Mientras mi madre arreglaba la tumba del abuelo me puse a jugar con las piedrecillas del camino. Encontré una de forma extraña y se la enseñé. Con asco, me sacudió la mano. "¡Tira eso, es la muela de un muerto!; corre a lavarte las manos", me dijo.
Yo no entendí cómo podía la muela de un muerto estar por allí tirada, pero pensé que, si había muelas, podría haber algo más, y seguí buscando por los alrededores, disimulando bajo la severa advertencia de mamá: No toques nada del suelo. A pocos pasos, medio enterrada en la gravilla, encontré una medalla del tamaño de un euro. Era amarilla y, aunque estaba un poco sucia, brillaba. ¡Oro!, me dije. Con la excitación, olvidé la orden de mi madre, la tomé en la mano y corrí hacia ella.
Mira, mamá... Al momento me arrepentí, la había desobedecido y eso siempre trae problemas. A ver..., dijo acercándose.
"La medalla de un muerto", expliqué temeroso, mostrándola. "No, hijo, no. Los muertos no tienen medallas". La cogió y la guardó en su bolso.
Como yo no entendía, pregunté: ¿Cómo sabes que la muela es de un muerto y la medalla no, mamá?
Me miró como si yo fuera tonto. Iba a decirme algo pero debió de cambiar de idea porque volvió a pasar la esponja por la lápida del abuelo, en silencio. Yo seguí jugando con las piedrecillas y ya no me dijo nada hasta que nos fuimos.
Los mejores cuentos y fábulas en un solo tomo
No hay comentarios:
Publicar un comentario