9 de octubre de 2019

152ª noche - El diablo siempre llama dos veces Capítulo II

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El diablo siempre llama dos veces 
Capítulo II


Nueva Orleans, Luisiana. 1985




A sus cuarenta y dos años, Frank Murray lucía un magnífico aspecto. Alto, bien parecido, de cabello moreno siempre impecablemente peinado, era el cliente preferido de las chicas del Blues Rooster, un burdel de lujo discretamente situado en el centro de la ciudad, donde gastaba el dinero a manos llenas. Hasta el día en que desapareció y llegaron rumores de que se encontraba en prisión por una larga temporada.  
Cuando salió, dos años después, Frank no era el mismo hombre. La privación de libertad para alguien de su temperamento fue un quebranto irreparable: él no era un ladrón corriente. Alumno distinguido de la Universidad Tulane de Nueva Orleans en su juventud, tuvo que abandonar los estudios de ingeniería para empezar a trabajar cuando su padre murió en un accidente, en 1964. No obstante siguió estudiando computación por su cuenta. Se interesó por los trabajos de John von Neumann, especialmente por su «Teoría y organización de autómatas complejos», donde se demostraba la posibilidad de desarrollar pequeños programas que pudiesen tomar el control de otros. Es decir, de virus informáticos. Comprendió la importancia que tendrían las computadoras en todos los aspectos de la vida y que quienes conocieran en profundidad sus entresijos tendrían una poderosa arma en sus manos.  Su temperamento transgresor lo llevó a apasionarse con la idea de llegar a ser un hacker experto. 
Después de algunos años en un taller de electrónica, Frank consiguió empleo en el principal banco de la ciudad como encargado del incipiente departamento de computación, un trabajo rutinario que no le satisfacía, pero lo compensaba disfrutando su soltería con una vida personal llena de alicientes y emociones. Cuando, a principios de los 80, llegaron los IBM PC, ya era el responsable de la sección de informática. Entonces pensó que había llegado su oportunidad. 
El código que Frank añadió al sistema informático desviaba una pequeña cantidad, indetectable, de cada transacción a una cuenta que por el momento no tenía dueño. Cuando comprobó que no saltaba ninguna alarma, puso la cuenta fantasma a nombre de una falsa identidad: Mark Raunfry. Los pocos centavos, multiplicados por muchos miles de operaciones cada mes, daban cantidades sustanciosas, que retiraba regularmente sin que nadie lo advirtiera. Todo fue bien hasta que en una auditoría apareció una pequeña diferencia contable, una cantidad ridícula. Empeñado en averiguar el motivo, el auditor no cejó hasta descubrir los extraños traspasos de calderilla dirigidos siempre a la misma cuenta, a nombre de un tal Mark Raunfry, nombre que pronto se vio que era un anagrama de Frank Murray. Se contrató a un experto de Nueva York, que tras minuciosas investigaciones mostró en la pantalla el código del virus  con tanta satisfacción como lo habría hecho el mismo Pasteur.
Frank creía que su idea no sería descubierta o, de serlo, no tendría consecuencias graves, siendo tan pequeño cada uno de los hurtos. Nunca imaginó que descubrirían el alcance global, ni pensó que el Amnorth Bank haría de ello una cuestión principal y lo llevaría al límite, con una acusación que le costaría dos años de cárcel. Lo último que le dijo el director fue: «Usted no volverá a encontrar empleo en Luisiana, se lo prometo», y el hombre no mintió, pues todas las puertas se cerraban en el momento en que averiguaban sus antecedentes. Su cómoda vida anterior se convirtió en una difícil supervivencia, a base de cortos trabajos, penosos y mal pagados. En prisión hizo amistad con algunos rateros de poca monta, con los que mantuvo contacto y acabó asociándose como perista. Aprovechando a los viejos conocidos, conseguía vender los objetos de valor que le traían sus nuevos socios, con lo que se ganaba la vida.

