27 de noviembre de 2011

62ª noche - Otro cuento

Pues sí, otro tipo de cuento...

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14 de noviembre de 2011

61ª noche - La sentencia

   Como todas las mañanas, si el tiempo era bueno, fui al parque a eso de las once. A principios de marzo me gustaba tomar el sol de invierno y leer un rato, o simplemente contemplar la gente alrededor. Sentado en un banco, abrí el libro que estaba leyendo: una novela sobre el Imperio Inca que me tenía absorto. Me encontraba en un extremo del paseo, cerca de la avenida que lo bordea, la zona más transitada del pequeño recinto. Era mi banco preferido.
   Llevaba un rato allí cuando se me acercó una niña que no tendría más de cuatro o cinco años. No la vi llegar, enfrascado como estaba en la lectura. Debió de haber estado antes jugando con la tierra pues tenía las manitas bien sucias, y lo primero que hizo fue plantarlas en mi pantalón blanco.
   —¡Eh!, pequeña, no has de tocar nada con las manitas tan sucias… —aleccioné con el tono más cariñoso que pude, dentro de mi contrariedad.
   Dejé el libro a un lado y me puse en pie para sacudir las manchas. La niña aprovechó para agarrarlo.
   —Pero ¡bueno! ¿No ves que estás ensuciando todo? —recriminé, sin perder la compostura. No era cuestión de enojarse con una nena de esa edad… ¡Qué sabía ella!
   —¿Qué lees? —me preguntó con el ceño fruncido.
   —Un libro muy bonito que no has de manchar. ¿Cómo no estás con tu mamá? Anda, dámelo antes de que se estropee… —pedí con fingida dulzura.
   La niña se encogió de hombros y, lejos de hacerme caso, escondió el libro a su espalda.
   Yo estaba bastante irritado por la situación; no con la niña, pero ella era el problema. Con gusto la hubiera cogido por el brazo y obligado a darme el libro, pero pensé que no estaría bien.
   —Venga, devuélveme el libro y ve con tu mamá —ordené, ensayando un tono de abuelo autoritario .
   —¡Eres malo! —fue su respuesta, y echó a correr con su botín.
   La seguí con la mirada y mi enojo se volvió preocupación cuando vi que iba directamente hacia la calle, en ese momento con abundante tráfico.
   —¡No corras, para! —grité, y fui tras ella todo lo rápido que me permitieron mis ya cansadas piernas—. ¡No cruces! —insistí, pero ella estaba cada vez más lejos, por mucho que yo me esforzaba.
   Entonces vi a dos mujeres hablando en la acera y les señalé a la pequeña, confiando en que la interceptaran. No hizo falta, la niña fue derecha hacia ellas. Una de las mujeres le dijo algo que no pude oír por la distancia y siguió hablando, sin hacer más caso. Pensé que debía de ser su madre.
   Cuando me acerqué, la niña gritó:
   —¡Eres malo, muy malo! —Y se echó a llorar. Las dos mujeres me miraban con cara de pocos amigos, como pidiendo una explicación: "¿Qué hacía usted corriendo detrás de la niña?".
   Me sentía ridículo cuando saludé y conté lo que había pasado.
   —¿Así que mi hija lo ha tocado a usted "ahí"? —preguntó la madre, señalando la mancha del pantalón con un gesto de la barbilla. Entonces reparé en que una de las manchas estaba sobre un lugar algo comprometido—. ¿No será que le ha pedido que lo toque? Julita, ¿te ha hecho algo este señor?
   —¡Señora! —protesté—, yo estaba leyendo tranquilamente cuando su hija, a la que debería tener mejor educada y más controlada, empezó a molestarme.
   Mientras tanto la nena no paraba de gritar: "¡Es malo, es muy malo! ¡El hombre es malo!…", con un berrinche creciente.

