. Después se distrajo con cualquier cosa y tuvo la mala suerte de que en ese momento lo llamaran a voces sus amigos desde la calle para que saliera a jugar, lo que Diego hizo sin acordarse de que iba medio disfrazado. De esta guisa recorrió los pocos metros hasta la plazoleta donde lo aguardaba un corro de chiquillos, que nada más verlo soltaron una enorme carcajada. Si Dieguito hubiera seguido la broma nada habría pasado, pero se avergonzó tanto que se encendió como un tomate y corrió a la casa llorando, mientras las burlas crecían. Se lavó bien la boca, dejó los pendientes en su sitio y con el corazón encogido se puso a hacer los deberes, o a simular que los hacía, pues no tenía ánimo. Diego contaba entonces once años.

El rumor corrió por el pueblo y, como suele suceder en estos casos, la familia fue la última en enterarse. Dos días después, Elisa volvió a casa con un gran disgusto por algo tan grave —según ella— que si me lo contara habría una desgracia.
—Habla, mujer, que será peor si me entero de otro modo —apremié.
Entre sollozos, explicó:
—Me ha contado la Tomasa que se dice por ahí que Dieguito es maricón. ¡Nada menos! Que lo han visto en la calle con los labios pintados, zarcillos y un collar. No me lo explico. Parece que es la comidilla del pueblo.

Elisa no se atrevía a mirarme a la cara. De sobra sabía que no me agradaba el modo blando en que estaba criando al muchacho, el benjamín, el que con tanto anhelo había esperado que fuese una niña. Temía que la culpara. Y no digo que no se me pasara por la cabeza, pero el problema no era ése en aquel momento.

Primero debía enterarme de lo sucedido. Llamé a Diego y se lo pregunté. Nunca lo había visto con tanto miedo en el cuerpo. Temblando, se echó a llorar, incapaz de articular palabra. Suavicé el tono, lo abracé y le recordé con cariño que yo era su padre, había aparecido un problema y mi deber era ayudarle. Y para eso era necesario que dijera qué había pasado. Con voz entrecortada explicó lo que he contado antes. Y que en el colegio, desde que eso sucedió, todos se burlaban de él y le decían palabras muy feas. Por fin rompió a llorar otra vez, abrazado a mí como una lapa.

Yo nunca había hablado de sexo con mis hijos, ni siquiera con el mayor, que rondaba ya los dieciocho. Se suponía que la naturaleza se encargaba de todo, siempre había sido así. Estaba seguro de que Dieguito no era maricón, o comoquiera que lo llamen ahora, sencillamente porque aún no era nada, un niño de once años no sabe de eso. Pero es verdad, y yo había conocido alguno en mi juventud, que ciertos muchachos tienen inclinaciones desde muy pequeños, que después acaban por florecer. ¿Sería así Dieguito? Estuve a punto de preguntarle: cuando te la tocas, ¿en qué piensas?, pero no me atreví. El chaval se tranquilizó un poco, parecía que se hubiera quitado un peso de encima, y se acostó tras tomar un vaso de leche, pues se le había ido el apetito. Con la esperanza de que el asunto se olvidara pronto y quedara sólo en cosa de chiquillos, Elisa y yo nos fuimos dormir, también antes de lo habitual.

Al día siguiente, cuando volví del trabajo en la viña, encontré a Diego en casa, en horas de escuela, con un ojo amoratado y el pantalón roto. Elisa estaba hundida y a mí se me llevaron los demonios:
—¡Me cago en diez!, que eres un hombre, Diego, ¡despabila! ¿Quién te ha hecho eso?
El chico siguió en su eterno silencio; quien respondió fue Elisa:
—Dice que ha sido en el patio, Miguelín y Julito le han pegado y le querían bajar los pantalones. Si no es por el maestro ve a saber cómo acaba...
Lo zarandeé:
—Si te pegan, aprieta los dientes y devuélvela, aunque te duela, ¡joder! Si no te defiendes serás el hazmerreír de todos, ¿no lo entiendes? El maestro no puede protegerte siempre...
Por la expresión de su cara, estaba muy lejos de entender. Empecé a enojarme de veras. Mi mujer de pronto recordó:
—¿No es Miguelín el monaguillo de don Cándido? Parece mentira, con el perillán que está hecho. ¿Y si habláramos con el cura?
Dudé de que sirviera de algo, pero ella insistió y consentí. De modo que al día siguiente fue con Diego a la parroquia y cuando por la noche volví del trabajo me contó el resultado.

El cura no sabía nada del asunto y se interesó mucho por el relato de Elisa. Le dijo que, antes que nada, el niño debía confesarse con él y, según lo que Dieguito le contara, vería qué hacer. Pero siendo secreto de confesión, ni ella ni yo debíamos preguntar; tampoco al niño. Elisa se quedó rezando en la capilla mientras don Cándido cuchicheaba con Diego arrodillado en un rincón, fuera del confesionario. Pasó un buen rato y los dos se pusieron de pie. Mi mujer fue hacia ellos, esperanzada. Déjelo en mis manos, no se preocupen; les aseguro que ni Miguelín ni ningún otro niño volverá a meterse con su hijo, fueron las palabras del cura. Y los despidió.