Ya no frecuentaba el Blues Rooster, sino las angostas calles cercanas al puerto donde conseguía, unas veces pagando y otras sin pagar, lo que buscaba. Paseando una tarde por esas callejas vio a una muchacha de semblante triste que llamó su atención. Se quedó un rato observándola. Trataba de comportarse como una prostituta, mirando con descaro a los hombres, pero a Frank le pareció que había algo diferente en ella, una especie de pudor que la contenía de abordarlos. Tenía claro que las putas estaban trabajando, de nada valía  intentar seducirlas. Por eso fue directo al grano. 
—¿Cuánto pides? —preguntó al alcanzarla.
      Ella lo miró de arriba abajo.
—Depende. ¿Qué te gusta? —preguntó a su vez.
Frank se rio a carcajadas. La chica pensó que se estaba burlando.
—No sé qué te hace tanta gracia. No me hagas perder el tiempo. —E hizo ademán de marcharse. Él la agarró del brazo, con fuerza pero sin violencia.
—Me río de tus aires de mujer fatal, siendo todavía una chiquilla. Me gustas tú y quiero estar contigo ahora. 
Ella siguió en su actitud arisca, intentando soltarse. 
—Ven. —La tomó de la mano y entró con ella a un bar próximo. La chica se dejó llevar.
Ocuparon una mesa al lado de la ventana. 
—Soy Frank, ¿y tú...?
—Martha —respondió secamente. 
—Ya basta de enfado, ¿no? ¿Amigos? —Frank lució su mejor sonrisa. Martha cedió. 
Se acercó el camarero y pidieron dos copas. 
—No puedo perder la tarde —avisó ella.
—No vas a perderla. Ahora tomaremos un trago y después iremos a divertirnos un rato. 
A partir de ese día Frank se encontró con Martha asiduamente. Al principio la buscaba en la misma calle donde la vio por primera vez, ella siempre andaba por allí, pero pasado un tiempo empezaron a citarse en lugares más comunes. Era cariñosa y dócil. Le contó que hacía poco que había salido de su pueblo, al morir su madre. La relación fue estrechándose, hasta que un día la llevó a su casa y le pidió que se quedara. Martha nada tenía que perder y la idea le resultó tentadora. 
Pasado el ardor de los primeros tiempos, Frank volvió a sus antiguas costumbres: llegaba tarde por las noches, bebía demasiado... La consideraba un objeto más de su propiedad. Por su parte, Martha le tenía aprecio, se sentía segura con él y lo admiraba en muchos aspectos, pero nunca dejó de verlo como a un cliente. Pasaba sola mucho tiempo y se aficionó a la marihuana. Sabía que él se veía con otras mujeres pero en realidad no le importaba. 
Desde que estaba con Martha, los trapicheos de Frank apenas alcanzaban para pagar las facturas. Temía volver a prisión si lo pillaban y sabía que tarde o temprano eso iba a suceder; por experiencia había aprendido que cuando el cántaro hace muchos viajes siempre acaba rompiéndose. Lo único que podría evitarlo era retirarse a tiempo, para lo que necesitaba dar un buen golpe. Pero él no era un atracador, ni un hombre violento; simplemente sabía mover los hilos para que el dinero cayera en sus bolsillos, y esos hilos estaban por el momento lejos de su alcance. 
En 1988 Internet experimentó un enorme auge, se abrió al comercio electrónico y las revistas de todo tipo le dedicaron cientos de artículos, por los que Frank estuvo muy interesado. Comprendió que con un simple módem y sus conocimientos sería capaz de manipular cualquier computadora conectada. Los fallos de seguridad de los sistemas operativos eran escandalosos y él sabía cómo explotarlos a su favor.
Por esas fechas se hizo famoso el caso de un tal Armand Devon Moore. Era el empujón que Frank necesitaba. Moore tuvo la idea de robar al First National Bank mediante transferencias electrónicas. Para ello buscó a dos socios empleados del banco. Consiguieron un botín de casi setenta millones de dólares en una hora. Sólo debían retirarlos de la cuenta a la que fueron transferidos, en Viena. Pero Moore no sabía informática; simplemente llevó a cabo un engaño, y cometió varios errores: demasiado ambicioso, demasiadas pistas sueltas, demasiado lento, demasiado lejos. Los detuvieron en el mismo día y acabaron los tres en la cárcel. Frank analizó detenidamente los fallos y construyó su propio plan, sin socios, sin cabos sueltos, limitado a cantidades que no fueran en exceso llamativas y sólo a través de conexiones remotas. Y después, desaparecería sin dejar rastro.
Preparó durante semanas todos los detalles. Rastreó los movimientos de dinero habituales de las compañías que había elegido para simularlos lo más fielmente posible cuando llegara el momento, aunque dirigidos a sus propias cuentas. El 29 de noviembre de 1988 abrió tres depósitos a su nombre en sendas oficinas bancarias de Canal Street, bastante cercanas entre sí. En la tarde del jueves 1 de diciembre, tras violar los sistemas de seguridad de la red, accedió a los servicios de banca electrónica del Amnorth Bank, el mismo para el que había trabajado, y realizó veintidós transferencias por un importe total de 950.000 dólares. Por la mañana, se vistió con su mejor traje y recorrió los tres bancos, liquidando los depósitos. Poco antes de las diez y media subió al Ford y tomó la calle Doctor Timberlane para abandonar la ciudad.
No sabía cuándo sería descubierto el robo. Con suerte, no antes de mediodía, lo que significaba poner por medio el fin de semana. Por algo había elegido un viernes. Mientras conducía pensó en lo que quedaba atrás para siempre: la tumba de sus padres, los recuerdos de tantos años, no siempre buenos; bastantes amigos, algunos enemigos. Y Martha. Le habría gustado ayudarla y despedirse de ella, pero era arriesgado aparecer por la casa y no estaba seguro de poder confiar en la chica. Por diez dólares se podría matar a un hombre, por novecientos mil se haría cualquier cosa. Conocía bien el lado duro de la vida. 
Miró por el retrovisor la bolsa colocada sobre el asiento trasero y sintió euforia. Pero no debía echar las campanas al vuelo todavía. Las primeras horas eran decisivas. Sintonizó una emisora de noticias, hablaban de la toma de posesión de Carlos Salinas, en México. Después, en un boletín local comentaron algunos asuntos de poca importancia. Parecía seguro que aún no se había detectado el robo.
Cuando cruzó al estado de Mississippi se tranquilizó. Al llegar a Jackson aparcó junto a un desguace de coches, en una zona poco transitada. Quemó sus documentos y los sustituyó por los que había preparado minuciosamente antes del golpe. Se cambió el elegante traje por unos vaqueros y una camisa de franela, cogió la bolsa del asiento y se dirigió a pie hacia la estación de autobuses.
Cambió tres veces de línea hasta llegar a Amarillo, en Texas. Examinando el mapa decidió ir a Lubbock, una ciudad cercana en la que muchos de sus habitantes procedían de países latinoamericanos. Un lugar donde sería fácil pasar desapercibido. Una vez allí, alquiló una habitación a un matrimonio de origen mexicano y dejó pasar algunos días. Aunque vivía modestamente para no llamar la atención, el simple hecho de saber que guardaba una fortuna en el armario le hacía sentirse bien. Sólo debía esperar sin cometer errores.

