25 de mayo de 2011

6ª noche - El último amor

Hoy regresó Elisa y soy feliz. Estuvo en Santander, en la oficina principal de la empresa donde trabaja. Aprovechó para visitar a su tío Claudio, ya muy mayor.
—¿De verdad me quieres?  —me ha preguntado.
—Nunca sentí por nadie lo que siento por ti. Eres mi primer amor. 
—El primer amor no cuenta. El que cuenta es el último.

Y me contó la historia del tío Claudio, tal como él se la había relatado.

 Cuando mi mujer cayó enferma yo tenía setenta y seis años. Ella, unos pocos menos; no sabía yo exactamente cuántos porque desde que nos conocimos Elisa siguió la costumbre, propia de aquella época, de quitarse algunos y su edad siempre tuvo un halo de misterio para mí. Poco después de iniciarse su enfermedad, casualmente supe, por unos documentos que tuve que recoger en el hospital, que tiene dos años más que yo. A mí eso siempre me ha traído sin cuidado pero para ella, admitir que era mayor que su esposo habría resultado humillante, de modo que no comenté nada.
Digo que cayó enferma porque fue exactamente así. Íbamos paseando una tarde, camino de un cine, cuando ella se desplomó. Quise levantarla, pensando que habría tropezado, pero estaba inconsciente, babeando y su respiración era un estertor que nunca podré olvidar. Por fortuna eso sucedió en una zona céntrica; inmediatamente se produjo un alboroto en torno a nosotros, alguien llamó a una ambulancia y en pocos minutos entrábamos en urgencias.
Seis semanas después Elisa volvió a casa. Con medio cuerpo paralizado, sin control de esfínteres, perdida parte de la visión y dependiendo de los demás hasta para lo más simple, pero conservando intactas sus facultades mentales.
Lo pasamos mal los dos. Ella sufría por verse inútil; yo, por verla así. Y ambos por tener que adaptarnos a un nuevo tipo de vida que nos costó asumir. Las primeras semanas fueron las peores; después pasaron los meses, los años, y la silla de ruedas, los pañales, la cuña, el elevador y otros veinte artefactos más se hicieron habituales. Nos acostumbramos a las nuevas rutinas hasta considerarlas normales.

Parecía que habíamos conseguido estabilizar la situación pero los dos sabíamos que no era así. El tiempo jugaba en contra. Elisa se fue consumiendo lentamente, cada vez podía hacer menos cosas por sí misma y dependía más de mí. Yo también acusaba el paso de los años y, aunque siempre he sido fuerte y he tenido buena salud, llegó el momento en el que no podía moverla ni ayudarla como ella necesitaba. La situación se fue deteriorando hasta que ambos comprendimos que habíamos llegado al límite.
La solución fue buscar una residencia para ancianos. Nos la encontró la asistente social del barrio, después de venir a casa y ver nuestro estado. El precio, subvencionado, era asequible y además contábamos con el valor de nuestra vivienda, si hubiese sido necesario. La asistente dijo que, de momento, era mejor conservarla ya que yo podría seguir ocupándola algunos años más y había que pensar también en mis propias necesidades para más adelante. Sorprenden-temente, no tener hijos facilitó los trámites. Todo quedó arreglado para que al lunes siguiente a las diez de la mañana una ambulancia llevase a Elisa al que sería su nuevo hogar. Faltaban tres días; los tres días más tristes de mi vida.
La noche del domingo no pude dormir. Sentía una tristeza tan honda que se me entrecortaba la respiración. Sin darme cuenta me encontré llorando sobre la almohada, en silencio, cuidando de que Elisa no me oyese desde su cama. De pronto oí su voz ronca:
—Juan, ¿duermes?
—No, ¿quieres algo, nena? —Así solía yo llamarla desde que éramos novios.
—Vendrás a verme, ¿verdad?
—Todos los días. No tendré otra cosa que hacer... —Intenté mostrarme jovial para darle ánimo.
— ¡Cómo hemos acabado, Juan! —se lamentó, dando un suspiro.
—Allí estarás muy bien, mujer, ya lo verás.
—Esta es nuestra última noche aquí juntos, después de tantos años…