Aunque no confié mucho en la promesa de don Cándido, tampoco podía hacer otra cosa de modo que decidí dejar pasar unos días sin pensar en ello. Pero, en efecto, ya no hubo más altercados en la escuela ni en ninguna otra parte y Dieguito volvió poco a poco a la normalidad. Sin el acicate de las habladurías y burlas de los niños, el rumor se olvidó como si el percance nunca hubiera ocurrido.

A medida que Diego crecía se hacía más varonil, aunque mantenía un cierto amaneramiento que me preocupaba. Él no es tan zafio como sois todos aquí, explicaba Elisa, es más listo y hace las cosas a su manera. Pero la duda en ocasiones me quitaba el sueño. ¡Que no!, decía ella. Y, además, ¿qué tendría de malo? Hoy eso se ve normal, añadía. Yo callaba. Normal, sí, pero de dientes afuera. El que tiene una hija puta o un hijo maricón siempre anda señalado por el dedo. Cuando cumplió los dieciocho Diego fue a la universidad, cerca de la capital, y no sabía de él más que lo que nos contaba por teléfono o en sus cortas visitas por vacaciones. Cuando le preguntaba si tenía novia respondía con bromas y evasivas.

Él se hizo un hombre y yo me hice mayor. Terminó la carrera y entró a cursar la especialidad en el más importante hospital de Madrid. Me sentía orgulloso de él. Un día, cuando menos lo esperaba, llegó al pueblo con una muchacha. Mi novia, nos dijo. Era una chica deliciosa. Mi alegría fue enorme, aunque no tanta como el día en que, seis meses después, se celebró la boda en el pueblo. Don Cándido, anciano pero todavía en activo, fue quien los casó. Con los brindis y la euforia, me achispé un poco más de la cuenta y, con la imprudencia del vino, no pude resistir la curiosidad que había aguantado tantos años. Sabía que a don Cándido no le sacaría prenda, pero a Diego esperaba soltarle la lengua. Así que me senté a su lado, apartados del bullicio, y le sonsaqué:
—¿Qué pasó aquel día con don Cándido?
Él, que también había tomado un par de copas, me miró con fingida severidad.
—Así que aún tienes dudas...
—No, hijo, no, ninguna duda, ¡cómo podría tenerla! Simple curiosidad, fue tan inesperado... ¿Qué pasó? —insistí.
—Has de prometer que no se lo contarás a nadie. Ni a mamá ni a mis hermanos, absolutamente a nadie.
—Hecho.
—Pues muy sencillo. Me dio un encendedor plateado y dijo: "Mañana, antes de ir a la escuela, pásate por el bar del padre de Miguelín y dale discretamente esto, dile que se lo olvidó, él sabe dónde. Y saludos de mi parte". Y eso fue exactamente lo que hice.
Me quedé de piedra. De pronto reparé en don Cándido que, desde el otro extremo de la mesa, estaba atento a nuestra conversación. Cuando lo miré, alzó su copa en un brindis y me guiñó un ojo.


©Fernando Hidalgo Cutillas 2014 

19 de junio de 2014

81ª noche - La última cena



      En la celda de paredes blancas destacaba la silueta de un hombre vestido con un mono de color naranja chillón, sentado sobre un somier sin colchoneta. Al fondo, muy arriba, una cámara de vigilancia y, a media altura, una imagen modestamente enmarcada: Jesús, sentado a la mesa y rodeado por los doce apóstoles. Se abrió la reja y entraron dos guardias con un carrito de los que se usan para la comida y un taburete. En silencio, los pusieron en el centro de la habitación y el hombre naranja ocupó el asiento frente al carro. Al retirar el mantel que lo cubría, aparecieron una langosta abierta por la mitad, un buen pedazo de filete de buey y una botella de vino de California. Entonces empezó un bloque de anuncios y Elisa me acercó uno de sus redondos pechos.
      —Toca aquí —pidió, señalando un punto cerca de la axila.
      Lo hice y noté un bulto del tamaño de un guisante. Al día siguiente la acompañé al ginecólogo.

      —No se asuste, parece que sólo es un quiste de grasa o un ganglio inflamado. Haremos una punción para examinarlo. En el peor de los casos podría ser necesario quitarlo y hacer un tratamiento que a veces es molesto, pero suele dar muy buen resultado. Ya no es como antes. —El doctor intentó tranquilizarnos con una sonrisa.

