4 de diciembre de 2015

103º noche - El aullón

 
Este cuento recoge una antigua costumbre de algunos lugares de Extremadura,
que perduró hasta bien entrado el pasado siglo XX.


La tía Tomasa enviudó hace tres años. Aún va de luto, aunque ya no se cubre la cabeza con la saya como hizo durante el primer año. Arrendó las tierras y va saliendo adelante. Desde que se casó su hijo, vive sola, en una casina a las afueras del pueblo. "Una hija que tuvieras y no te verías así", le dicen las vecinas, sin misericordia. Tomasa desvía la mirada y no hace caso. "¡Qué sabrán ellas!", piensa.

Diego cumplió los cincuenta hace poco. Es uno de los escasos solterones del lugar. Un hombre de campo que ha dormido más noches en los chozos con el ganado que en su casa del pueblo. Es de pocas palabras y mirada esquiva con las mujeres. Le han puesto fama de huraño y solitario. Cuando dio el pésame a la viuda, no llegó a hablarle. Sólo la miró. A Tomasa se le grabó esa mirada, tan distinta de las otras.

Ambos han coincidido en misa algunas veces desde entonces. Encuentros breves, aparentemente desabridos. Desde hace tiempo se les ve juntos todos los domingos al salir de la iglesia. Sólo unos minutos, la ocasión no da para más. Y pasan los meses.

Uno de esos domingos, él toma una decisión. A ella le da apuro, pero Diego está resuelto. "No hay más que hablar", dice.


Aquella noche, sobre la fuente del Castaño, una figura siniestra envuelta en una sábana da terribles aullidos. Las pocas almas que circulan por las calles corren a sus casas, persignándose. Algunos se preguntan: "¿Quién será?, ¿adónde irá?". Las calles han quedado inusualmente vacías pero, tras los postigos entornados, algunos pares de ojos escrutan la oscuridad. El fantasma baja de la fuente y cruza el umbral de Tomasa.

Al día siguiente no se habla de otra cosa en todo el pueblo. "El aullón ha vuelto", comentan las comadres. Todas miran a Tomasa, como quien sabe algo y calla. Si no fuera por los hombres le darían a la lengua, pero la desgracia está siempre al acecho y la ley del silencio es sagrada.

La viuda ha salido a barrer el porche con el corazón encogido y un rubor en la cara. Por fin, la tía Julia, ¡buena es ella!, no puede contenerse más y rezonga:

—¡Vaya!, parece que tendremos boda.

Todas las mujeres ríen sin malicia.

Tomasa las mira de lejos y sonríe. "¡Ya está!", piensa con alivio. Y sigue barriendo la calle.

El aullón © Fernando Hidalgo Cutillas - Barcelona 2011

6 de noviembre de 2015

102ª noche - El diablo siempre llama 2 veces

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30 de agosto de 2015

101ª noche - El ka

Vi a Ernesto tan hundido que pensé que no saldría adelante. Por eso, le pedí a mi amiga Gloria que echara al correo una carta seis meses después de que yo me hubiera ido. Casi se cae de espaldas al reconocer mi letra. Le rogaba que rehiciera su vida, que no debe quedarse solo, que yo hubiera hecho eso mismo.
 
Lo que yo no podía imaginar es que los antiguos egipcios tenían razón y mi ka andaría algún tiempo vagando por aquí. Y tampoco sabía que mi amiga Gloria es una lagarta de cuidado. Y ahora, desde que convencí a Ernesto con la maldita carta, he de verlo a diario andar tras ella como un tortolito, mientras Gloria luce las joyas que una vez fueron mías y yo me muerdo las uñas de este jodido ka esperando el juicio de Osiris, en algún lugar entre la vida y la muerte.

©Fernando Hidalgo Cutillas - 2012

 
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24 de julio de 2015

100º noche - Del 24 al 26 de julio

 
EL DIABLO SIEMPRE LLAMA 2 VECES
Novela negra
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23 de julio de 2015

99º noche - Fábula del castaño y el olivo

 
 
 
 
Frondoso en el verano aquel castaño,
ufano por su copa y su follaje,
dijo al olivo: No ha de ser buen paño
el que solo te da para ese traje.
 
Mas acercándose el final del año
y con él los rigores del invierno,
el aceituno quiso darle un baño
cuando vio los efectos del galerno:
 
¿Qué fue de tu follaje y de tu terno,
del traje del que tanto presumías?
¿Acaso te pensabas que era eterno?
 
Si tus hojas son flor de un par de días
mientras vas a buscarlas al averno
te esperaré yo aquí junto a las mías.

MORALEJA
 
No presumas de glorias pasajeras
que puede que, con tiempo, las perdieras
y, al darles importancia,
transformes en vergüenza tu arrogancia
 
©Fernando Hidalgo Cutillas 2011   

 

