MUCHAS PERSONAS SON DEMASIADO EDUCADAS PARA HABLAR CON LA BOCA LLENA, PERO NO SE PREOCUPAN POR HACERLO CON LA CABEZA HUECA.
Orson Welles
Orson Welles
Entre personas cultas y discretas ocurre a cada momento que cada uno de ellos reconoce la mentalidad, el lenguaje, la dogmática y la mitología del otro como un mero intento subjetivo, un mero y fugaz símil. Pero el hecho de que cada uno de ellos reconozca lo propio en sí mismo y conceda tanto a sí propio como a su enemigo el derecho a ser, pensar y hablar como le dicte su conciencia, el hecho, por consiguiente, de que dos personas intercambien ideas entre sí y no olviden ni por un momento la fragilidad de sus herramientas, la ambigüedad de todas las palabras, la imposibilidad de una expresión verdaderamente exacta, y también, en consecuencia, la necesidad de una entrega intensiva, de una sinceridad mutua y una caballerosidad intelectual, esta situación hermosa, que debería ser natural entre dos seres capaces de pensar, se produce tan raramente que saludamos con ardor cualquier aproximación, cualquier realización aunque sea parcial.
Si los versículos del Nuevo Testamento no se toman como mandamientos, sino como manifestaciones de un conocimiento extraordinariamente profundo de los secretos de nuestra alma, la palabra más sabia que se ha pronunciado jamás, el breve resumen de todo el arte de vivir y toda la doctrina de la felicidad es aquella frase: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», que por otra parte ya se halla en el Antiguo Testamento. Se puede amar al prójimo menos que a uno mismo —y entonces el hombre es egoísta, codicioso, capitalista, burgués, y aunque amontone dinero y poder, no puede tener el corazón alegre y le están vedadas las satisfacciones más delicadas y exquisitas del alma—. O bien se puede amar al prójimo más que a sí mismo, y entonces el hombre es un pobre diablo, repleto de complejos de inferioridad, lleno del ansia de amarlo todo, y, sin embargo, lleno también de rencor hacia sí propio, viviendo en un infierno cuyo fuego atiza diariamente. ¡En cambio, el equilibrio del amor, el saber amar sin sentirse nunca culpable, este amor hacia sí mismo que no se roba a los demás y este amor hacia los otros que no reduce ni violenta al propio Yo! El secreto de toda la felicidad, de toda la bienaventuranza está contenido en esta frase. 
El pasado verano estuve unos días en Rivadeira, un pueblo del interior de Galicia, donde se detuvo el tiempo mucho antes de que se inventase el reloj. En realidad es sólo un conjunto de siete casas. Que no son casas; son pallozas, unas construcciones circulares de piedra, con tejado de escoba, que ya estaban en pie cuando los romanos se asomaron a aquellas tierras por primera vez. Son bastante grandes, de unos ocho metros de diámetro, y tienen dos plantas: abajo el ganado y encima la vivienda. Así, en el largo y frío invierno, el calor, envuelto en toda clase de efluvios, sube desde el establo. 
Pocos días antes
de mi octogésimo quinto cumpleaños recibí una carta, un acontecimiento poco
frecuente. Hacía mucho tiempo que casi toda la correspondencia de la ciudad
circulaba por correo electrónico. El sobre provenía de la Oficina de Bienestar
Global de mi distrito y sólo contenía una cuartilla que era una simple
citación: Le rogamos se presente en estas oficinas antes de treinta días a
partir del recibo de esta nota. Nuestro horario es... etc., etc. 
Hoy terminé de leer la primera novela publicada por una buena amiga, Blanca Miosi, escritora peruana afincada en Caracas. La historia está basada en la vida de su esposo, nacido en Polonia, que vivió en primera persona la invasión nazi de 1939, la resistencia y más tarde la cautividad en los campos de Auschwitz y Mauthausen. 
Rafael y Dolores formaban una pareja poco frecuente. Sus respectivas familias eran vecinas, allá en el pueblo. Ellos habían jugado juntos desde antes de tener uso de razón; ambos de la misma edad, se descubrieron mutuamente con sólo abrir los ojos.
Cuando mi mujer cayó enferma yo tenía setenta y seis años. Ella, unos pocos menos; no sabía yo exactamente cuántos porque desde que nos conocimos Elisa siguió la costumbre, propia de aquella época, de quitarse algunos y su edad siempre tuvo un halo de misterio para mí. Poco después de iniciarse su enfermedad, casualmente supe, por unos documentos que tuve que recoger en el hospital, que tiene dos años más que yo. A mí eso siempre me ha traído sin cuidado pero para ella, admitir que era mayor que su esposo habría resultado humillante, de modo que no comenté nada.
Neferté dejó caer la fina túnica de lino que la cubría y se sumergió hasta los hombros en el río. Sintió como el limo envolvía sus pies y el contacto agradable del agua refrescando su cuerpo y su mente. Cerró los ojos e inició una plegaria a Sobek. Dos días antes, Neferté se había despertado agitada, llena de desasosiego por un ensueño extraño: en el atardecer, ella caminaba de regreso hacia su choza con dos cántaros llenos de agua que había recogido del pozo próximo al cañaveral; ya muy cerca de la casa vio a Khun, su esposo, que había regresado de las tareas del campo y la contemplaba desde el umbral. Neferté aceleró el paso, impaciente por reunirse con él. Entonces se partió la cinta de una de sus sandalias, ella tropezó y los cántaros cayeron al suelo, rompiéndose en añicos. Pero en lugar de agua, un enorme charco de sangre quedó en el camino. 