Compró un coche de segunda mano en el que recorría a diario los alrededores, buscando el lugar adecuado donde instalarse definitivamente. Un día, tomando el almuerzo en un bar de carretera se enteró de que, en el condado de Cottle, el motel de los McQuayle estaba en venta. Era un lugar bastante apartado, en dirección a Vernon, cerca de Oklahoma. Fue para allá y le pareció el sitio ideal. El edificio, de dos plantas, era bastante nuevo, confortable, un oasis en una zona aislada. Los propietarios, un matrimonio de avanzada edad, querían venderlo para trasladarse a Austin con sus hijos. 
—Además del restaurante, tiene diez habitaciones en el piso alto —explicó Andrew McQuayle—. Y la gasolinera. Es un buen negocio, se lo aseguro, señor...
—Soy Benjamin Slide. —Se presentó—. ¿Cuánto quiere por él?
—Sólo setenta mil dólares.
—Es una zona muy apartada. No pensaba gastar más de cincuenta mil —objetó Frank.
—Es suyo por sesenta mil. Ni un dólar menos. 
Con su nueva identidad, Frank compró el motel, sobre el que puso un enorme rótulo de neón de llamativos colores: «Ben´s House». Él tenía tres obsesiones en su vida: la informática, el dinero y las mujeres. Una lo había llevado a la otra, y ahora iría a por la tercera, a lo grande. 
Convirtió el motel en un prostíbulo de los muchos que bordean las carreteras del país. Acondicionó las habitaciones para que resultaran cómodas y excitantes, y seleccionó cuidadosamente a las chicas. El lugar era discreto, los clientes podían acudir a divertirse sin recelo y alojarse en las habitaciones si lo deseaban, teniendo a las mujeres a su disposición, o simplemente tomar unas copas con ellas y disfrutar de un rato agradable. Ben se cuidaba de tener buenas relaciones con la policía y no era raro ver algún coche patrulla en el aparcamiento. Los agentes se convirtieron en amigos bien tratados que hacían la vista gorda cuando convenía. Eso, además, dio a Ben la seguridad de que su pasado quedara atrás definitivamente. 
El negocio funcionaba bien. No sólo no necesitaba echar mano del dinero que trajo de Nueva Orleans —no era fácil ponerlo en circulación— sino que su capital iba aumentando. Aunque pronto sus gastos también crecieron, el dinero estaba muy lejos de ser una preocupación.
Con frecuencia iba a Reno y a Las Vegas buscando diversión e ideas para su local. Gastaba fortunas, sobre todo en los casinos, a los que era muy aficionado. Así pasaron diez años, en una vida como la que siempre soñó. 