14 de julio de 2015

98º noche - El diablo siempre llama dos veces Capítulo 1




Capítulo I
Condado de Cottle, Texas, agosto de 2007


Caía la tarde. George aplastó el último cigarrillo en el cenicero, lleno hasta el borde. Como si el mismo diablo le hubiera leído el pensamiento, apareció el maldito bar. Tomó el desvío y tras dejar el coche aparcado frente a la puerta entró al salón. El camarero, un hombre mayor, lo miró con desconfianza antes de preguntar:
—¿Qué va a ser?
—Una cerveza helada y un paquete de Winston. 
El barman puso el tabaco y la botella sobre la barra. Tras dar un buen trago, el recién llegado se quedó mirando el paisaje a través del ventanal.
—¡Qué solitario está esto! —comentó. 
—Desde que hicieron la autopista por aquí no pasa ni dios.
—¿Tiene una habitación? 
El hombre secaba los vasos de espaldas y no respondió. 
—¡Oiga!, necesito una habitación. Y también he de poner gasolina —insistió George, alzando la voz. 
El otro se volvió, con mucha calma. 
—Hace tiempo que no traen gasolina. Y las habitaciones ya no están en uso. Pero puedo prepararle una si me paga por adelantado. 
—Pues no me queda apenas combustible —replicó, contrariado.
—Tiene suerte. Creo que queda un par de latas en el cobertizo. Podrá llegar a la próxima gasolinera, a unas sesenta millas. —Sonrió mostrando sus dientes amarillos.
George encendió un pitillo y pidió otra cerveza. 
—Me gustaría ocupar la habitación cuanto antes, pero primero quiero verla.
—Claro, claro...
El hombre tomó una llave colgada en la pared y  subieron al piso alto, donde estaba la habitación, un cuarto oscuro y destartalado. Un colchón sobre un viejo somier y una silla de color indeterminado formaban todo el mobiliario. Una sábana cubría la ventana a modo de cortina y, enfrente, el lavabo con marcas de herrumbre.
—El baño está al final del pasillo. La muchacha arreglará esto en un momento. Las habitaciones no están en uso, ya se lo dije —explicó, a modo de excusa.
—Está bien. ¿Cuánto pide?
—Treinta dólares, la cena incluida. Las bebidas, aparte. Y ya me debe dos cervezas. ¡Ruth!, ¡Ruth!, ven a la 101, que tenemos un huésped —gritó, volviendo la cabeza hacia la puerta—. Mientras tanto, vaya a por sus cosas.

George fue al coche y subió con la maleta. Cuando volvió, Ruth estaba haciendo la cama. En contra de lo que había imaginado, era una joven bastante bonita. 
—Venga conmigo, he de registrarle en el libro y después le invito a la tercera. —Le sorprendió la amabilidad. Pensó que quería sacarlo de allí cuanto antes. 
Apuraba la cuarta cuando bajó Ruth y atravesó el salón. La muchacha  lo miró de reojo con timidez. George dedujo que sería hija del dueño; o quizá nieta. 
—Es mejor que me pague ahora.
Le dio cuarenta dólares.
—Lo que sobre, de propina para la chica. 
El camarero los guardó y sonrió con su acostumbrada malicia.
—Ya puede subir. —Le tendió la llave que Ruth había dejado sobre el mostrador—. La comida estará pronto. 
George tomó una ducha fría y se observó al pasar frente al espejo. Tensó los músculos del abdomen tratando de disimular la incipiente barriga. No está mal para un hombre de cuarenta años, se dijo. 
Cuando bajó, ocupó una silla frente a unas chuletas de aspecto apetitoso. Ellos ya habían empezado.
—La comida se enfría. —Se justificó el hombre. 
Comieron en silencio hasta que el viejo apuró su segundo vaso. 
—Dígame, George, ¿qué hace por aquí? Ah, no le he dicho aún mi nombre: soy Ben. 
—Trabajo. He de ir a Phoenix por un negocio. 
—¡Phoenix! Eso está lejos... ¿Cómo no ha ido en avión?
—No me gusta volar. Mil doscientas millas no son tanto.
—¿Y de dónde viene?
—De Tulsa. Mi empleo me obliga a viajar. Y usted, Ben, ¿qué hace en esta gasolinera sin gasolina y este motel sin habitaciones? ¿Cómo no se trasladó cuando hicieron la autopista?
—No es fácil. Uno se hace mayor.
Ruth comía en silencio, con los ojos fijos en el plato. Cuando terminaron, recogió la mesa y desapareció en la cocina. 
Los hombres salieron al porche. El crepúsculo teñía el cielo de un rojo sanguíneo y el viento balanceaba dos mecedoras vacías. Ben se sentó en una e indicó a George con un gesto que ocupase la otra. 
—¿Quiere un whisky?  
George asintió con la cabeza. Ben trajo una botella y dos vasos. Bebieron en silencio mientras se deslizaba la noche. Con la oscuridad apareció un cielo saturado de estrellas. La temperatura era agradable y por primera vez en todo el día George se sintió a gusto. Ben volvió a llenarle el vaso, dejó a un lado el suyo y dio un buen trago de la botella. 
—¿Por qué no tomó la autopista?  —preguntó, sin dejar de mirar el cielo.
—Confundí la ruta y después me dio pereza volver atrás. No sabía que fuese una zona tan desolada.
—En invierno aún es peor.
—No comprendo qué hace usted aquí. 
—Yo tampoco; la vida te lleva adonde quiere. 
—Siempre se puede tomar una decisión —arguyó George.
—Las decisiones no las tomamos nosotros.
—¡Ah!, ¿no? ¿Quién, entonces? 
—Podemos elegir pocas cosas, las menos importantes. Todo está decidido ya. ¿Ve las estrellas? ¿Quieren estar donde están, brillar como brillan? ¿Decide una gota de lluvia dónde va a caer? Los hombres funcionamos del mismo modo, pero nos imaginamos que elegimos nuestro futuro. Un día ves a una mujer y te sientes atraído. Sabes que te dará problemas, que te va a llevar adonde no querrías ir, pero ya está decidido y no hay escapatoria. O el juego, o la bebida... —Dio otro trago—. Nadie decide caer en una trampa, sin embargo vamos de una a otra toda la vida. No somos libres, no; no lo somos. Ya lo entenderá. Yo a su edad tampoco lo sabía. 
Se quedó ensimismado en sus pensamientos y ambos permanecieron callados largo rato.
Cuando George se levantó para retirarse, Ben no se inmutó. Había dado cuenta de la mayor parte del whisky y debía de estar bastante ebrio. 
Al pasar por el salón, Ruth estaba barriendo el suelo. 
—Quiero salir muy temprano. Me dijo Ben que me vendería un poco de gasolina, pero él... 
—... está borracho. —La chica terminó la frase—. Yo se la pondré. 
La siguió hasta el cobertizo. Mientras esperaba fuera, Ruth sacó una lata bastante pesada. Con un tubo de goma  traspasó la mayor parte del contenido al depósito.
—Hay suficiente para llegar a la próxima gasolinera —aseguró.
Dejó en el suelo la lata y quedaron en silencio. George imaginó que esperaba que le pagara, pero cuando preguntó el precio Ruth cambió de tema. 
—Quiero pedirle un favor. Ben no es mi padre, sólo era el compañero de mi madre. Ella murió hace unos meses y desde entonces vivimos los dos solos. Yo quiero irme pero él no me deja, me dice que adónde podría ir una chica de mi edad, sola y sin dinero.
—Y tiene razón, eres aún muy joven. Cuando seas mayor seguro que podrás ir adonde quieras.
—Ya soy mayor de edad. Y usted se equivoca, Ben no es un buen hombre. Me utiliza, como utilizó a mi madre... hasta que la mató. Dijeron que fue un accidente pero yo sé que él la mató. Tiene que ayudarme, lléveme con usted mañana —suplicó con vehemencia. 
El hombre se quedó perplejo. 
—¿Qué estás diciendo? Es una acusación muy grave. —Sospechaba que la chica no estuviera en sus cabales. 
—Vi a los dos discutiendo en el rellano y después cayó mi madre por la escalera. 
—¿Por qué no hablas con la policía?
—Sólo quiero que me lleve a la ciudad. No puedo pedírselo a nadie más; Ben ha hecho creer que no estoy bien... —Se señaló la cabeza—. Lo único que querrían de mí esos babosos es acostarse conmigo. Ya le he dicho que soy mayor de edad y puedo probarlo.
—De acuerdo. Pero díselo a Ben, no quiero que piense que te he raptado o algo peor. 
—Dejaré una nota, con eso bastará. 