Se hizo un largo silencio, solo roto por las cuatro campanadas que llegaron desde el viejo reloj de pared del comedor. Cuando acallaron, ella siguió hablando.
—Ya faltan solo seis horas... Juan, dime una cosa. Pero júrame que me dirás la verdad, ya poco importa y quiero saberlo. ¿Lo prometes?
—Vale. ¿Qué quieres saber? —dije en tono condescendiente.
—Aquella compañera tuya, cuando estabas en la fábrica de motores... Manuela creo que se llamaba. ¿Tú y ella...? Siempre sospeché que tuvisteis un lío. ¿Tú te acostaste con ella? No me vayas a engañar, que lo has jurado.
—¡Pero bueno! ¡Por dónde me sales ahora…! —exclamé, sorprendido. No me esperaba esa pregunta—. Ni con ella ni con ninguna, puedes estar segura. No te engaño, a estas alturas no iría a mentirte.
—Bien —contestó escuetamente, y ya no dijo más.

Quedé pensativo. Mi memoria retrocedió en el tiempo. A nuestra boda, a los primeros años de casados, al hijo que no llegó a nacer, a la fábrica de motores… y a Manuela. Ya apenas me acordaba de ella. ¿Cuánto haría?, ¿treinta y cinco, cuarenta años? Una mujer de temperamento, muy echada para delante. Tiempo después se casó con uno de los mecánicos. Menos mal que las puertas del taller eran altas, si no el pobre muchacho no hubiese podido pasar. Eso sí, ¡menuda hembra!, ¡qué pechos, qué piernas! Y en la cama, un torbellino. Mucha mujer para un hombre sólo. Me alejé de ella en cuanto vi que iba a por todas. Después, lo de Milagros fue distinto; había menos fuegos artificiales pero ella respetaba los límites.
Otra campanada volvió a romper el silencio y me sacó de mis pensamientos. Elisa se agitó en su cama, debía de estar tan despierta como yo. Me levanté y me acerqué sin hacer ruido a su costado izquierdo, el que no estaba paralizado. Al verme, me tendió su mano y yo la estreché entre las mías. Bajo la escasa luz que se filtraba por los visillos desde las farolas de la calle sus ojos brillaron, llenos de emociones.
—¿De verdad te importa tanto? —pregunté en un susurro.
—Me importas tú, Juan, me importas tú. Ahora te vas a quedar solo... —Su voz reflejaba una profunda tristeza.
—No creerás que hay muchas manuelas esperando a que te vayas... —bromeé.
—No seas bobo. Me preocupa que estés solo —insistió, con un mohín.
—Yo también quiero saber una cosa, Elisa. Y has de decirme la verdad, no te haré jurar pero no quiero que me engañes. —Noté tensión en sus facciones—. Dime de una vez los años que tienes.
Por unos momentos volvió a ser la Elisa de antes:
—¡Anda, la tontería con que vienes ahora! ¿Pues no lo sabes? A ver... Tú naciste en el veintisiete, o sea que tienes ochenta y… tres, y yo en el treinta, así que… ochenta he cumplido en marzo. ¿Es que no te acuerdas?
—No estaba seguro, lo había olvidado. Vamos a intentar dormir un poco, que mañana será un día de mucho ajetreo.
—Tráeme antes la cuña, anda, que no quiero que se moje el pañal.
La besé en la frente, la miré a los ojos, intenté reconfortarla con lo que trataba de ser una sonrisa y me dirigí al cuarto de baño en busca de la cuña.



El último amor - © Fernando Hidalgo Cutillas Barcelona 2010
Prohibida la reproducción
 
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