En la Nochevieja de 1999, se encontraba en el hotel Eldorado, de Reno. Ya era tarde y la mujer que lo acompañaba estaba completamente borracha, recostada sobre la silla. Ben pidió a una de las camareras que la llevara a la habitación, adjuntando una buena propina, y con su bebida en la mano decidió dar un paseo entre el gentío que abarrotaba la sala de fiestas. Al pasar cerca del bar se cruzó con una joven preciosa.
—Feliz Año Nuevo —dijo, levantando la copa. 
—¡Feliz siglo! —respondió ella con tono eufórico.
—El siglo acabará el año próximo —corrigió él.
—Pues volveremos a celebrarlo el año próximo. —Ambos rieron. 
—¿Puedo invitarte? —preguntó George. Sin esperar respuesta, llamó con un gesto al camarero y pidió una botella de Grande Dame Rosé. El barman la trajo en un cubo con hielo y dos copas. 
—Disculpe, señor, pero en esta barra se pagan las consumiciones. Si desea que se cargue en la cuenta del hotel, el camarero se lo llevará a una de las mesas —explicó amablemente el empleado. 
Ben sacó un fajo de billetes del bolsillo y pagó. Tras un brindis, ella dijo que su nombre era Romy y estaba de vacaciones con unos amigos, señalando a un grupo cercano. 
—Acércate. —Lo llevó hacia donde había señalado. 
Alrededor de una mesa se encontraban dos hombres y cuatro mujeres, una de ellas de avanzada edad y vestida con un terno de corte masculino. Los recibieron alegremente.
—Os presento a... —Entonces Romy se dio cuenta de que no conocía el nombre. 
—Ben, Ben Slide —continuó él—. Feliz Año Nuevo a todos. 
—¿No querrá robarnos a Romy? —bromeó la anciana. 
—Ustedes son muchos y yo me quedé solo. No es mala idea. —Ben siguió la broma. 
—Ella es mi maestra, Nancy Award. Una pintora famosa, quizá la conozcas —explicó Romy.
Ben no la conocía; apenas sabía de pintura, ni le interesaba. Se sentaron y, en la conversación, se enteró de que Romy estaba intentando abrirse camino en el difícil mundo del arte. 
—Tiene un gran talento —aseguró Award—, sólo necesita un empujoncito. —Y rio, no sin cierta malicia. 
—¿Qué es eso de un «empujoncito»? —preguntó Ben.
—Los inicios siempre son difíciles, más aún para una mujer. Si gusta lo que haces, ¡malo!, porque significa que no estás haciendo nada nuevo. Todos los grandes pintores empezaron siendo rechazados: Van Gogh, Picasso, Kandinsky... Se adelantaron a su tiempo. Por eso es necesario alguien que crea en tu trabajo y te dé su apoyo. Un empujoncito. Eso es lo que Romy necesita. —Miró el reloj—. Ya tengo que dejarles, es muy tarde para una joven de mi edad —dijo con sarcasmo. 
Nancy se despidió y los demás también se retiraron. Cuando Romy dio la mano a Ben, él no la soltó. 
—¿Quieres tomar una última copa conmigo?—propuso.
—He de acompañar a Nancy —adujo ella.
—Me gustaría que me hablaras sobre tu trabajo.
—¿Te parece bien mañana? Podemos comer juntos.