George despertó al amanecer. Cuando bajó, Ruth ya esperaba en el porche con una gran mochila. Colocó el equipaje en el maletero; ella se dio cuenta entonces de que había olvidado el bolso. Fue a buscarlo mientras arrancaba el motor. Cuando regresó, salieron inmediatamente, bajo una tenue lluvia. 
Había una hora de camino hasta la carretera interestatal y unos treinta minutos más hasta la ciudad. La joven estaba inquieta, pero se fue tranquilizando a medida que se alejaban del motel. George no dejaba de pensar en lo que Ruth le había contado la noche anterior. ¿Sería cierto que Ben mató a la madre? En el fondo no quería saberlo. Dejaría a Ruth en la ciudad y se olvidaría del asunto. No estaba seguro de estar actuando bien y prefería no hablar del tema, así que estuvieron en silencio casi todo el camino. 
Llegaron a Lubbock a media mañana. Al acercarse a un restaurante a las afueras, Ruth indicó:
—Puede dejarme aquí.
Se detuvo en el aparcamiento y bajaron del coche. Cuando se disponía a sacar la mochila ella le cortó el paso.
—Déjeme que le invite al almuerzo, ha sido usted muy amable. —No era la muchacha tímida y reservada del día anterior. 
Los clientes abarrotaban el establecimiento pero encontraron una mesa libre bajo el televisor. Sonaba tan fuerte que apenas podían oírse. Se sentaron y pidieron unos bocadillos.
—¿Qué vas a hacer ahora? —indagó el hombre. 
—He de buscar trabajo, quizá de camarera. 
—¿Tienes dinero?
—No mucho; para unos días me alcanzará. 
—Me siento responsable de ti. No sé si ha sido buena idea sacarte de tu casa... 
—¿Habré de repetir que soy mayor de edad? 
—Ayer me dijiste que Ben te había utilizado como utilizaba a tu madre. ¿Quieres decir que él...? —No terminó la frase. 
—Lo intentó. Hasta que un día le juré que, si volvía a tocarme, lo mataría mientras estuviese dormido. 
Un sentimiento de ternura estaba creciendo dentro de George a grandes pasos. No le gustaba la idea de dejarla a su suerte. Ella insistió en pagar la cuenta, y ya se levantaban cuando una noticia les hizo prestar atención: 
«Esta madrugada se ha producido un incendio en un rancho del condado de Cottle. Según informes de la policía, un hombre ha muerto. Por el momento se desconocen las causas...». La locutora siguió hablando mientras aparecía en la pantalla una vista aérea del motel de Ben, arruinado por las llamas. George se quedó de piedra. Miró a Ruth, que escuchaba impasible. 
—Ese viejo borracho tenía que acabar así algún día —dijo con un rictus cruel.
La noticia impresionó a George, quizá porque seguía teniendo la sensación de haber obrado mal. Ben le pareció un tipo raro pero no un mal hombre. Se preguntaba si esos sentimientos hacia Ruth que estaba descubriendo no habrían sido desde el principio el verdadero motivo por el que lo convenció tan fácilmente de ayudarla. 
—Creo que deberías ir a la policía... —aconsejó. 
—Cuando sea el momento, iré. Ahora no quiero pensar en eso. Necesito aire...
Mientras salían, ella lo miraba sonriendo. Una vez fuera, se rio abiertamente. 
—Tendrías que verte. Estás pálido. —De pronto se puso seria—. Sería mejor que te quedaras hasta que el caso se resuelva, seguro que la policía querrá tu declaración. Lo siento, George, ¡quién iba a pensar que pasaría algo así! 
Subieron al coche y fueron hacia el centro de la ciudad en busca de un motel. Encontraron un Holiday Inn cerca de Kastman Park. Ruth insistió en tomar una sola habitación. 
—¿Qué vamos a decir cuando la policía nos pregunte por qué me fui contigo? ¿Que Ben mató a mi madre? Él ya ha muerto, ¡qué más da! Podrían pensar que hay algo sospechoso. Pero si pasamos la noche juntos todo se verá normal: un hombre y una chica que quieren divertirse un poco. A ellos no les importará eso. 
George ya se había hecho a la idea de quedar como un pervertido y el plan no le desagradaba, así que fue fácil convencerlo. 
Por la tarde Ruth quiso conocer Lubbock. Visitaron la zona universitaria y llegaron a las modernas avenidas del barrio comercial. Después volvieron al motel, cenaron y se acostaron pronto. George no quiso forzar la situación:
—Dormiré en el sofá —propuso.
—¿Es que no te apetece? —insinuó Ruth con picardía, empezando a desvestirse.
Su cuerpo andrógino bien musculado y de estrechas caderas, de senos pequeños y turgentes,  le produjo una morbosa excitación. Cuando besó sus suaves facciones, casi infantiles, intentó concentrarse para no llegar tan pronto a lo más alto. No lo consiguió y ella se rió, feliz por sentirse tan excitante. El clímax no acabó con el deseo y siguieron jugando. Ruth apagó la luz y George notó la caricia de su boca. Después, inesperadamente le ató las manos al cabezal de la cama y lo azotó con un cinturón, al principio suavemente, después con fuerza, más fuerte,  hasta que sintió arder la piel. En silencio, George se retorcía de dolor y placer. Consiguió llevarlo al éxtasis varias veces durante la noche. Para él era algo completamente distinto de todo lo que conocía. Y era alucinante.