      A los tres días fuimos a recoger el resultado de la biopsia. El ginecólogo se había equivocado: el cáncer de mama al que veladamente aludió no era el peor de los casos. El peor de los casos consistió en que aquel bultito era metástasis de un melanoma que habían extirpado a Elisa unos ocho años antes, algo que ya apenas recordaba. Una forma de cáncer aparentemente inofensiva, como una verruga, pero terrible cuando se extiende porque no hay tratamiento eficaz.

      Por lo demás, Elisa se encontraba tan bien como siempre. Sólo aquel pequeño bulto... Pero se derrumbó. Primero, la cirugía en la axila. El cirujano trajo buenas noticias, se había podido limpiar todo y era la única metástasis. Nos dio esperanzas. Después, al oncólogo. Y la quimio. Durante varias semanas le administraron en vena no sé qué, que la dejaba descompuesta. Ya no era la mujer saludable con sólo un bultito. Perdió el apetito y gran parte del cabello. Y su vitalidad.

      Terminada la quimio, el oncólogo anunció que Elisa estaba "limpia", libre de enfermedad, pero existía el riesgo, poco probable, de una recaída. Yo, que no dejaba de informarme en Internet, sabía que mentía, creo que Elisa también estaba al tanto, e imagino que él se daba cuenta de ello, pero los tres fingíamos que todo iba bien. Propuso un tratamiento con interferón durante un año, algo molesto pero mucho más llevadero que la quimio.

      Transcurrieron los meses con relativa normalidad. Las pruebas de cada trimestre eran satisfactorias y empezamos a acariciar la idea de que Elisa pudiera formar parte del escaso tanto por ciento que, sin saber por qué, se salva. Terminado el año, el oncólogo pidió una revisión más completa. Y entonces reapareció. "Una diseminación de decenas de pequeñas formaciones de 1 a 2 milímetros de diámetro que se extiende por ambos hemisferios cerebrales", decía el informe. Cuando lo leyó, al salir de la clínica después de recogerlo, Elisa se sentó en la escalera para no desplomarse.

      Pero la esperanza había prendido en nosotros, después de un año en el que todo parecía ir bien. Eligió tener fe y estaba decidida a intentar lo que fuera necesario. Lo consideraba una obligación. La enviaron a radioterapia. Habiendo tantos pequeños tumores no se podía apuntar a ninguno. Decidieron dar una dosis global, con la intención de que fuera bastante para eliminar las pequeñas metástasis pero no tanto que dañara al tejido sano. El tratamiento no era molesto ni complicado, poco más que hacerse una radiografía. Al cabo de dos angustiosas semanas, un nuevo TAC. Todos los tumorcillos del tamaño de un grano de arroz habían desaparecido. Salvo cuatro, que ya eran del volumen de un garbanzo. "Ahora es más fácil, son sólo unos pocos, podemos ir a por ellos con precisión", anunció el oncólogo con un optimismo incombustible. Curiosamente, entonces le creímos.

      La nueva radioterapia —radiocirugía la llaman— es una técnica muy avanzada. Requirió el ingreso en clínica por un día. Elisa pensaba que después le harían nuevas pruebas, pero no fue así. "Ya es mucha radiación, esté segura de que todo irá bien". Y de nuevo la quimio, ahora más fuerte. Y mucha cortisona.

      Durante unos días Elisa quiso estar sola; no soportaba la presencia de nadie, ni siquiera la mía. Después reapareció una mujer diferente. Pasaba horas removiendo sus viejos papeles, fotografías y otros recuerdos... Salvo unos pocos bien seleccionados, lo demás fue a parar a grandes bolsas de basura que se amontonaban en el garaje. También hizo testamento. No era ni la sombra de lo que había sido hasta año y medio antes. Las fuerzas la abandonaron poco a poco hasta que un día no se pudo levantar. Yo la cuidaba del modo más solícito pero ella no soportaba verse inútil y fue incapaz de aguantar. Acudió de urgencia a la clínica y quedó ingresada.

      Todos los días, al salir del trabajo, pasaba las horas con ella hasta que las enfermeras me echaban. Casi todas eran muy amables, sin embargo alguna no dejaba de mostrar su mal carácter. Me preguntaba cómo podía ser desatenta con personas que pasábamos por ese tipo de trance. Cada noche traían una pequeña carta para elegir el menú del día siguiente. De primero tienes consomé, verdura al vapor o fideos a la cazuela, le leía. Los fideos, decía ella. De segundo, tortilla francesa, pechuga a la plancha o cordero al horno. El cordero, elegía. Invariablemente, durante los dos meses que permaneció allí, escogió siempre los platos más consistentes, abundantes y sabrosos. Al principio estaba sorprendido, no la reconocía; Elisa siempre había comido como un pajarito y tenía a gala usar la misma talla que a los dieciocho años. Entonces comprendí que en esos días ella no comía para recuperar unas fuerzas que sabía perdidas sino por el mero placer de darse un gusto tantos años reprimido. El último placer.
 
©Fernando Hidalgo Cutillas 2014
 

 
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