Ben había quedado impresionado por la personalidad de Romy. Estaba acostumbrado a tratar a mujeres bonitas pero con poca clase, muchas de ellas prostitutas o algo parecido. Conocer a Romy le impactó tanto que no podía dejar de pensar en ella. A mediodía se encontraba, nervioso como un colegial, esperándola en el comedor del hotel donde se habían citado. Ella se presentó con algunos de los amigos del día anterior, incluida la anciana, que saludaron a distancia con un gesto, dejando a la pareja a solas. Durante la comida, Ben se enteró de que Romy tenía veintisiete años y había nacido en Cleveland. En el instituto se apasionó por la pintura, especialmente por el nuevo realismo de Alice Neel, lo que la llevó a Nueva York, donde conoció a Nancy Award, también de Ohio, que la tomó como pupila. Influenciada por ésta se decantó hacia el arte feminista, que combinaba con el realismo y el pop art. 
—Me gustaría ver algunos de tus cuadros —pidió Ben.
—En mi habitación tengo varias fotografías. A mí también me gustaría que las vieras. ¿Y qué me cuentas de ti? —preguntó Romy.
Ben disimuló su historia.
—Bueno, nada interesante... Soy de Montgomery, en Alabama, y también me fui siendo muy joven. Siempre me he dedicado a los negocios y no me ha ido mal. Ahora tengo un hotel cerca de Lubbock, en Texas. Es un sitio tranquilo —mintió—. Tú... ¿estás casada? —Ben pensaba que no debía de estarlo, pero quería cerciorarse.
—Te seré sincera. No estoy casada, pero tengo pareja. Te sorprenderá. —Lo miró, resuelta—. Es Nancy. 
Ben, efectivamente, quedó sorprendido. 
—¿Quieres decir que...?
—Exacto —cortó ella—. ¿Te parece mal?
—Te iba a preguntar si no te gustamos los hombres.
—¡Oh, sí! Claro que sí. Pero Nancy es diferente. Con un hombre se puede tener una aventura maravillosa, pero no casarse. Sois dominantes, celosos, posesivos y desconsiderados. Una mujer comprende mejor a otra mujer. Siempre. 
—¿A ella no le importa que estés con otros?
—Supongo que no le agrada, pero me respeta. Además, se ha hecho mayor y también es muy independiente. Planea retirarse. Ya no se vale bien por sí misma. Dice que donde ella va no es lugar para una mujer joven. 
—¿Y tú qué opinas?
—Es realista. Yo he de vivir mi vida y Nancy la ha vivido ya. La visitaré, la ayudaré en lo que pueda, pero no me confinaré con ella. Desde el principio sabíamos que llegaría este momento. 
Ben cambió de tema.
—¿Me enseñarás esas fotos?
—Cuando quieras. ¿Vamos?
Fueron a la habitación. Romy sacó un álbum del armario y pasaron un rato mirándolo. A Ben le pareció que había algo salvaje en aquellas pinturas obscenas, sexualmente grotescas, rabiosas. Mujeres encadenadas por hombres castrados, escenas lésbicas sutilmente sádicas, a menudo rodeadas de estridentes mensajes escritos... 
—¿Te gusta? Sé sincero —pidió Romy.
—¿Le gusta a Nancy?
—Sí, mucho. Pero ella, siendo mujer... —Romy se rió—. Es una feminista terrible. 
—¿Por qué pintas estos temas? ¿Es así como ves a mujeres y hombres?
—Más o menos. Dime qué piensas tú.
—La primera impresión es incómoda. No entiendo de pintura.
—¿Nunca has estado casado? 
—No. Pero he conocido a muchas mujeres y siempre ha sido muy agradable para los dos. Ahora sí querría casarme.
—Comprendo, te haces mayor y buscas a alguien que te cuide. Una criada, una enfermera... ¿Alguien de tu edad? —Había ironía en la pregunta. 
Ben parodió una sonrisa.
—¿Entiendes ahora lo que significan mis cuadros? 
No contestó. Se sentía turbado. Intuía lo que ella quería decir y contrariaba su modo de pensar. 
—Ven. —Romy lo llevó a la cama—. Quiero hacer el amor contigo. —Él se dejó quitar la chaqueta y se tendieron sobre la colcha. 
Había conocido cientos de mujeres muy bellas, por eso le sorprendió que Romy le resultara tan especial. El tacto de su piel tenía algo que nunca antes había encontrado. Suave, terso como una fruta recién madurada. Tampoco reconocía su perfume. Ben quedó embelesado. La miró, desnuda sobre la cama, olfateó su piel y dibujó con el dedo el contorno de la silueta.
—Yo... Yo no he conocido otra mujer como tú. No quiero perderte.
—¿Perderme? ¿Crees que soy tuya porque has pasado un rato en mi cama? Tienes una extraña forma de pensar.
—Te amo desde que te vi —confesó Ben.
—Eso no es amor. Hablas como un adolescente. 
—Es la primera vez que siento algo parecido.
Ben encendió un cigarrillo y cambió de tema:
—No comprendo por qué Nancy no te ayuda. Dices que ella es famosa. Ha de tener contactos.
—Esto no funciona de ese modo. Si me presentara como su alumna, su protegida, nunca sería nada por mí misma. Ella también lo ve así.
—Puedo ayudarte. Te prepararé una exposición en Las Vegas, allí gustarán esos temas fuertes que pintas. Te daré el «empujoncito» que decía Nancy, si tú quieres.
—Una cosa es la pintura y otra la relación entre nosotros. Me agradas, eso lo sabes, pero no voy a ser tu amante y me temo que esos sean los planes que estás haciendo. No vayas a equivocarte.
Ben la miró con un brillo especial en los ojos.
—¿Te casarías conmigo? —preguntó.
—Ya sabes que no. 
—Haremos lo siguiente: dentro de un mes prepararé una exposición para ti en Lubbock, no es un gran sitio, pero servirá para empezar. Está cerca de donde vivo, así será más fácil. Después, Las Vegas. ¿Te parece bien?
—Me parece bien si lo ves como un negocio. Por ahora no habrá beneficios, eso siempre ocurre al principio. Cuando los haya, iremos a medias. Yo pongo los cuadros, tú cubres los gastos, sólo eso. 
Él aceptó, aunque en su fuero interno sólo deseara seguir en contacto con Romy. La abrazó de nuevo y estuvieron jugando en la cama hasta bien entrada la noche. Se sintió seguro de poder convencerla, nunca una mujer se le había resistido y, aunque sabía que ella era diferente, algo le decía que todo saldría bien. Cerraría el burdel, no le importaba, ya estaba cansado de ese tipo de vida y de ese tipo de mujeres. Y debía darse prisa, un mes era el plazo. 
Por la mañana, antes de despedirse para regresar a Texas, Ben le dio su dirección, su número de teléfono y un cheque por cinco mil dólares como adelanto para los gastos.