A la mañana siguiente, mientras Ruth tomaba una ducha, George encendió el televisor y buscó un canal de noticias. El locutor explicaba las declaraciones del presidente Bush pidiendo calma ante la crisis financiera, aunque el Home Bank se había declarado en bancarrota el día anterior.  Cuando terminó, se inició un bloque de noticias locales. Tal como supuso, el incendio fue el primer tema. Repitieron las imágenes del helicóptero y a continuación un reportero entrevistó al sheriff:
«Se ha identificado el cadáver, se trata de Benjamin Slide, el propietario de la casa, que no es un rancho como se dijo, sino un motel. La autopsia ha revelado que no murió en el incendio: fue acuchillado. Una joven que también vivía en la casa está desaparecida. No se descarta que encontremos más víctimas cuando se retiren los escombros. Afortunadamente, en la gasolinera no había combustible. Estamos investigando, por ahora no sabemos más...».
Se quedó estupefacto. ¿Acuchillado? ¿Cómo podía ser? ¿Qué habría pasado después de que salieron? Aún aturdido por el inesperado giro del asunto, lentamente fue atando cabos. Allí no había nadie más... Recordaba a Ruth subiendo a buscar el bolso olvidado y su prisa por salir de allí. 
Apagó el televisor y esperó a que ella terminara de ducharse. Apareció sonriente, envuelta en una toalla. No sabía cómo abordarla. Por fin dijo a bocajarro:
—A Ben lo asesinaron. —Escrutó la reacción de ella. 
Tranquilamente, como si no lo hubiera oído, sacó dos cigarrillos de la pitillera de Ben; tras encenderlos,  le tendió uno. Lo miró con firmeza y preguntó:
—¿Cómo te has enterado? ¿Han dicho algo las noticias?
—Lo acuchillaron. Después incendiaron la casa. Te dan por desaparecida.
—Era un viejo tramposo. Quizá tenía enemigos. En realidad sé poco de él. 
—Pero ¿no lo comprendes? ¡Lo han asesinado! Y yo era el único huésped. 
Ella seguía callada, con un gesto duro que él no conocía, ni siquiera cuando le habló de la muerte de su madre. 
—Ruth, el incendio fue al amanecer, justo cuando nos fuimos. ¿Había alguien más en la casa? La policía investigará, acabarán descubriendo la verdad. Yo quiero saberla ahora. ¿Qué pasó?
Se sentó en la cama frente a él y volvió a ser la joven dulce de aire ingenuo.
—Te lo contaré, exactamente. Cuando subí a recoger el bolso, Ben se despertó. Oyó el motor en marcha y comprendió que pensaba irme contigo. Se puso como loco y se lanzó sobre mí enfurecido. Yo sólo me defendí. Cuando lo vi muerto, me asusté y prendí fuego para que pareciera víctima del incendio. 
Ruth seguía fumando tranquilamente, como si no comprendiera la gravedad de la situación. George la zarandeó, tomándola del hombro.
—¿Estás loca? ¿Cómo no me lo dijiste antes? Nadie creerá ahora que fue en defensa propia. Estamos perdidos, Ruth, ¿no lo comprendes? ¡Maldita chiflada! —Explotó con furia—. Vamos a ir a la policía y les contarás todo lo que pasó, quizá aún haya arreglo.
Ella le apartó la mano, se levantó despacio y, sin abandonar su aire ingenuo,  dijo:
—No pierdas los nervios ni me tomes por estúpida. Aquí nadie nos conoce y podemos estar tranquilos. Por ahora nada te relaciona con el suceso pero, si se llega a saber lo que pasó, no nos creerán y todos pensarán que somos cómplices. Es mejor para los dos que no vayamos a la policía. Yo te quiero, George. Lo hice por ti. 
Se acercó y lo besó tiernamente en los labios. Su cara de ángel de ojos negros lo embrujó una vez más y George la llevó sobre la cama. Su furia se tornó pasión y en los brazos de Ruth se olvidó de todas las preguntas.