   —Que leía, dice, si no lleva nada que leer… ¡Qué corta es la mentira…!
   —Leía un libro que ha robado su hija. Debe de llevarlo en alguna parte.
   —¿Me toma por idiota? ¡Espere a que pase un guardia y veremos qué estaba haciendo usted!
   Yo estaba más que indignado a esas alturas de la conversación. Dispuesto a ofrecer la prueba de que no mentía, con un rápido movimiento así a la niña del brazo con intención de rescatar el libro. La pequeña dio un grito como si estuvieran degollándola y me lanzó un puntapié, al que se unieron los golpes que la madre propinaba en mi espalda con el puño.
   —¡Deje a la niña, pervertido! —gritaba, sin parar de golpear.
   Dos hombres que pasaban por allí se acercaron al ver el alboroto. La otra mujer, hasta entonces callada, les informó:
   —Éste…, que estaba tocando a la niña…
   El más joven me sujetó por el brazo mientras el otro usaba su teléfono móvil.
   —Así que tenemos a un viejo verde… —digo el energúmeno de modo amenazador. Me zarandeó agarrándome por la ropa, lo que hizo saltar un par de botones de mi camisa.
   —No te compliques, Andrés, que ya viene la policía —aconsejó el otro.
   —¡Oigan, yo…! —intenté explicarme.
   —Calladito y quieto —ordenó mi captor con chulería.
   La mención de la policía me inquietó pero, viendo el cariz que tomaba el asunto, sólo deseaba que llegara cuanto antes. Unos minutos después, dos vehículos se detuvieron junto a la acera y bajaron de ellos cuatro hombres uniformados.
   —Este viejo, que estaba abusando de la nena. Menos mal que la tengo bien enseñada y echó a correr… ¡Y aún tuvo la desfachatez de perseguirla! —explicó la madre.
   Yo lo negué, volviendo a explicar lo que había sucedido. La amiga corroboró lo dicho por la madre.
   —¿Han visto algo ustedes? —preguntó uno de los agentes a los tipos que me habían sujetado.
   —Cuando llegamos, este hombre tenía agarrada a la nena y la madre forcejeaba con él, no hemos visto más —respondió el que los había llamado.
   Era suficiente; me esposaron las manos a la espalda, me metieron en uno de los coches y me llevaron a la comisaría. Yo estaba avergonzado, asustado e indignado por igual. Tras un buen rato de espera, a solas en una especie de calabozo, me llevaron ante un inspector. Sentí alivio cuando retiraron las esposas.
   Conté una vez más con detalle lo sucedido aquella mañana. El oficial anotaba todo cuidadosamente en el ordenador. Con frecuencia me interrumpía para puntualizar algo:
   —¿Qué leía?
   —Una novela, "El cóndor de la pluma dorada". Es una edición de bolsillo, un libro no muy grande.
   —En sus pertenencias no consta ningún libro…
   —Ya le dije, lo robó la nena y salió corriendo. ¿Es que no lo han encontrado?
   Sin responder, el hombre escribía a toda velocidad. Tuve la impresión de que él escribía mucho más de lo que yo decía. Y eso no me gustaba nada. Terminada la historia, imprimió unas hojas y las puso frente a mí.
   —Lea su declaración y, si está de acuerdo, fírmela.
   Leí con atención. Era el relato de todo lo que le había explicado, traducido a la jerga judicial. Lo firmé.
   —Y ahora ¿qué pasará? —pregunté.
   El hombre me miró con sus ojos tristes y adoptó un aire menos rígido.
   —Lo tiene usted mal. Cuatro testigos afirman que usted estaba acosando a la nena, y la misma pequeña dice que es "el hombre malo". El libro del que habla no aparece… El examen de la niña ha dado negativo pero eso no excluye tocamientos y otras prácticas habituales.
   —Pero yo sólo he dicho la verdad. No tengo antecedentes de ningún tipo, mi familia, y en el barrio, me conocen… ¡Es absurdo!
   —Le creo, pero eso no sirve para nada. Las pruebas son las que mandan y no le favorecen. Hay tres testigos que confirman la versión de la madre y nadie que confirme lo que dice usted. Además, las huellas de esas manos sobre su pantalón…
   —¿Y entonces…?
   —Hemos avisado a su familia. Su esposa está en camino, con algo de ropa para usted porque todo lo que lleva ha de quedar aquí, como prueba. Pasará al Juzgado de Guardia y el juez decidirá. Normalmente en los casos de abusos a menores el detenido entra en prisión, pero confío en que, dadas las circunstancias, sea benévolo. Con suerte, fijará un día para el juicio y lo dejará marchar.
—Hágame un favor —pedí antes de salir—. Busquen el libro. Le aseguro que ese libro existe.
—Nos estamos encargando ya de ello. Aunque la existencia del libro no cambiará mucho el asunto, sería muy bueno para usted que apareciera.
   Custodiado por un guardia, yo esperaba sentado en el pasillo mi turno ante el juez. Di un respingo cuando se abrió una de las puertas y salieron las dos mujeres que me habían metido en aquel lío. Al pasar me lanzaron una despectiva mirada. Mientras se alejaban las oí comentar: "Te has fijado cómo se parece a tu hermano".
   Yo estaba preocupado por lo que pensara mi mujer. Cuando volvimos a casa le pedí que me dijera la verdad de lo que pensaba, cualquiera que fuese. Me abrazó y con lágrimas en los ojos me aseguró que me creía, que confiaba en mí, como siempre. Que me conocía muy bien, ¡ya tantos años!, que yo era un buen hombre, normal en todo. Sentí un enorme alivio. El resto de mi familia no sabe nada. El juicio será el mes próximo.
   El inspector me llamó al día siguiente por teléfono para decirme que el libro había aparecido. En una de las papeleras del parque, sucio de tierra y medio destrozado. Tuve que ir a identificarlo. El abogado cree que todo va a quedar en una multa y una amonestación, pues hay pocos hechos probados. Y un antecedente en mi ficha policial. Pero hasta que decida el juez, nada es seguro.
   Ha pasado una semana. Por fortuna, el incidente no ha llegado a saberse en el barrio aunque, no sé si serán manías mías, noto que algunos vecinos me miran de otro modo, como si me rehuyeran.
   Estos días tenemos con nosotros a nuestra nieta Clara. Carlos, nuestro hijo mayor, celebra los diez años de matrimonio con un pequeño viaje, como una breve luna de miel. Mi esposa está contenta; disfruta mucho la presencia de la pequeña.
   Esta mañana, ella debía ir a hacer unas compras:
   —Ahora la abuelita va a salir y te quedarás con el abuelo, ¿vale? Pórtate bien… —La expresión de su cara cambió de pronto—. O mejor ven conmigo, verás como te gusta ir de compras. Vamos a pasarlo muy bien. Ponte la chaquetita y dale un beso a tu abuelo.
   Cuando se han cruzado nuestras miradas, esquiva la suya, no han hecho falta palabras. El juicio será el mes próximo, pero la sentencia se ha dado hoy.


© Fernando Hidalgo Cutillas - 2011

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TIEMPO EN HISTORIAS
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