La noticia del cierre fue un terremoto en Ben´s House. Las chicas no podían creerlo, el negocio funcionaba de maravilla y ellas serían las más perjudicadas. Pero Ben era el jefe y no había opción. Compensó el despido con una generosa cantidad a cada una y desmontó la parafernalia propia del local, incluido el gran rótulo de neón, para transformarlo en un pequeño y acogedor hotel. Disfrutaba como un chiquillo preparándolo todo. Quería que causara a Romy el mejor efecto y, a medida que la fecha se acercaba, repasaba cada detalle con una ilusión para él desconocida. Habían hablado por teléfono algunas veces, demasiado fríamente para sus deseos, pero confiaba en que cuando se vieran volvería a aparecer la magia de aquella tarde, en Reno. A fin de cuentas, Romy era toda una mujer, pensaba. 
La última vez que habían hablado por teléfono, ella le anunció que salía de viaje. Hacía algunos días que Ben no podía localizarla. Se preocupó, pero quiso creer que estaría atareada con los preparativos. Entonces recibió una carta:

Querido Ben, 
Nancy ha muerto. Inesperadamente, soy su heredera. Nunca me lo dijo. Estoy desolada, ahora me doy cuenta de lo egoísta que fui. Me ha dejado una nota sumamente cariñosa y comprensiva, que no puedo parar de leer y releer. Ella... se quitó la vida. No por mí, repite una y mil veces. Me dice que estaba cansada, que vivir ya no tenía ningún sentido. No tengo ánimos para hablar con nadie. 
Yo iba a cometer un gran error. Lo siento. Olvídate de mí. 

Romy

Junto a esta nota te envío un cheque por el importe que me adelantaste. 


©Fernando Hidalgo Cutillas - 2013
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