Ella decía quererlo, que se había enamorado desde el momento en que lo vio, y él se preguntaba qué habría de cierto en ello, después de saber el modo en que lo había utilizado. Era una mujer especial, a pesar de su juventud parecía tener siempre la respuesta a cualquier situación. Mentía con toda sinceridad, como otras mujeres que había conocido, pero Ruth conseguía confundirlo y ya no sabía qué pensar, ni distinguir lo cierto de lo falso. Se sentía atrapado y era para él como una droga, que le administraba a grandes dosis.
—Actuaremos con normalidad —dijo, después de vestirse—. Saldremos a comer, daremos un paseo y mañana nos marcharemos hacia Nuevo México. ¿No estará preocupada tu familia, George? 
—Estoy divorciado, nadie va a echarme en falta en bastantes días —respondió. Ella sonrió, complacida. 
Era domingo y la ciudad estaba llena de estudiantes. Ruth parecía una más de ellos y seguramente todos tomaban a George por su padre.  Las noticias locales, en un lugar donde nunca sucedía nada, no hablaban más que del crimen del motel. Estaban investigando las huellas de neumáticos en el aparcamiento, y también el libro de registro, que había aparecido entre los restos del incendio. 
—Si encuentran mi nombre estaremos perdidos —dijo George.
—Ben siempre lo dejaba abierto, esa página es la  primera que se habrá quemado. —Lo tranquilizó Ruth—. Pero lo de las huellas me preocupa. Hemos de cambiar de coche. Sería sospechoso cambiar los neumáticos estando nuevos. 
—No suelo viajar con mucho dinero. Y tampoco la tarjeta de crédito dará para tanto. —Empezaba a inquietarle el coste de la aventura.
—Por eso no te preocupes —replicó ella sin dar explicación. 
Por la tarde fueron a un garaje donde había compraventa de coches usados las veinticuatro horas del día. George explicó que era un regalo para su hija. El vendedor ni le escuchó, sólo le interesaba su comisión. Ruth eligió un Chevrolet Malibú blanco con pocos kilómetros. Sacó de su bolso seis mil quinientos dólares, el precio convenido, y se los dio a él discretamente. 
—Paga y salgamos de aquí. 
Dejaron el nuevo coche aparcado a unas manzanas de distancia del hotel. En la habitación, después de examinar un mapa de la zona, ella explicó su plan: «Nos iremos temprano, sin llamar la atención. En tu coche, saldrás de la ciudad por la carretera de Alburquerque y me esperarás en la primera estación de servicio que veas. Yo iré con el Chevrolet y me encontraré contigo allí. No me detendré, pon atención, me seguirás hasta que encontremos el lugar adecuado para abandonar tu auto, sin matrículas, documentación, ni nada que pueda identificarlo». Hablaba como una experta. Mientras la escuchaba, él se preguntaba de dónde habría sacado los seis mil quinientos dólares. 
George durmió poco. Se sentía como flotando en un sueño, a ratos pesadilla y a ratos mágico. Le aterraba que en cualquier momento los detuviera la policía y les acusara del crimen. Pero Ruth seguía allí, con sus ojos negros y su olor a lavanda, sus labios carnosos y su cuerpo aniñado y experto. Él se dejaba arrastrar por el vértigo de sentirla suya, aunque sabía que era ella quien se estaba apoderando de él. La miró mientras dormía. Sería fácil asfixiarla con la almohada y escapar. Por un momento se sintió capaz de hacerlo. Entonces cayó en cuenta de que estaba empezando a pensar como un asesino, y eso lo asustó.

El día amaneció lluvioso. Ruth sacó una gabardina de la mochila y se la puso, después se cubrió la cabeza con un pañuelo oscuro.
—Tenemos suerte. En los días de lluvia nadie se fija en los demás —comentó.
—Aquí no nos conocen. —George no comprendía tantas precauciones.
—Hay que evitar que puedan relacionar los dos vehículos. Siempre hay alguien mirando, hagas lo que hagas. Y la policía no es torpe. 
Pagaron la cuenta del hotel, George subió a su coche y Ruth fue al Chevrolet, tal como habían acordado. Él condujo hasta la gasolinera a las afueras de la ciudad. Mientras la esperaba, llegó una patrulla de policía. El corazón se le aceleró cuando los dos agentes se acercaron al aparcamiento. Parecía que buscaban algo concreto, pues iban mirando los coches uno a uno y consultando su bloc de notas. Decidió salir de allí antes de que lo alcanzaran. Maniobró con naturalidad aunque estaba muy nervioso, y volvió a la carretera por el acceso del extremo opuesto. 
El incidente torció los planes; si no encontraba a Ruth, George no sabría qué hacer. Tomó camino de regreso a Lubbock, esperando cruzarse con ella, lo que sucedió a los pocos minutos. Vio su cara de sorpresa y le hizo un gesto indicándole que continuara. En cuanto pudo, George giró en redondo y en seguida alcanzó al Chevrolet. Pisó el acelerador y lo adelantó. 
A medida que se alejaban de la ciudad la carretera se hacía más sinuosa y solitaria. Una hora después atravesaron la frontera con Nuevo México. Entonces Ruth tocó el claxon e hizo señas para que tomasen un desvío de tierra a la izquierda, que bajaba abruptamente hacia una zona frondosa. Era casi impracticable; apenas entró unos metros, George tuvo que detenerse. Ruth descendió de su auto y se acercó.
—Llegó la policía y tuve que... —empezó él a decir.
—Te dije que fueras detrás de mí, no delante. —Ruth le tendió un destornillador—. Quita las matrículas y suelta el freno de mano. Asegúrate de que no quede nada dentro y que los cristales estén bajados. Date prisa, si alguien pasara por la carretera podría vernos.
George trasladó el equipaje al otro coche y después empujó el suyo, que en seguida tomó velocidad en la pronunciada pendiente y se fue ladera abajo hasta quedar oculto entre la maleza del fondo. Subieron al Chevrolet y regresaron a la carretera. Al pasar junto a un barranco, Ruth lanzó por la ventanilla las placas de matrícula del viejo auto.


           
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2013
Todos los derechos reservados - Prohibida la reproducción

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14 de junio de 2015

97ª noche - Despertar


 

En mis primeros recuerdos aparece un hombre, un buhonero tullido que recorría los pueblos con una carreta. Si cierro los ojos, aún puedo verlo, dormido al fondo del carro.  Un día me abandonó en un cruce de caminos. Yo tenía entonces seis años.

Me recogieron dos mujeres, madre e hija, que se apiadaron y me llevaron a su casa; mejor diría su choza, que no cabe otro nombre para el cuchitril donde pasé los años siguientes. Raquel, la mayor de las dos, fue lo más parecido a una madre que tuve en mi infancia.

Vivían solas, a una legua del pueblo más cercano, del fruto de unas pocas tierras que cultivaban a tercias con el amo y de un pequeño rebaño de ovejas y algunas cabras de cuyo pastoreo me encargaron cuando tuve la edad. Nada abundaba allí más que las chinches, pero no faltaban un vaso de leche al levantarse ni un trozo de queso para el almuerzo, que yo estiraba con un buen mendrugo del pan que Raquel cocía cada dos semanas. Ni las cebollas a diario, con algo de carne los domingos, que, después de horas de hervir en el puchero, no resultaba tan dura y correosa como de cabra vieja. Su hija, Catalina, hubiera parecido hermosa de no ser zamba. Yo nunca había visto a alguien como ella, que, pasándome en unos cinco años, se conducía como una niña pequeña.
De tarde en tarde, Raquel iba al pueblo a hacer algún recado. La mujer tardaba casi todo el día, que la muchacha y yo empleábamos en ordeñar el ganado, atender las tareas de la casa y jugar en el tiempo sobrante. En una de esas ocasiones —contaría yo diez u once años—, jugábamos a escondernos alrededor de la cabaña en un día muy caluroso. Ambos sudábamos a chorros. Catalina, pese a sus piernas deformes, corría como un galgo y no tardó en descubrirme, alcanzarme y sujetarme con fuerza. Tras la risa de la victoria, arrugó la nariz y me dijo:
—Apestas. —Y debía de ser verdad, en varios días sólo me había lavado  cara y manos, como era costumbre.
La olfateé y respondí:
—Tú también.
 Hizo una mueca de desagrado; después me arrastró hacia la piedra donde Raquel molía el grano, plana y bastante grande, protegida bajo un cobertizo.
—Espera —pidió. Fue al aljibe y regresó con un caldero lleno de agua—. Vamos a lavarnos. —Y empezó a despojarse de la ropa.
 Yo, que nunca antes había visto a una mujer desnuda, me quedé pasmado viendo aparecer aquellas carnes blancas como la nieve bajo el sayo que se quitó con rapidez.
—¡¡Vamos!! —apremió al ver mi estupor.
Qué apuro sentí, nunca me había desnudado delante de una mujer. Catalina se acercó a mí y en un momento me arrancó toda la ropa. Después me ordenó que me echara sobre la piedra y, con un trapo empapado en agua y algo de jabón, me fue frotando por todas partes. Yo trataba de ocultar con la mano la entrepierna, pero Catalina dijo que era parte principal de la higiene. Apartó mi mano y, con el trapo, se dedicó a una limpieza esmerada. Mi pequeño ariete jamás se había visto en trance similar; se puso hinchado y reventón, con unas intensas ganas de orinar. Lo miré, sorprendido por el tamaño que estaba tomando mientras ella se reía y lo limpiaba una y otra vez, arriba y abajo. Las ganas de mear eran cada vez mayores, pensé que no podría aguantarlas, cuando ella paró y anunció que era su turno.
Medio enjabonado, me levanté y le cedí el sitio. Un poco más alta que yo, se estiró desnuda sobre la piedra, dejando las piernas colgando en el canto. Me dio el trapo jabonoso y con un gesto me señaló el caldero. Con delicadeza, algo asustado, empecé a frotarla. Catalina, con los ojos cerrados, sonreía y, a medida que el trapo iba bajando por su cuerpo, empezó a reír a carcajadas. Me pareció que se burlaba y paré. Ordenó:
—Sigue, tonto. —Y tomando mi mano, me arrancó el trapo, la dirigió hacia las ingles, donde la piel estaba cubierta por un tupido y corto vello oscuro, y presionó mis dedos sobre ella.
Yo nunca había sentido nada igual, aquello me embelesaba, pero por otro lado me sentía raro y las enormes ganas de orinar no hacían más que crecer. Cuando, dirigida con fuerza por las de ella, mi mano se aplastó contra su sexo, no pude contenerme más.
—¡Tengo que mear! —grité, echando a correr. Ya se me escapaban las primeras gotas de una orina que parecía fuego.
—¡Pero qué bobo eres! —la oí decir mientras me fugaba.
Al rato reaparecí, vestido; ella también se había puesto de nuevo la ropa, y pasamos el resto del día cada uno en lo suyo, sin apenas hablar, hasta que regresó Raquel. De vez en cuando me miraba de un modo que me pareció burlón. Yo estaba algo enojado, con una mezcla de sensaciones difícil de explicar. Durante la tarde oriné a menudo, con cierto escozor, hasta pensé que podría estar enfermando. Y, cada vez, un alivio extraño me recorría. Al acostarme no pude dormir, obsesionado con lo sucedido. Nada era comparable a aquella desconocida sensación. Maquinalmente, reproduje con la mano los roces que Catalina había realizado en mi cuerpo, a la vez que recordaba el suyo. De nuevo el miembro se hinchó y al cabo de poco rato volvieron las ganas incontenibles de mear. Aquello era muy inquietante... y muy agradable. Salí a orinar al lado del aprisco, volví a la cama y me dormí por fin.
Nada volvió a ser como antes. A partir de aquel día, esa nueva sensación quedó fija en mis pensamientos y no hubo noche en que, antes de dormir, no pasara un rato buscándola. Con el tiempo supe que eso es normal, pero entonces pensaba que había hecho un hallazgo extraordinario que sólo yo conocía y practicaba. Y que, por supuesto, era algo que debía ocultar a todos. Comprendí que, si bien el roce me excitaba, lo que realmente producía aquella ola de placer era el recuerdo del contacto con Catalina y con su sexo. Yo fantaseaba con un nuevo encuentro, pero no me atrevía a proponérselo, y ella parecía distante desde que aquello sucedió, aunque a veces la descubría observándome mientras yo estaba distraído.
Unas semanas después, Raquel hubo de volver al pueblo. Nos dejó solos de nuevo, con todo el día por delante. Catalina limpió la casa mientras yo ordeñaba las ovejas, y después vino a ayudarme, en silencio. A punto de terminar, sin alzar la vista del cubo donde recogía la leche, me dijo con sorna:
—Eres un miedica, Daniel.
Pensé que tenía algo de razón.
—Me puse malo —dije a modo de disculpa—. Podríamos lavarnos ahora —sugerí.
—Hoy soy yo quien está mala. —Se alzó la enagua y, sin pudor, me mostró el sexo, del que salían unos hilos de sangre. Me asusté mucho.
—¿¡Qué te pasa!? ¿Lo sabe tu madre?
Ella se rió.
—Claro que lo sabe. Esto nos pasa a las mujeres cada mes, mientras somos jóvenes. Dura varios días, en los que no se puede mojar el cuerpo porque se podría una morir.
—Vaya... ¡Qué cosa más rara! Si me saliera sangre de esa forma creo que me moriría aun sin mojarme; sólo del susto.
Catalina volvió a reír.
—Eres muy asustadizo, Daniel. No te saldrá sangre, pero pronto te saldrá otra cosa. Y más de una vez al mes.
—¿Sí...? ¿Qué? —pregunté con curiosidad.
Ella dio un apretón a la ubre que tenía en la mano, que soltó un chorrito blanco y, mirándome con picardía, dijo:
—¡Ya lo verás!
Cogió el cubo y fue hacia la casa, dejándome en un mar de dudas. ¿Leche?
Casi nunca me llevaban al pueblo, pues Raquel quería evitar preguntas e inmiscusiones y, las pocas veces que fui, decía que era el hijo de algún familiar que estaba de visita. Yo crecía en un entorno cerrado con esas dos mujeres , sin hombres, y no podía imaginar qué podría traer el futuro, que no fuese cuidar del rebaño. No había pensado en ello y las palabras de Catalina hicieron que me lo planteara por primera vez. Me estaba convirtiendo en un hombre, pero yo no sabía bien qué era eso.
Raquel iba a menudo al campo y recogía hierbajos que luego secaba al sol, trituraba y conservaba en bolsitas de tela. También traía insectos o pequeñas alimañas que trataba del mismo modo. Yo había observado que, cuando debía ir al pueblo, desde unos días antes preparaba cocimientos que, después de colados, guardaba en botellas de vidrio. La casa apestaba de modo nauseabundo mientras preparaba los brebajes. Cuando le preguntaba, me decía que era para que creciesen mejor los tomates, pero yo sabía que no era verdad, porque nunca la vi echar aquel caldo sobre los tomates, sino ponerlo en pequeños frascos que cerraba cuidadosamente y llevaba después al pueblo en el zurrón. Era muy misterioso y Raquel nunca hablaba de ello.
Al final del otoño los viajes de la mujer se hicieron más frecuentes, y también el tiempo que Catalina y yo pasábamos a solas. Aunque ella siempre me había parecido boba, era mayor que yo y comprendí que sabía algunas cosas que yo ignoraba, por las que sentí curiosidad. Desde el día del baño, meses atrás, ella no volvió a mostrar interés en jugar conmigo de aquel modo, era yo quien buscaba repetirlo y ella quien, por uno u otro motivo, lo rechazaba.
Un día le pregunté
—¿Y tú cómo sabes de hombres?
Esbozó una sonrisa enigmática, pero no dijo nada hasta que insistí.
—¿Es que no has visto nunca a ninguno? —respondió con jactancia.
—¿Un hombre en esta casa? No.
—No eres el único que aprovecha estos pastos, ¿sabes? —añadió con misterio. Recordé haber visto de lejos a algún pastor en el valle.
—¿Y tú y él...?
—¡Claro! ¿Crees que soy tonta? Es un hombre hecho y derecho. Él me enseña.
—Pues enséñame tú a mí.
—Eres demasiado chico todavía.
—¡Que no! Soy un hombre, ya lo verás... Pronto cumpliré doce años.
—Cuando seas mayor  —sentenció con aire de superioridad.
En invierno los días eran cortos y, con los campos helados, no había mucho que hacer. Las ovejas comían la cebada que yo había almacenado antes de que cayeran las primeras nieves y parían sus corderitos en el establo. Pasábamos los días dentro de la choza, las mujeres dedicaban el tiempo libre a coser y remendar y yo, a tallar figuritas de madera a partir de raíces o ramas de forma caprichosa. Por las tardes, Raquel nos contaba historias. Decía que, de joven, había trabajado con los cómicos, con quienes recorrió los corrales de media España, y que aún sabía de memoria algunos de los textos que entonces interpretaba:
Dulces señores míos, tras cien males
hasta aquí de Numancia padecidos,
que son menores los que son mortales,
y en los bienes también que ya son idos,
siempre mostramos ser mujeres vuestras,
y vosotros también nuestros maridos.
¿Por qué en las ocasiones tan siniestras
que el cielo airado agora nos ofrece,
nos dais de aquel amor tan cortas muestras?...
Raquel se transformaba al recitar, como si no fuera ella. Catalina no prestaba apenas atención pero yo la escuchaba embobado, sintiendo que había mucha fuerza en aquellas palabras, aunque no las comprendía. Le pedía que me explicara cómo eran las ciudades en las que había estado, y las gentes que en ellas había conocido. Raquel contaba historias maravillosas y yo hubiera querido que aquellos momentos no acabasen nunca.
Con mucha paciencia, me enseñaba a leer en alguno de sus viejos  libros. Los leía una y otra vez. Tenía varios, recuerdo que por entonces usábamos uno titulado Calila e Dimna, que yo llevaba siempre en el morral, en cuya última página ella había escrito de su puño y letra las tablas de multiplicar. A falta de papel y tinta, a menudo afilaba alguna de las pequeñas ramas carbonizadas del hogar y me animaba a escribir con ella en las paredes, que cada cierto tiempo encalaba. Me decía:
—Un día saldrás de este pequeño rincón y conocerás el mundo. Has de prepararte para eso.
Insistía en que pusiese interés en aprender cuanto pudiera. Y que me apartara de las malas personas... Entonces callaba y, por su gesto, yo comprendía que la asaltaban malos recuerdos. Pero nunca me atreví a preguntarle por ello.
Yo no era consciente entonces del diferente trato que nos daba a Catalina y a mí, a pesar de ser ella su hija. Nunca la vi dedicarse a la muchacha, ni poner interés en su preparación, más allá de las tareas de la casa. No fue hasta mucho más adelante que comprendí que entre ellas debía de existir algún motivo para esa indiferencia.
En los veranos todo era distinto. Cuando los pastos se secaban en el valle, yo debía llevar el rebaño a tierras más altas donde a veces pasaba varios días. Me gustaba estar en plena naturaleza, descifrando los libros que me diera Raquel. A partir de septiembre, alguna de las ovejas se portaba de modo extraño y olía de manera especial. Entonces el carnero la montaba, mientras ella se estaba muy quieta. Nunca vi a ninguna quejarse ni rechazar al macho como Catalina me rechazaba a mí. Había pasado tanto tiempo desde mi juego con la muchacha que parecía que ella lo hubiera olvidado y ya no estuviera en sus planes repetirlo; pero yo, que me hacía mayor, no me resignaba a seguir consolándome con fantasías solitarias, estaba decidido a hacer como el carnero en la primera ocasión y Catalina no podría negarse porque era la única hembra. Con estas ideas regresaba a la choza, pero una vez allí, ante las dos mujeres se desinflaba mi determinación. Con Raquel en casa a todas horas, no veía modo.
Al final del verano, todos los años la mujer dedicaba una tarde a contar las monedas que guardaba en una alcancía rota y las amontonaba en varias pilas. En una de esas ocasiones, yo miraba con curiosidad y ella me advirtió:
—Si no entiendes de cuentas, nunca sabrás lo que tienes ni lo que debes, y todos abusarán de tu ignorancia.
Me mostró los reales de plata y vellón, los maravedíes y algún ardite, y me explicó su valor y equivalencia.
—También hay monedas de oro, ya las conocerás cuando seas rico —bromeó.
Al terminar, guardó dos de los montones en un cinto.
—¿Para quién son? —pregunté.
—¡Para el diablo! —contestó con desaliento.
El día de San Miguel, ellas llevaron las monedas al cura, como pago de la parte que correspondía al priorato propietario de las tierras. Así hacían cada año.
Yo no sabía mi edad, ni en qué año nací, aunque Raquel calculaba que debió de ser sobre 1673. Recuerdo el invierno de 1687 como el más crudo de cuantos allí pasé. Desde la casa oíamos aullar a los lobos, agresivos como nunca, espoleados por el hambre y el frío. Por la noche los escuchaba hurgar en el establo, que yo cerraba siempre a cal a canto. Las ovejas balaban, aterrorizadas.
 Cuando cesaron las heladas y se fundió la nieve, volvió la actividad a la casa. Raquel no tardó en dedicarse a cocer sus hierbas por lo que deduje que pronto iría al pueblo, lo que yo esperaba ansiosamente desde hacía muchas semanas. En efecto, la mujer se fue una mañana muy temprano. En cuanto la perdí de vista me acerqué al camastro de Catalina y me acosté junto a ella. Yo estaba muy excitado y decidido a no dejar escapar la ocasión. Le cogí la mano y la puse sobre mis ingles. Ella se despertó.
—¡Vaya! —exclamó—, cómo ha crecido el pequeño Daniel...
Y era cierto, el «pequeño Daniel», como yo mismo, había dado un buen estirón desde que ella lo vio.
—Es de tanto que pienso en ti —respondí, galante.
—Es porque te haces mayor. Ven. —Tiró de mí hasta ponerme encima. —¿No has visto nunca cómo hacen los carneros?
—Claro. Date la vuelta.
—No. —Se rió sin malicia—. Déjame hacer a mí...
Con la ayuda de su mano y unos ligeros movimientos, entró la llave en la cerradura. Me moví sobre ella, al principio suavemente, después de modo frenético, a medida que aumentaba mi excitación. Cuando Catalina notó que se acercaba el éxtasis, se retiró un poco y yo me derramé sobre su vientre, abrazado a ella, con un aullido de placer. Después, extenuado, me dejé caer sobre el colchón. Catalina pasó el dedo por su vientre y me lo mostró, manchado del líquido blanco y viscoso que yo conocía bien.
—¡Te lo dije! ¿Recuerdas? —Los dos nos echamos a reír.
Nadie hubiera pensado que un día que empezó tan bien acabara tan mal. Se hizo noche cerrada y Raquel no había vuelto. Empezábamos a temer por ella cuando vimos acercarse por el camino unas antorchas. Al aproximarse, descubrimos a un grupo de hombres encabezados por uno que se apoyaba en un bastón rematado por una cruz. Catalina me dijo que era un cura, y me pidió que me escondiera, pues, aunque debía correr el rumor, nadie sabía a ciencia cierta de mi existencia allí. Obedecí, y me oculté detrás del establo, en una zona de tupido matorral, desde donde podía ver la casa.
La muchacha salió a recibir a la comitiva, pensando que traería noticias de su madre. Cuando el grupo llegó, el cura agitó la cruz frente a Catalina y le dijo algo de lo que sólo pude entender una palabra: bruja. Después, otro hombre cubrió a la chica con una ropa de arpillera y le ató las manos mientras otros dos entraban con antorchas a la casa y empezaban a removerlo todo. Me asusté tanto que escapé corriendo entre las sombras hacia el bosque, sin mirar atrás. Cuando llegué a los primeros árboles y pude esconderme entre ellos, ya bastante lejos, me giré y vi que de la choza salía un humo espeso y empezaban a escapar algunas llamas. No sé cuánto tiempo estuve allí, mirando cómo se consumía el que había sido mi hogar durante los últimos años, el único que había conocido. Después, debí quedar dormido.
Desperté cuando el sol ya calentaba. Miré la casa, de la que sólo quedaba un rescoldo de humeantes ruinas. Me acerqué con precaución, sin encontrar a nadie. El huerto, del que ya habían empezado a salir algunos brotes, aparecía destrozado. El establo, con la puerta desquiciada, estaba vacío. El morral y la manta estaban en el mismo lugar donde acostumbraba esconderlos.  Tomé ambas cosas. Yo era un hombre y no quería llorar, pero algunas lágrimas recorrían por su cuenta mis mejillas. No entendía por qué había sucedido aquel desastre, qué mal podía haber hecho aquella buena mujer para que la llamaran bruja y la castigaran de ese modo. Mucho después comprendí que su pecado era ser diferente, y que la intolerancia, la envidia y la superstición fueron la chispa que encendió aquellas antorchas. Al lado del aljibe encontré una de las figuritas de madera que yo había tallado y la recogí, la puse en el morral y con sólo ese equipaje partí hacia lo desconocido. Corría el mes de marzo de 1688.
©Fernando Hidalgo Cutillas - 2015
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